martes, 12 de agosto de 2014

Ya no estás más cansado, Papá



Tuvieron que pasar dieciséis meses para que volviera a llorar por la muerte de mi padre. Dieciséis meses desde el día de su entierro hasta un jueves de diciembre cuando, a bordo de un bus, dejaba atrás la región de Urabá. Hasta ese día solo tenía un título en la cabeza y la intención de escribir, de recopilar y recordar, de guardar en algún lugar los últimos momentos que estuve junto a él. Después de ese día, tuve clara la primera frase. Es probable que esas sean todas las claridades que tenga antes de poner el punto final de este párrafo.

Supongo que ese domingo me levanté tarde, como siempre. A las 11 de la mañana estaba en la Plaza, en el sitio donde mi mamá trabaja los fines de semana para complementar el trabajo de la semana. Alguien fue a buscarnos a mi casa, pero solo estaba una prima. Ella nos llamó por teléfono. Fue casual que yo estuviera ahí y no en la casa justo a esa hora. Mi papá estaba en el hospital de nuevo y necesitaba que alguien le llevara los documentos. En ese momento no entendía por qué no los había llevado él.

El hospital queda a dos cuadras pequeñas de la Plaza. Es un recorrido corto y apenas un poco pendiente. Salí para allá de inmediato. Él tenía las llaves de su casa y yo las necesitaba para sacar los documentos. ¿Cómo había llegado al hospital sin documentos? ¿Quién lo había llevado? Cuando nos avisaron, apenas alcanzaron a decir que había sufrido algo como un desmayo. Las veces anteriores, él había alcanzado a llamarme para decirme que se sentía mal y pedirme que lo acompañara. Nunca había sido tan súbito, pero había antecedentes de sus quebrantos y por eso mi preocupación no fue mayor. Podría ser un episodio más de hipertensión, algo que se podía controlar en unas cuantas horas, aún en un centro de salud tan básico y precario como el del pueblo.

Su piel tenía ese tono entre amarillo y verdoso que parece volverse transparente y estaba empapado por el sudor. En su cabeza se agolpaban como archipiélagos las gotas de agua. Desde antes de los 30 años, comenzó a sufrir de alopecia. A sus 63, era portador de una refulgente calva que le descubría tres cuartas partes de la cabeza. Estaba frío, la cabeza, las manos, los pies, y tenía los ojos levemente desorbitados. Aunque las veces anteriores lo había visto pálido, no había sido como en ese momento. Recostado en la camilla, alcanzó a contarme lo que le había pasado antes de darme las llaves. Estaba en Travesuras, un grill frente a su casa. Varias veces a la semana iba allá a recoger algunas botellas que le regalaban para vender como reciclaje. No solo lo conocían, también le tenían aprecio. Cuando se agachó para levantar una caja de botellas, se le fueron las luces: “¡Toño! ¿Qué le pasa?”. Como pudieron, lo montaron en un carro y se lo llevaron inconsciente para el hospital.

Fue tan rápido que ni siquiera Johana se dio cuenta. Cuando llegué y abrí la casa de mi papá, ella estaba ahí, arreglándose frente al espejo de cuerpo entero colgado en el muro de la entrada. Le dije que iba por los documentos de mi papá. Por su rostro me di cuenta de que no sabía nada. Ella había pasado la noche ahí, con él, me contó que no le había visto ni sentido nada raro y que la noche anterior no habían hecho nada. Por la sorpresa, no alcanzó a sentirse apenada porque yo la encontrara ahí.

***

Muchas de ellas nos reconocían a mi hermana y a mí. Muchas se apenaban, porque, ¿qué iba a pensar un hijo si al llegar al cuarto viejo y sucio donde vive su papá se encuentra con una, dos o tres putas? A veces estaban en la cama, conversando; otras, en la cocina, haciendo almuerzo o comida para ellas. Siempre le dejaban un poco a mi papá. Olía a aceite quemado, a huevo frito, a carne, a ruda, a caoba, a perfume barato de mujer y a cabello recién planchado. Llevaba poco más de cuatro años viviendo ahí, en un apartamento que no merece ese nombre. Una parte pequeña de una casa vieja de pueblo acondicionada con lo mínimo para vivir: un baño, una cocina y una habitación.
Entré y abrí el clóset. Busqué la billetera negra de cuero que estaba justo en el lugar donde él me había dicho. Mientras tanto, le respondía preguntas a Johana. No sabía que tenía, qué tan grave era, si lo iban a remitir, y no, no tenía dinero. Me ofreció y no tuve reparo en recibirle. Me dio dos billetes, “para lo que pueda necesitar… Y me está avisando”.

Quizás no había pasado un mes desde ese día cuando vi un letrero impreso en letras negras sobre papel blanco justo en la fachada del cuarto, “Se arrienda”, acompañado de un número de teléfono. Todos los días pasaba frente a ese letrero, me quedaba mirando la fachada, una alta puerta plegadiza con dos hojas de madera, el pestillo cerrado con un candado distinto al suyo; a la izquierda, una ventana, también de madera, de la mitad de altura de la puerta, cerrada. Para efectos de alquiler, la fachada había sido recién pintada. Entre la pintura brillante y el letrero comercial que solo yo me detenía a ver, estaba el vacío. Ahí, justo ahí, en ese espacio que durante tanto tiempo estuvo abierto y a través del cual lo podía imaginar, sentado en una silla escolar de tamaño infantil, con un cuchillo en la mano rescatando el cobre de metros y metros de cables, o desarmando cajas y arrumándolas en un rincón para luego salir a venderlas por kilos.

Desde que comenzó a reciclar, unos años después de irse a vivir solo, su respiración se había visto afectada. Su garganta nunca estuvo del todo bien y el carraspeo incesante se había vuelto una clara señal de su presencia. Muchas veces en espacios concurridos, como una iglesia en plena misa dominical del medio día, mi hermana y yo nos dábamos cuenta de su presencia por esa tos inconfundible, por la garganta desgarrada que se escuchaba desde lejos. Reciclaba para sobrevivir, porque el automóvil Dodge sedán modelo 79 en el que había trabajado como taxista desde los ochenta –antes de que llegaran los taxis amarillos al pueblo- estaba reducido por el óxido y por los impuestos. El tiempo había dado cuenta de la “lancha” azul rey, y cualquier reparación, a más de costosa, era infructuosa.

“Trabajar no da pena. Lo único que da pena es robar y dar culo”, insistía en tono regañón a quien le recriminara su trabajo. Nos insistía a mi hermana y a mí que le lleváramos el reciclaje que encontráramos por ahí, “¿o es que les da pena?”. Y bueno, algo de pena si nos daba, pero no de él. Sin embargo, varias veces, cuando lo encontraba en la calle con un bulto de cartón amarrado sobre el hombro, cerca de su casa, se lo recibía y le ayudaba. Creo que por sus correrías se terminó convirtiendo en uno de esos personajes populares del paisaje pueblerino. Todos lo conocían como Toño, y después de su muerte supe que también era conocido como Toño Maruja, vaya uno a saber por qué a estas alturas. Por extensión, la gente me identificaba con él. No había de qué sentir pena. Mi hermana y yo somos los hijos de los que él siempre se preció, de los que siempre le hablaba a la gente con orgullo.

Tiempo después su ‘lambonería’ política le dio resultados. Su candidato resultó elegido alcalde del pueblo y, en la repartija de puestos, éste le agradeció el apoyo en campaña con un trabajo como celador en un colegio público. Siguió recogiendo reciclaje para vender en el tiempo que le quedaba libre. Pero este trabajo tampoco le ayudó a su salud. Tenía toda la indumentaria para pasar los turnos nocturnos: chaqueta, bufanda, pasamontañas, ‘poncho’… Aun así, el frío de las madrugadas le pasaba cuenta de vez en cuando con alguna infección respiratoria. La tos se iba haciendo más aguda. Los turnos diurnos, los de jornada escolar, tampoco le gustaban. A pesar del frío, prefería pasar la noche echándoles agua a todas las materas colgantes del colegio que el día lidiando con el genio de más de dos mil estudiantes con bríos colegiales. Y aunque se quejaba de que ya estaba muy viejo para eso –corrían sus sesenta años en ese entonces- no fueron pocos los cariños que dejó.

Hay que decirlo. Ese hombre cascarrabias, de opiniones inamovibles y carácter intransigente tenía don de gentes. “Hay que ser comedido, activo, despierto”, me repitió durante años, una y otra vez. Así era él. Lo único que lo mantenía en ese trabajo era la espera de su pensión, pero en cuanto le fue aprobada esperó que terminara ese contrato y no volvió más. Se dedicó al reciclaje y a otros oficios. Madrugaba todos los días a abrir un almacén, ayudaba a organizarlo, pasaba varias veces durante el día y, ya por la noche, volvía para cerrarlo. Sus brazos gruesos de venas brotadas bien podían atribuirse a toda una vida de trabajo, y esa era su otra cantaleta: “Yo trabajo desde la edad de siete años… Bla, bla, bla”. ¿Dormir un domingo hasta tarde? “Yo trabajo desde la edad de siete años… Bla, bla, bla”. ¿No arreglar casa? “Yo trabajo desde la edad de siete años… Bla, bla, bla”. Ahora entiendo un poco lo que quería decir. Siempre nos alentó a estudiar, y creía sinceramente que lo único que nos podía dejar era algo de educación, pero no toleraba que la vida de mi hermana y la mía se redujera a cumplir con los deberes académicos.

Era un hombre difícil y, no por muerto, pero era un buen hombre. El mismo que durante la celebración de sus cincuenta años, mientras un dueto tocaba guitarra y cantaba música vieja adentro, se salía y me decía que le alegraba mucho que yo fuera un hombre serio cuando apenas tenía ocho años: “Un hombre serio vale mucha plata”; ese mismo era el que estaba ese domingo de agosto en una camilla, esperando alguna respuesta médica sobre lo que tenía.

***

Volví con los documentos e hice todo el papeleo. Cuando entré de nuevo a la sala de observación en urgencias lo encontré en la misma camilla con los ojos medio cerrados y la boca medio abierta. Seguía pálido. Le dolía el pecho, le dolía mucho el pecho. Se sentaba y comenzaba a llorar con una cara de dolor que solo volví a ver mucho tiempo después reflejada en mi propia cara al punto del llano por un dolor inexplicable en una pierna.

Un año antes había tenido el primer episodio. Le diagnosticaron hipertensión y algunos cuidados básicos, así como controles regulares. Cumplió a medias. Es probable que él supiera que no se trataba de un problema sanguíneo, aunque a su edad no fuera nada extraño. Así pasó varios meses sin mayores complicaciones. Luego empezó a recaer. Una, dos veces, siempre en la madrugada. La última, un jueves, lo acompañé hasta las cuatro de la mañana, luego fui a mi casa a bañarme para ir a la Universidad. En esa ocasión le recetaron medicamentos para bajar la tensión. Por su terquedad, decidió consultar a un médico particular de confianza que le recetó más medicamentos. Hicieron efecto, tanto que a la semana siguiente, ese domingo, lo que lo tenía pálido y sudoroso en una camilla del hospital era la tensión baja.

La médica de urgencias encargada parecía de mi edad. Tuve tiempo para darme cuenta de que era bonita, pese al carácter recio y áspero que pueden llegar a tener algunos médicos de salas de emergencias. Ni ella ni su compañero encontraban la causa de la baja de presión. Mi papá seguía ahí, como podía, con picos de dolor y momentos de tranquilidad en que podía dormir.

Hacia la tarde llegaron algunas visitas. Una de ellas fue María Elena, una prima suya, hija de Abelardo, el tío cómplice que lo acompañó en madrugadas de pesca y caminata hasta que pelearon, el tío que luego se enfermó y murió. Yo aprovechaba las visitas para salir, fumar un cigarrillo y hablar con cualquier conocido que encontrara afuera. Ya corrían las cuatro o cinco de la tarde y era una decisión remitirlo para Medellín. Ahora tocaba esperar la demora de la remisión. “Su papá está muy mal, dice que no se quiere morir, que no lo deje morir”, me decía María Elena con cara de evidente y sincera preocupación. Para mí, estaba exagerando. Era cierto que nunca lo había visto así, pero también era cierto que Toño era muy mal enfermo. Era de esos hombres que guardan pose de roble hasta que la primera brisa amenaza con tumbarlos. De esos enfermos que llegan a convertirse en víctimas. Sí, para mí estaba llamando un poco la atención.

Así las cosas, debía volver a su apartamento, buscar un bolso y empacar ropa cómoda y limpia. No se iba a quedar solo. A esas alturas estaban allí mi hermana, que había ido por momentos durante todo el día, y mi mamá, que ya había cerrado el local de la Plaza.

Como quien lo cree imposible, entre el hospital y su apartamento pensé en su muerte, en lo inevitable, en quiénes acompañarían un eventual velorio de mi papá, quiénes lo llorarían. Lo pensaba con la seguridad de quien cree que las cosas nunca suceden como se las imagina, que pensar en ese tipo de posibilidades las aleja. Lo pensaba también con la curiosidad de la muerte de alguien muy cercano, que es la misma de los balances… ¿Para cuántas personas será igual de importante mi papá como para acompañarlo cuando se muera? Ese “cuando se muera” podía ser en cualquier momento, ahora o en veinte años. Veía la muerte como una posibilidad lejana y evitable en el corto plazo. La muerte es algo que generalmente les está pasando a los demás, a los familiares de los demás, a los amigos de los demás, hasta que la ruleta cae en uno, en cuerpo propio o ajeno. Entonces son los demás los que están libres de sufrirla en carne propia y uno se convierte en ese Otro que la sufre en vida y pasa de la barda de los espectadores al desfile de los protagonistas.

La hora de la remisión coincidió con el cambio de turno de la médica, con su hora de volver a su casa en Medellín. Ella se iría con nosotros en la ambulancia, entregaría a mi papá en la clínica y de ahí podría irse a descansar. Pese a la demora de la remisión, fue un viaje rápido. He viajado entre el pueblo y Medellín miles de veces, pero ese fue el primero de los dos viajes más difíciles de hacer en toda mi vida, aunque en ese momento no lo sabía. Llegamos a la clínica, cerca al Parque de Bolívar, casi a las diez de la noche. Entraron a mi papá en camilla hasta la sala de urgencias y yo tuve que quedarme afuera esperando noticias.

Sin tiempo de cruzar palabras lo volví a ver casi a medianoche, cuando pasaron con él para hacerle el examen definitivo que daría el diagnóstico. En ese momento y durante un rato estuve acompañado de mi medio hermano mayor, el hijo mayor de mi papá. Un hombre que comparte con él su segundo nombre, su primer apellido y, según su mamá, el temperamento. Por cosas de la vida, también eran muy compatibles en política, sin que hubieran hablado de ello nunca. Su relación estaba mediada apenas por la sangre y por los primeros cinco o seis años de vida de mi hermano, los únicos que vivieron juntos. No puedo estar seguro de si su presencia obedecía a la preocupación por nuestro padre, o más bien era por acompañarme a mí. Comimos, conversamos, me regañó por fumar, estuvo un rato y se fue a descansar porque tenía que madrugar al día siguiente.

El diagnóstico fue inesperado. No había ningún problema de tensión, el problema estaba en el corazón. El desmayo de la mañana de ese domingo había sido un infarto y las cavidades cercanas al corazón estaban llenas de líquidos producto de éste. Pasaría a cuidados intensivos mientras el cirujano decidía el mejor momento para drenar los líquidos. La advertencia fue tan sincera como debía: serían meses de hospitalización, debía comprar pañales y otros implementos para sobrellevar lo que se nos venía, a él y a todos. Ese hombre que hasta el día anterior parecía con una salud inquebrantable estaba ahora a punto de quedar reducido por quien sabe cuánto tiempo… Todos estábamos ahora a punto de quedar reducidos por quien sabe cuánto tiempo.

Fui la última persona conocida que estuvo con él en vida y por eso estoy contando esta historia. Desde entonces, cada día me repito las dos últimas veces que lo vi, me aferro a ellas con temor de que se vayan, con la certeza de que soy la única persona que puede dar cuenta de sus últimas horas de vida, más allá de los médicos y las enfermeras que todos los días ven sobrevivir y morir gente distinta, desconocida, lejana.

La primera fue en el primer piso de la clínica, desde lejos. Mientras lo llevaban en la camilla hacia el ascensor que conducía a cuidados intensivos yo estaba al otro extremo del corredor. “¡Juanda!”, me gritó con voz cansada. No fue un grito seco, siento que retumbó en todo el corredor oscuro, en cada rincón atestado de silencio. Era la una de la mañana. Ese grito fue lo último que me dijo, fue lo último que le dijo a cualquier persona conocida. No era un saludo, era un llamado, era un “vení, no me dejés solo”, era la desesperación de un ser humano reducido a su mínima expresión. Me llamó y no le respondí. Apenas atiné a levantar la mano derecha… “Ya voy, todo va a estar bien”, es lo que quise decir, es lo que no alcancé a decir, lo que no pude decir.

La segunda vez fue después de esperar en una sala distinta y antes de que la enfermera jefe me explicara las implicaciones de la cirugía. Después de lavarme y cubrirme pies y cabeza, pude entrar a cuidados intensivos y hablar con el médico encargado. Mi papá estaba en una habitación visible desde el centro de la sala de cuidados intensivos, justo frente al lugar donde médicos y enfermeras trabajaban en sus computadores. Allí lo vi, en una cama demasiado grande para él, conectado a máquinas por todas partes, dormido. Quizás había pasado media hora desde lo del pasillo. No entré, no me pareció necesario, ni siquiera pregunté si podía hacerlo. Solo lo miré desde afuera, un poco anonadado, un poco incrédulo. Esa fue la última vez que lo vi con vida.

La última vez que me habló y la última vez que lo vi respirando y con el corazón latiendo son dos recuerdos que me pesan. El pasillo oscuro y la sala de tonos amarillos se van volviendo más borrosos con cada día que pasa. Temo el momento en que ya no estén, en que su voz deje de retumbar en mi memoria. Temo el momento en que las últimas horas de sesenta y tres años de vida se borren de la memoria de la única persona que puede contarlas.

El cirujano no llegaría sino hasta el otro día, pero necesitaban que yo estuviera cuando él ordenara operar para dar mi autorización, que no era otra cosa que librarlos de responsabilidades frente a lo que pudiera pasar. Ese me parecía un procedimiento normal. A esas alturas no sentía que sirviera de nada seguir ahí y pensé en buscar dónde dormir. Ninguno de mis amigos sabía en qué estaba. Llame a Juan David y me respondió. Aún estaba despierto. Después de explicarle le avisé a la enfermera jefe que me iba, que estaría pendiente de cualquier llamada. Tomé un taxi y me fui.

Cuando llegué llamé a mi mamá para ponerla al tanto. Ese gesto pudo haber salvado la noche. Después sonó el teléfono de la casa de Juan David, era mi mamá. Me estaban llamando de la clínica y yo no contestaba el celular, necesitaban que autorizara la cirugía en ese momento. Mi celular se había quedado en el taxi y al tratar de comunicarme con él sonaba apagado. Fue un momento desafortunado para encontrarme con ese taxista en particular. Di la autorización y cambié el número de contacto por el teléfono del celular de mi papá que en ese momento estaba en mis manos. Fue un momento convulso, confuso, pero ya podía descansar, necesitaba descansar. Ahora todo estaba, literalmente, en manos de los médicos.

Sonó el celular de mi papá. Eran las tres de la mañana. “Juan David…”, entendí lo que siguió pero aún estaba un poco dormido para asimilarlo. “¿¡Qué!?”, la enfermera jefe me repitió. Necesitaba que fuera de inmediato. Mi papá “no aguantó la cirugía”, se había complicado… Mi papá había muerto y yo estaba solo en medio de la sala oscura de una casa ajena. Desperté a Juan David. Llamé a mi mamá y le pedí que no le contara todavía a mi hermana. Ni mi mamá ni yo sabíamos que se había despertado con la llamada y había escuchado toda la conversación.

Caía una llovizna menuda cuando llegó el taxi. Le pedí que me llevara a la clínica mientras miraba al vacío entre las gotas suspendidas sobre los vidrios de las ventanas. “Yo caminaré entre las piedras hasta sentir el temblor en mis piernas. A veces tengo temor, lo sé…”, sonaba Soda en el radio del taxi. “Nadie me espera…”, no podía más que llevar el ritmo de la canción con la mano, sonreír por lo irónico de la situación y seguir la letra en voz baja. El taxista subió el volumen al escucharme cantar. “Despiértame cuando pase el temblor”, pero el temblor apenas estaba comenzando y yo tardaría mucho en despertar.

La ciudad derramaba las lágrimas que yo amarraba. Ese día, como cada 23 de agosto, yo conmemoraría una muerte lejana en el tiempo y la memoria, pero significativa para mí. Se cumplían trece años del asesinato de Jaime Garzón, pero ese aniversario, desde ese momento, dejaba de importarme. La enfermera me explicó que habían tenido que intervenir a corazón abierto porque se había complicado la cirugía y el cuerpo de mi papá no había resistido. Yo la miraba y asentía a la explicación. Hora del deceso: 2:16 a.m., casi la misma hora a la que yo había nacido unos 21 años antes. Con esa facilidad pasmosa se van las cosas que llegan.

Mi hermano volvió a acompañarme y llamó a la Funeraria para avisar, después de que el cuerpo de papá fue puesto en la Sala de Transición, un cuarto pequeño, de unos seis metros cuadrados, coronado por un crucifijo. Se quedó afuera un momento. El pecho estaba cubierto de gaza pero su rostro se mantenía incólume. Apenas comenzaba a enfriarse. Me gustaba dormir con mi papá porque su cuerpo era muy cálido y me sentía arropado, protegido. Aún duermo con su cobija, como si la calidez y protección que siento fuera la misma suya. Pero ese cuerpo ya no era cálido, ya no me podía responder el abrazo ni se podía enojar porque le besara la frente calva, era mi papá, pero ya no era mi papá. Fue el primer estallido de llanto, el encuentro con la muerte frente a frente, cara a cara, pecho contra pecho. Luego entró mi hermano, me abrazó y se santiguo frente a esos restos mortales que ahora dependían de nosotros.

Vendría el segundo viaje difícil, el más difícil. Había llegado a Medellín en ambulancia y en ese momento me devolvía en un carro funerario, mirando por la ventana con episodios cortos de llanto y con el cuerpo de mi papá empacado en un forro negro, moviéndose solamente a voluntad de las curvas del camino. También fue un viaje rápido pero por mi cabeza alcanzaron a pasar años y años de recuerdos de personas y momentos que tenían que ver con el hombre que hacía unas horas había dejado de ser. Pensaba en unos grados que para entonces eran lejanos pero que hoy, a dos años de su muerte, se acercan rápido. Llegarán dos invitaciones y no tendré que decidir si dejar a mi hermana por fuera; llegarán dos invitaciones y ninguna será para él. Pensaba en su agrado por los niños, en que los hijos que no tengo solo podrán conocerlo por las historias que yo pueda recordar o inventar y por las escasas fotos que nos quedan, las últimas, de un viaje a Apartadó, a su querido Urabá. Lo que fue, lo que dejó de ser, lo que siguió siendo después de su muerte, lo que será…

Al día siguiente, durante el entierro, lloré por última vez. Tuvieron que pasar dieciséis meses para que volviera a llorar por su muerte. Dieciséis meses hasta un jueves de diciembre cuando, a bordo de un bus, dejaba atrás la región de Urabá. Esa que él tanto amaba, en la que vivió muchos años y la que lo recibió cuando yo no había cumplido un año, huyendo de amenazas contra su vida, de la que partía esporádicamente para visitarnos a mi mamá y a mí, a escondidas. Atrás quedaba el Urabá que visitamos en el último viaje que hicimos juntos. “Mi felicidad es el mar”, nos decía a mi hermana y a mí, y cada que se le presentaba oportunidad, iba a reencontrarse con ese amigo gigante, a volverse un niño junto a nosotros entre la arena y las olas.

***

Mi papá tuvo dos viudas en su velorio, suponiendo que mi mamá cuente como una de esas. La otra, vestida de negro y lágrimas, fue compañera suya en sus últimos meses de vida. Trabajaba en Barbosa pero vivía en Caldas. No recuerdo ni su nombre. Esa fue la última vez que la vi. Era puta, como todas esas mujeres hermosas y encantadoras que enviaron uno de los ramos de flores más grandes del velorio, que se agolparon en la esquina de la calle de las putas y de la casa de mi papá para ver pasar el sepelio con respeto y después seguirlo desde atrás, que dejaban flores artificiales de vez en cuando en su tumba, como Johana, como Lolita, como tantos nombres escarchados que ahora no puedo recordar. Las putas también lloran por amor, quizás no lo hagan por nada más, y si lo hacen, nunca es como cuando lo hacen por amor. A ella, a la viuda, la abracé; me senté con ella, le ofrecí una aromática para que se calmara, le conté cómo había pasado todo… Le agradecí.

Los rituales se parecieron un poco a lo que me había imaginado el día anterior, desde el velorio hasta el entierro. La muerte también se puede convertir en una rutina aprendida. Salimos de la iglesia, yo no quise cargar el ataúd, aunque caminé todo el tiempo junto a él, con las mujeres de mi vida agarradas a mis brazos, mi mamá a un lado y mi hermana al otro. En la primera esquina, frente a El Nogal, la cafetería donde tomaba tinto casi siempre, donde nos invitaba a tomar perico para acompañar los buñuelos, el cortejo se detuvo a escuchar una canción popular, “Adiós a un amigo”, que sonaba por encargo de un tío mío, cuñado de él, hermano de mi mamá, quizás, su mejor amigo. Volví a llorar.

Aunque la vida termine, lo que viene después de la muerte para quienes por ahora seguimos vivos es una historia que se sigue escribiendo: la de la memoria que pesa o la de la memoria que sana, la de los recuerdos que se amarran a la pata de la cama para que siempre estén antes de dormir, o que se acurrucan debajo de la almohada para que salgan volando cuando ya no se sientan cómodos. Esta historia no es justa ni para sus 63 años de vida ni para los 21 que pude compartir con él, pero la historia de la muerte sigue siendo, en el fondo y a pesar de todo, la historia de quienes podemos contarla.

***

Mientras estabas en el hospital, antes de decir que no te querías morir, cuando yo pensaba que estabas exagerando, me decías, una y otra vez: “Hijo, estoy cansado, estoy cansado”, y llorabas, y tu cara de dolor vaticinaba mi cara de angustia desde que no estás. “Estoy cansado, hijo… Juanda, estoy cansado”, repetías tu lamento. Te extraño, pero ya no estás más cansado, Papá.



viernes, 28 de marzo de 2014

Desterrado

A manera de prólogo
No es común prologar una entrada de blog, y menos aún ser uno mismo quien lo haga, pero esta entrada lo amerita. Este blog está a nada de hacer parte del cementerio virtual a donde van a parar todos los proyectos fracasados. Pero sigue aquí. Vuelvo con una excusa muy específica. Como última electiva estoy viendo un taller de escritura creativa, por lo que, ocasionalmente, he vuelto a escribir cositas. Este texto fue el primer ejercicio. Partimos de una novela colombiana llamada Señor que no conoce la luna, de Evelio Rosero. A decir verdad, una novela bastante extraña. El tema a trabajar fue el encierro, y el ejercicio, escribir una carta desde algún tipo de encierro físico o psicológico. No sé qué tan leal haya sido al ejercicio, pero aquí está el resultado, que guarda especial importancia por ser el primer escrito de este tipo en muchísimo tiempo (el archivo del blog lo demuestra). No es más. Estaré publicando algunos de esos ejercicios y tengo en mente un proyecto virtual muy distinto a éste. Ya veremos. Les dejo mi "carta desde la prisión" y, por razones aparentemente ornamentales, esta pintura de Oswaldo Guayasamín.


Aquí estoy mejor. Es posible que todavía no lo entiendas y entiendo que no lo hagas. Nunca pretendí que mi decisión fuera bien tomada por nadie. No esperaba recibir golpes en la espalda, palabras de apoyo, conmiseraciones ni falsas expresiones de comprensión. Aun así, llegaron y también lo entiendo.

Mis amigos no sabían qué más hacer, sentían la responsabilidad de decir algo, de manifestarse. Pero yo sentí más sinceras las expresiones de desaprobación, como la de Clarita. Lloraba, desgarraba las palabras y los gestos y me golpeaba sin fuerza pero con rabia. Ella no me quería hacer daño, y quería que yo no me lo hiciera tampoco. Que hay más caminos, que siempre se encuentran soluciones, que no todo está perdido, que esto y que lo otro. No sé si ella de verdad creía que había alguna solución, pero su rabia era genuina, como no podía ser de otra forma. Es más fácil fingir amor o cariño que hacer lo mismo con la rabia o la tristeza.

Ella me conocía más o menos bien, y sabía que no era una decisión que fuera a echar para atrás, y quizás por eso su actitud, como si me diera por muerto anticipadamente, como si en mis ojos decididos viera la imagen inexpresiva del rostro a través del cristal cuadrado de un ataúd nuevo, reluciente, tallado a gusto de los dolientes. Como ella fueron muchos, aunque no todos me insultaban con tal intensidad.

Supongo que has hablado con Diego desde que me fui, y que conoces su versión de la última conversación que tuvimos. Sabes que confío en él, tanto como para no querer desmentir nada de lo que te haya podido decir. Es un hombre recio, centrado, maduro desde pequeño, o por lo menos desde que lo conozco. No sé bien si fue que la vida pulió a golpes su carácter, o es de esas personas extrañas y escasas, demasiado racionales, que parecen tener todo bajo control en cualquier momento por imposible que parezca, incluso siendo demasiado jóvenes. Cuando fui a despedirme de él no fue la excepción. Desde que me vio, noté por su expresión que ya sabía el motivo de mi visita. No fue necesario decir mucho, ni dar explicaciones. Tampoco las pidió. Yo sabía, sin que me lo dijera, que no estaba de acuerdo. Él sabía, sin que yo le dijera nada, que no necesitaba que nadie estuviera de acuerdo, y que mi decisión no dependía de eso. Quizás por eso estaba tan molesto. Más que mi partida, le enfurecía saber que no podía hacer nada, sentirse impotente, maniatado. La terquedad no le daba para intentarlo, si quiera. Por eso, lo último que le dije fue que no se sintiera mal por no haber intentado nada. En ese momento, vi un cambio en su rostro que me tranquilizó, en sus ojos cesó el rojo de las pequeñas ramificaciones capilares, y dio paso a una capa mucosa que me mostró la tristeza que había tratado de ocultar durante toda la conversación. Aunque sea difícil fingir tristeza, a veces resulta más útil disfrazarla, tratar de engañar con algo de desaprobación y decepción.

A Diego y a Clarita les guardo una inmensa gratitud por eso, por no haber comulgado con mi decisión, por hacérmelo saber de una u otra manera. En medio del desgano con que pudieran haberlo hecho, incluso al margen de éste, siento que fueron fieles a mí y a sí mismos hasta el último momento. No puedo decir lo mismo de la gente que me apoyó. ¡Hipócritas! ¡Moralistas! Decían que me entendían, que habrían hecho lo mismo que yo en mi situación, o que no, pero solo por falta de valor. Yo no quería, no quiero, ser un héroe para nadie. No fue para eso que decidí irme. En la cara de todos, indistintamente, sentí el pesar, la piedad, la compasión. “Pobre hombre, tan débil, tan perdido”, era lo que debía pasar por la mente de cada uno de ellos mientras me abrazaban y me ofrecían toda la ayuda que pudiera necesitar, aunque eso les acarreara problemas. Solo tengo una cosa que agradecerles: fue por ellos que me afirmé en estar haciendo lo correcto. Entre otras cosas, necesitaba huir de gente así, pero sobre eso te hablaré después.

***
Atesoro la última conversación que tuvimos, como otras tantas, pero más. Sabes que le temo al olvido, aún hoy, estando lejos y después de haber decidido irme para siempre. No es lógico que te escriba después de ese “para siempre”. Incluso puedes leer cada una de estas palabras como una muestra de debilidad o como un flaqueo en mi decisión. Pero pronto llegará el momento de hacerlo efectivo en la escritura, sólo en la escritura, y entonces, para el mundo, será cierto que fue para siempre.

Siempre me recriminaste, con algo de cariño, que le temiera tanto a esa desaparición simbólica que es el olvido. Quizás tenías razón, quizás pretender ser recordado es una muestra de vanidad y de egolatría. Quizás sea cierto que somos apenas una mota de polvo en la historia, y que si las personas pretendieran recordar todo lo que las antecede el presente sería un caos de nostalgias y remembranzas sin sentido, un eterno retorno, un estado de marasmo donde todos viviríamos en nombre de los muertos y no de los vivos. Siempre fuiste demasiado optimista con eso de que hay que pensar en los vivos para asegurarse el presente y, con algo de suerte, un poco del futuro. Pero yo no. Aún si te diera la razón en todo esto, como probablemente lo esté haciendo, mi miedo al olvido no depende de la fuerza de la razón, sino más bien de la fuerza de todo lo que no podemos explicar, aunque le dediquemos una vida entera a intentarlo.

Por ese miedo, lo primero que hice al llegar aquí fue tomar un papel y escribir esa conversación, después de habérmela repetido durante todo el viaje para que no se me fuera a escapar ningún detalle. Por ese miedo, quiero escribírtela tal y como salió en ese momento, para que no la olvides, aunque decidas quemar esta carta o dejarla guardada en un cajón hasta que el olvido de cuenta de ella:

Fecha: 29 de junio.
Lugar: El rinconcito (no podía ser otro).

Yo: ¿Llego tarde?
Ella: No, acabo de llegar también.
Yo: Entonces los dos llegamos tarde.
Ella: Sí, los dos somos culpables, y por ahí derecho, cómplices. Ninguno de los dos pondrá el denuncio.
Yo: ¡Qué conveniente! (Entonces ella se ríe, y yo siento que me succionan los intestinos). ¿Pedimos?
Ella: No, ya pedí, por los dos.
Yo: Bueno, gracias (su cara cambió, se puso seria, o triste. No sé. La amo, pero nunca aprendí a leerla).
Ella: ¿Nos vamos a demorar?
Yo: Solo lo necesario (en ese momento, nos quedamos en silencio, miramos alrededor, evitamos mirarnos, o lo hacemos de reojo y por poco tiempo. Parecemos dos enamorados durante la primera cita, que nunca han hecho el amor, que no se han hecho daño, que no saben si van en serio o no, que no saben nada, que solo juegan. Llega lo que ella pidió, no me sorprendo. Entonces, los dos tomamos un sorbo, para aclarar la voz, quizás. La miro). Me imagino que tienes muchas preguntas…
Ella: Tengo muchas dudas, pero llevo todo el día pensando cómo volverlas preguntas y no se me ha ocurrido nada.
Yo: Me ayudaría mucho que me preguntaras.
Ella: No es que no quiera, es que no soy capaz.
Yo: Bueno, yo tampoco sería capaz.
Ella: Claro que sí. Vos siempre fuiste capaz. Lo que pasa es que nunca me preguntabas para que yo terminara diciendo todo por mi cuenta. (Me río y me sonrojo. Estoy descubierto desde hace más tiempo del que creía. Pero esta vez soy yo quien debe dar respuestas).
Yo: Bueno, ni modo. Voy a tratar de ser claro, pero no prometo nada.
Ella: Lo imagino (no entendí muy bien qué quiso decir con eso, pero tenía mucho en qué pensar como para quedarme ahí).
Yo: Muy bien… No quiero que pienses que me voy por tu culpa, pero tampoco quiero que pienses que no lo hago por tu culpa…
Ella: Claro, entiendo (en ese momento entiendo lo que había querido decir antes. Estaba enojada, y la situación no prometía mejorar).
Yo: No espero que lo entiendas, ni ahora ni después. Vos sabés que son muchas cosas, y que entre todas esas cosas también estás metida. Vos sabés que todo esto es más de lo que puedo aguantar, que si me quedo me voy a morir.
Ella: Yo no sé nada ¿Cómo voy a saber? ¡¿Cómo carajos voy a saber?! (Lo veía venir, pero no estaba preparado. Nunca se está preparado. En ese momento, sentí que me succionaban los intestinos de nuevo, con más fuerza. Sentí que me desgarraba).
Yo: Sabés lo suficiente (no era cierto, pero no encontré qué más decir). Pero ese no es el caso.
Ella: ¿Cómo que te vas a morir? ¿Es que huir no es otra forma de morirse? ¿Morir huyendo no es la forma más cobarde de morir? (Tanta sinceridad me enfermaba. Muchas veces consideré que estaba actuando como un cobarde, pero me consolé pensando en que también se necesitaba valor para hacer lo que iba a hacer).
Yo: ¿Y para qué me quiero quedar? Según vos, si me voy también me muero, pero si me quedo, aún sin morirme, ¿cómo voy a seguir viviendo así, como si nada?
Ella: ¡Sos un egoísta de mierda!
Yo: Claro, pero que vos querás que me quede para no sentirte mal no es nada egoísta.
Ella: Ese no es el punto…
Yo: Claro que no. Dejame seguir. (En ese momento la botella ya iba por la mitad. Tomé otro sorbo para agarrar fuerzas y porque no quería que se me quebrara la voz. Ella siguió mirándome sin decir nada, esperando para escucharme). Quise hablar con vos por pura cortesía. Esta conversación ya es demasiado incómoda para mí, y nunca me gustó que ningún momento con vos fuera incómodo. Me voy porque es lo último que puedo hacer, porque es lo único que quiero hacer. Morirse no es deshonroso, todos lo vamos a hacer. Pero no puedo seguir aquí. Es simplemente eso.
Ella: “Simplemente”, como si fuera tan fácil. Vos tenés una decisión y, al parecer, no puedo hacer nada. Pero no sos capaz de explicarme nada.
Yo: Que te explique no significa que lo vayas a entender.
Ella: Quiero entender solo una cosa… ¿Yo qué? Decime egoísta todo lo que querás, pero, ¿es que no te importo nada?
Yo: Claro que sí. Lo sabés. Te amo y todo lo demás, pero eso ya no importa. Nadie puede vivir ni morir por amor. El amor está sobreestimado, ha sido llevado más allá de sus alcances y posibilidades, y ha sido dotado de un montón de virtudes y cualidades que son imposibles dentro de lo humano. El amor ha terminado por encima de lo que las personas podemos ser y hacer. Por eso, aunque estés vos, no puedo considerarte para tomar esta decisión. No me puedo amarrar así. Pero que no te quede duda de que no he dejado de sentir por vos (en ese momento, era inevitable, se me quebró la voz).
Ella: Definitivamente no soy capaz de entender. ¿Me vas a decir algo más o vas a seguir repitiendo todo lo que para vos es inevitable?
Yo: Creo que no tengo mucho más qué decir.
Ella: Está bien (se levantó y fue al baño. Mientras tanto pagué y me despedí del hombre de la barra como si fuera a volver pronto. Salí como si la fuera a esperar afuera. Siento que esa fue la única huida cobarde. Quizás ella piense que fue la más cobarde, o no).

Viéndola así, no parece una conversación muy larga. Incluso parece una conversación prescindible. No tendríamos que habernos visto para eso. Pero no era para hablar que quería verte. Sólo era eso, quería verte por última vez. Las fotos que tengo se van a volver viejas, se van a romper o las va a dañar la humedad. Ahora te imagino saliendo del baño con la cara húmeda, buscándome en el sitio, preguntándole al hombre de la barra por mí, preguntándole cuánto debías, saliendo a comprobar si estaba afuera.

***

Después de todo, siento que te debo una explicación, aunque ahora, como antes, tampoco prometo ser claro.

Necesitaba irme para sentirme libre. Todos nos estamos yendo todo el tiempo, de lugares, de personas, de momentos. No estamos hechos para quedarnos en ningún lugar. Quedarse es una forma de cobardía, de facilismo y comodidad con la vida. Más allá de todo lo que me pudo haber pasado, de lo que pudo haber precipitado mi decisión, que está de menos, ya llevaba mucho tiempo pensando en esto. Bien que mal, la vida de nadie puede estar sujeta a otras personas o a otros lugares, solo por haber nacido allí o por compartir sangre y rasgos físicos. ¿Y si la vida es más que eso? ¿Si la vida es más que una familia, unos amigos y una nación?

Pensar así no me ayudó. A muchos no les gustaba, les parecía que hacía falta tener adscripciones para vivir, estar anclado a algo. Pero estar anclado, como un buque viejo, no puede ser considerado un modelo de vida. No fue para eso que se construyeron los buques.

Sabes de mi terquedad al opinar. Esa terquedad me implicó ciertas discrepancias que, al principio parecían naturales y manejables, pero que con el tiempo se fueron radicalizando, y comenzaron a ser leídas como un peligro por quienes no estaban de acuerdo conmigo. Aun no entiendo muy bien qué tan peligroso resulta pensar algo en lo que nadie va a estar completamente de acuerdo con uno. Yo era una isla, y lo sabía, y me sentía bien con eso, pero no me iba a callar.

A vos no te importaba demasiado. Me decías que era demasiado pesimista, oscuro, romántico, o como fuera, que no entendías como podía vivir de una forma pensando que no estaba bien vivir así. Y tenías algo de razón. No dejo de preguntarme cómo es que me preocupo tanto por la memoria y el olvido, si la memoria es lo que finalmente, más allá de la sangre o los documentos de identificación, nos ancla a todo lo que queremos. Tendríamos que olvidar todos los días para desapegarnos de todo lo que aprendimos a querer por la fuerza de la costumbre. No estoy seguro de ser capaz de vivir así.

Lo cierto es que aquí no conozco a nadie. Soy como un marinero en puerto nuevo, con todos mis recuerdos y cicatrices a cuesta, pero dispuesto a dejar todo atrás. De vez en cuando veo caras que me resultan familiares, pero no les importo, y eso me gusta. Me resultan familiares porque me recuerdan a alguien a quien nunca volveré a ver. Ahí está el doble juego.

No huí porque quisiera hacer realidad una vida aislada del mundo o de todo contacto humano. Menos ahora, que vivo en una ciudad atestada de gente, que por lo menos triplica las almas que vivíamos allá. Todas esas discrepancias me empezaron a generar encuentros desagradables. Mi pensamiento de apátrida ameritaba ser tratado como tal, según ellos. Los chistes se fueron convirtiendo en amenazas. Aunque nadie me comiera cuento, mi pensamiento afectaba la cohesión del grupo (aún no sé bien de qué grupo). Y bueno, resultaría muy paradójico que alguien que no cree en la identificación con entidades superiores terminara ofreciendo su vida en nombre de esas mismas entidades.

Aquí suena muy racional. He tenido tiempo para racionalizarlo, pero mientras estuve allá no terminaba de comprender. En realidad, todo me parecía muy confuso. No amo el himno pero disfrutaba mirar el cielo desde esas tierras; no creo en la mística que se atribuye a la familia, pero no cambiaba los almuerzos de domingo con mi mamá por nada del mundo; no me gustaban las banderas, pero de vez en cuándo disfrutaba ver un partido de fútbol con el torso desnudo de fanatismos. Aprendí a vivir de manera estoica, con lo necesario, sin generar demasiadas expectativas sobre las cosas que me gustaban, pero disfrutándolas. Con vos fue distinto, ya sabés. Aunque no deposito tantas esperanzas en el amor, disfrutaba estar contigo tanto como pudiera. Y bueno, el que no tenga contradicciones que tire la primera piedra.

La rabia se fue apoderando de mí. ¿Cómo es que no podía sentirme de nadie y de ninguna parte, así, tan impunemente? Creo que sentían, equivocadamente, que ello era una muestra de grandeza innecesaria de mi parte. Que vanidosamente estaba prescindiendo de todo, como si  fuera autosuficiente y todo a mí alrededor sobrara. Pero no, al contrario. Creía, y creo, que somos demasiado pequeños como para pretendernos más de lo que somos. Que la grandeza y la vanidad se encuentran en quienes buscan sumarse, juntarse, fusionarse, perderse en medio de la multitud. Ahora yo estoy perdido en medio de la multitud, pero no soy nadie, soy una cabeza más en medio de un mar de cabezas que caminan todos los días hacia cualquier lugar. Soy más pequeño que nunca, soy todo el mundo que puedo soportar. Sigo encerrado, pero controlo todo lo que pasa en esta prisión que decidí aceptar voluntariamente.

Si no hubiera pasado todo lo que te he contado de forma vaga, seguramente seguiría allá, pensando en irme, en salir, en huir, pero sin decidirlo aún. Y no es que agradezca. Habría preferido tomar la decisión tarde que ser presionado a tomarla temprano. De tantas huidas posibles, la muerte no estaba contemplada en mi lista de opciones. ¿Cómo morir por lo que pienso? Sería una gigantesca expresión de vanidad. ¿Y si los miles de millones de personas del mundo decidieran morir, cada una, por lo que piensa? Sería llevar la idiotez colectiva llevada a su más ecológico límite.

No espero que te haya quedado muy claro después de esto. Pero quizás ahora sea menos confuso que antes. Por lo pronto, procuro perderme todos los días. Pero sigo cargando todos mis recuerdos, en especial el tuyo. Te amo, y te recuerdo para no extrañarte. Con el tiempo es posible que ni te recuerde ni te extrañe, ni vos a mí. Cuéntales de estas cartas a Diego y a Clara, hasta donde te sea posible. Y claro, salúdalos de mi parte. Solo no les digas que pienso que van a terminar enamorándose algún día, y que serán la pareja más feliz que sus amigos puedan conocer en mucho tiempo. O no les digas nada, solamente que aquí estoy mejor. Ahora, de nuevo, como antes y como seguirá siendo en adelante, me voy.

lunes, 15 de abril de 2013

Presagio


Nací viejo. Sin embargo, debo reconocer que esta es una visión sesgada del asunto. Lo es porque no nací hoy, ni en el transcurso de los últimos días. Soy injusto con quien era cuando nací. Aún, puede que sea injusto con todos los que soy hoy. Como me recuerdo, nací viejo. No tengo más prueba que la primera fotografía de mi vida. No tenía dientes, ni caja de dientes, ya traía la piel arrugada y los ojos pequeños, como cansados. Pero sigo siendo injusto. En esa fotografía tengo una mueca de sonrisa. Nadie sonríe cuando nace. Como es lógico y es debido, lloré. Pero justo ahí, parezco riendo. De esto no tengo más prueba que mi recuerdo de la primera fotografía. La humedad dio cuenta de ella, no sé si aún exista. En últimas, parece que no tengo pruebas para demostrar que nací viejo y cansado, pero con una sonrisa en la cara. Me queda un último recurso: quien soy hoy, aun viejo, aun cansado… aun sonriendo.

jueves, 24 de mayo de 2012

Fragmentos sueltos

Ideas sin desenlace, historias sin final con todos los finales posibles, pensamientos que surgen en un bus o en medio de una clase. Lo fragmentario también tiene lugar.


Voces mudas de una angustia latente, que palpita y palpita, corazón delator de más preguntas que respuestas. Angustia de una duda que no revela, que no ilumina, que permanece copiosa sin otra opción que aprender a vivir con ella, sacudiéndola a veces, poniéndole flores de vez en nunca.

***

Me gusta el color del extremo del cigarrillo al fumar. En el momento preciso en que aspiro el humo toma un color rojizo, magma cotidiano, y entonces, me doy cuenta de que en medio de tanto gris, incluida la ceniza del mismo cigarrillo, es lo más cercano y parecido que tengo a un atardecer en llamas.

***

No hablaré de nadie. No contaré la historia de nadie. No escribiré sobre las venturas y desventuras, amores, desamores y tragedias de ningún héroe, ni público ni privado. Hoy he decidido hablar de mí. Soy el narrador. Me conoces, y bastante bien que lo haces. Me recuerdas más fácilmente que al personaje de ese libro que leíste en sexto grado, a ese que pintaba cuadros. Sé que me recuerdas más que a la dulce niña que pintaron las páginas de tu infancia. Sé que me recuerdas, y de paso te importo, mucho más de lo que puedes recordar a todas las marionetas humanas que has leído, que te has inventado y reinventado, que les has puesto cara. Después de todo, en medio de tanta mentira el único que siempre ha sido real he sido yo.

***

Me gustan los reflejos. Me gustan mucho los reflejos. Me puedo quedar ratos largos contemplando la imagen que se reproduce en un vidrio, en un espejo, en un charco. Puedo estar viendo lo que me interesa, y al mismo tiempo estar mirando hacia otro lugar. Estoy evadiendo mi responsabilidad de haber mirado, haciéndome el indiferente. Eso a veces puede resultar muy útil. Por eso me gustan los reflejos.

***

He vivido atrapado entre el impulso de la escritura, y el deseo de la lectura. También, entre la pretensión de la escritura, y la pretensión de la lectura. Entre la ilusión de la escritura, y el tedio de la lectura. 

***

Juzgarnos sería fácil. Solo necesitaríamos una cosa: vivir la vida del otro, vivir la vida por el otro. Y entonces, si fuéramos capaces de tal proeza, de tamaña entrega, ya no sería necesario hacerlo, ya no seríamos capaces de juzgarnos.

***

Algún día este mundo será de los desposeídos, de los bastardos, de los "ninguneados", de los anónimos innombrables, de los desarraigados... Y ahí estaré, ahí estaremos, recibiendo un mundo que no será nuestro porque no será de nadie, pero que será más nuestro que nunca. Un mundo que no será este mundo.

martes, 22 de mayo de 2012

Con tu rostro

Duelen las miradas perdidas
como duele el mundo todo
y todo parece sin vida,
venerable mentira fugaz
uno, dos, tres, ningún sueño roto.

Dos palabras, una sonrisa,
tres explosiones. Revolución
de la vida simple, brilla
el delirio de no saberse
perdido entre tanta prisa.

Ruta sin escape posible,
los fantasmas pesan adentro,
no se sacan de las maletas,
son los compañeros de viaje.
Suena música, “no te vayas”.

Sonidos animales, el sol,
la vida vista sin marco,
deseados paisajes extraños.
Mis pasos sin son ni ton, son ton,
caminando tras nuevos colores.

¿Qué pesa hoy sobre su suave
clara espalda? ¿Qué sonríes?
Este mundo gira de revés.
parece no haber qué calme
la ansiedad sobre nuestros pies.

Juntos, la vida pesa menos,
falaz ilusión balbucida.
La vida no pesa, transita.
Todo vale menos que nada,
pobre nihilismo simplista.

Aman las entrañas vibrantes,
suenan canciones de un día,
la débil memoria no olvida
que fueron felices amantes,
tomaron estrellas sin antes.

Sobre una mujer ausente
caminan hoy las esperanzas
de las vidas siempre posibles.
El vacío que se hace presente
y que describir no alcanzas.

Es sincero el desarraigo,
saberme, quizás, fuera de ti,
tantas cosas fuera de sitio,
tantas pocas vidas por vivir.
Si algo intento decir,
es que siento que te necesito.

No jugamos al dolor,
no juguemos al olvido.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Bien guardados, como en una libreta

Llevaba en su libreta varias historias sin contar, relatos fragmentados, imprecisos, cargados de lamento, de dolor –algunos más que otros- y un par de sonrisas cotidianas, de las que se reciben sin necesidad de que sean expulsadas de la cara por una genuina alegría ni por un asomo de felicidad.

Recordaba a una niña, bien morena, bien peinada, bien inquieta, que se le había acercado cerca de la rivera de un río de algún pueblucho lejano, solo para preguntarle cómo era el Metro que había visto algunas veces por el único aparato de televisión del pueblo, que quedaba en la caseta comunal de la plazoleta, y que a pesar de la llovizna permanente de la imagen y del sonido rasgado por la mala señal de la antena, era la única forma en que las personas de ese pueblucho lejano, bien morenas, bien despeinadas, unas más inquietas que otras, podían ver lo que pasaba en las capitales e imaginarse alguna vez en ellas, atravesándolas, viviéndolas, y pocas veces, sufriéndolas. Había también una decena de radios en las no más de treinta casas, y alrededor de éstos se hacían más vecinos, aunque los vecinos casi siempre tenían alguna cercanía familiar, porque en un pueblo tan pequeño, con tan poca gente tan parecida, todos terminaban siendo, en algún grado, familiares de todos. Pero la radio, que les permitía imaginar más, se había vuelto menos atractiva, y cuando el agite de las labores del campo y del río dejaba poco tiempo y poca disposición a la imaginación, era mejor llegar a la caseta donde la televisión ya tenía la mitad del trabajo hecho.

Recordaba a aquella niña morena, despeinada e inquieta, más que por la pregunta, que aparentemente no encaraba ningún desafío para una periodista joven pero avezada, por la sonrisa que dejaba ver la falta de un par de dientes, que comulgaba con los ojos medio rasgados y que casi danzaba al son del acento rivereño. Esa sonrisa, que le recordaba los posters que había en varias de las oficinas del Instituto, en las áreas de ciencias humanas, así como en un par de documentales sobre las regiones más pobres de un país, de cualquier país, Colombia, Haití o Angola, donde se repiten historias parecidas. Esa sonrisa, al mismo tiempo, le recordaba los sueños que tenía durante sus primeros semestres de comunicación social en la facultad. En la sonrisa de aquella niña, de nueve años a lo sumo, se condensaban muchos de los motivos porque había decidido llevar una libreta y una grabadora por el resto de su vida, motivos que estaban cargados de ideales juveniles, de preocupaciones de país, de preguntas que ella pensaba que eran propias de la curiosidad de los primeros años aunque no lo fueran, de un par de compromisos con los que había decidido guardar distancia sin dejarlos de lado.

Esa periodista joven y avezada no escribió nunca la historia de la niña que no necesitaba tener la dentadura completa para atraparla con su sonrisa. No sabía cuál era esa historia, porque la pequeña solo se había acercado a preguntarle por algo que había visto algunas veces en televisión y que sabía que ella, que venía de la ciudad, debía conocer, literalmente, desde adentro. Su convicción de periodista, sin embargo, le aseguraba que ella tenía su historia, que detrás de ella había toda una realidad por contar, que esa sonrisa, la piel morena, los pies calzados pero sucios al borde del río, en un pueblucho escondido entre las selvas de su país, encarnaba una historia que despertaría más que un par de sentimientos. El dolor de la pobreza, la felicidad de la ignorancia, la mística de las tradiciones casi intactas, cualquier asunto que requiriera de solo dos sustantivos bien usados para ser titulado y parcialmente descrito. Hubiera podido empezar con una frase emotiva como “El sonido del caudal del río se vio interrumpido por una sonrisa brillante como granos de maíz…”, aun sabiendo que usaba una forma de escritura poco recomendada por sus profesores, que llevaban años en un oficio que aún entronizaban e idealizaban; o podría haber comenzado con algo más rígido como “En el último año, según cifras del Instituto Nacional de Cifras, uno de cada tres niños en el Chocó murió a causa de enfermedades tratables ligadas a problemas de malnutrición”. Pudo comenzar la historia de muchas formas, pero sabía que en ninguna de ellas la sonrisa de la niña de no más de nueve años, morena, despeinada y algo inquieta habría sido el tema central. Habría sido solo un recurso pictórico, una forma de ambientar, de ponerle carne y rostro a una de tantas desdichas humanas que había tenido que presenciar durante su vida periodística. En últimas, no habría sido la historia de la niña la que habría contado, y ningún editor le habría permitido pasar un texto, ni siquiera corto, donde describiera el encuentro casi mágico que le había recordado sus diecinueve años y sus motivaciones y preocupaciones más íntimas, porque eso a duras penas pasaría por la seguridad de un diario.

Esa historia había quedado guardada en su libreta, en unos apuntes dispersos escritos a manera epistolar, como si quisiera compartirlo con alguien, una carta que la tenía a ella misma como destinataria. Esas historias no contadas, no desgrabadas, no estructuradas, viajaban con ella en su cartera, y cuando se sentía deprimida, cuando sentía esa vocación vuelta frustración sobre la que había leído alguna vez en letras de un periodista latinoamericano de nombre más recordado, volvía a ellas, y en vez de leer historias leía sensaciones, y sonreía, o suspiraba, o alternaba suspiros con sonrisas, más sencillas y más tímidas que las de una niña que no tiene nada y que vive en la mitad de la nada, y que para la mayoría del mundo significa menos que nada.

Con esa cartera en la que llevaba la libreta en la que llevaba las historias que no eran historias porque nadie había contado, llegó al café a eso de las diez y cuarenta de la mañana. Tenía una entrevista, y aunque faltaban cerca de veinte minutos para la hora del encuentro, la experiencia y un par de profesores le habían enseñado que la puntualidad era una actitud fundamental para construir ese preciado bien que tanto creen cultivar en las facultades de comunicación: la credibilidad. Más allá de eso, llegar temprano le permitía tomar un café con paciencia, sacar la libreta y el lapicero rojo (recordaba un viejo programa de televisión donde había escuchado que escribir en colores distintos al negro ayudaba a estimular el hemisferio derecho del cerebro), preguntarse por lo que quería saber, y revisar por última vez el cuestionario propuesto como guión para la conversación. Sin embargo, los motivos para llegar ese día temprano eran distintos. No era una entrevista cualquiera, no estaba esperando a una fuente, sino a una persona, y de cualquier manera, así como toda entrevista debía constituirse en una conversación, toda conversación, no tan en el fondo, terminaba pareciéndose mucho a una amena entrevista.

Sería previsible que estuviera esperando a alguien amado, a alguien con quien hubiera soñado cinco de las últimas siete noches, despertándose ligeramente húmeda en dos de ellas. Sería muy previsible, pero un café al que se puede llegar en Metro no es el lugar clásico ni convencional para un encuentro amoroso, y menos a las once de la mañana, aunque tampoco es un lugar vetado para la conversación de dos personas que se miran con una expresión que tienen guardada exclusivamente para ellas. Durante los veinte minutos de la espera pide un café expreso; saca un libro que tiene comenzado, lo abre y ojea la página donde tiene puesto el separador, lo cierra y lee la contraportada, mira la portada, lo guarda de nuevo en la cartera; toma un sorbo suave que busca medir la temperatura con que llegó el café; mira sobre su izquierda, a la calle, pasan dos, cinco, siete personas en dos minutos; toma otro sorbo, ahora más decidido; pasa una persona, un viejo con las manos atrás, y nadie más en los siguientes dos minutos; mira el reloj, lleva ya diez minutos allí sentada; mira el televisor del café por momentos, sobre su hombro derecho. Todos son movimientos más o menos automáticos, poco conscientes, poco intencionados. Cuando son las 10:56 en el reloj del lugar, las 10:58 en su reloj de mano y en su celular (siempre sincronizados), las 10:55 en el reloj de grande y pesado de la iglesia que queda a una cuadra de allí, llega él. En el transcurso de esos cinco, seis u ocho minutos antes de que llegue no pasa nada, absolutamente nada. Son cinco, seis u ocho minutos perdidos en la historia, en lo eterno, en lo vacío. Cinco, seis u ocho minutos que no se recuperarán nunca, porque nunca se recordarán. Lo que probablemente no olvidará es la conversación que tendrá con el hombre que acaba de entrar, que acaba de poner su mano en el hombro de ella, de saludarla familiarmente con un beso en la mejilla. Él no requiere llegar con mucho tiempo de anticipación, solo busca llegar cerca de la hora acordada, de manera que la persona que llegue en primer lugar, sea él o ella, no tenga que esperar por mucho tiempo. Su criterio sobre el tiempo y la puntualidad es quizá más pragmático.

-        -  ¿Cómo estás?
-         - Muy bien, contento de verte… ya hacía mucho…
-          -Bastante. Qué bien que llegaste a tiempo ¿Diste fácil con el café?
-          -Claro… tus indicaciones fueron suficientemente precisas. Yo sigo siendo igual de distraído, pero logré llegar.
-          -Qué bueno… ¿tomas algo?
-          -Claro-. Y se dirige al mesero: - un café doble por favor, con una de azúcar.

***

Es de noche, ella está sentada frente al computador, no se mueve, no teclea, solo mira la pantalla fijamente a través de los lentes de descanso. A veces lee, por momentos se queda en las letras, pero la mayoría de veces se queda mirando el espacio en blanco entre ellas. Cuando se da cuenta reacciona como si despertara de un mal sueño y continúa la lectura, hasta que el espacio blanco de la página sobre la cual está escribiendo su más reciente artículo la vuelve a atrapar. Escribe un artículo sobre unos viejos de la ciudad, de muchos sitios de la ciudad, que padecen un mal común. Han perdido la humanidad, porque han perdido la memoria, y ya no son lo que eran, no recuerdan lo que eran, ya no cuentan las historias del día, porque están atrapados en historias viejas que ya la familia conoce tanto que reconoce donde ha sido cambiada, donde deja de ser real y comienza a jugar la imaginación deteriorada. Escribe tratando de describir de la mejor manera las condiciones de vida de ellos y de sus familias, pero se le atraviesan por la mente las imágenes impactantes de la postración, de la reducción de la vida a la cama y la silla de ruedas, se le atraviesa por la mente el espacio en blanco, que es el mismo que se supone tienen ellos en la cabeza tras la pérdida de sus recuerdos y capacidades. Se queda mirando el espacio en blanco hasta que la mirada desenfoca las letras que lo transgreden, y como los recuerdos, se hacen imperceptibles, imposibles de clasificar, diferenciar, revivir. Y siente la íntima necesidad de romper con lo que viene haciendo, borrarlo todo, y escribir eso, que hay un espacio en blanco entre las letras, y que si uno se queda mirándolo las letras dejan de tener sentido, y se pierden, y que así mismo pasa con la memoria de las personas que, no obstante haber vivido decenas de años, décadas enteras en contra de la nacional costumbre de morir de joven, dejan paulatinamente de ser.

Ella es periodista, y en esas motivaciones íntimas y a veces secretas que la llevaron a serlo, siempre estuvo la memoria. Recordar, para lo que sea, recordar para derrotar la muerte, recordar para enaltecer la vida, recordar para que simplemente no se olvide. Recuerda (si, uno siempre recuerda) algunas líneas de la conversación de la mañana, la que tuvo con aquel hombre que es un viejo amigo del colegio:

-          -Yo no quiero olvidar, pero es que a veces me da tan duro.
-          -¿Qué?
-          -Eso, vivir siempre con eso. Hay cosas que duelen, y que uno trata de dejar atrás, pero siempre vuelven.
-          -Uno no deja atrás los recuerdos, porque deshacerse de ellos no es así de fácil. Cuando mucho los guarda en algún lugar desconocido. Es tan desconocido que uno no puede ir de vez en cuando a revisar que sigan bien guardados, y sencillamente llega el momento en que se salen, escapan del lugar donde uno los guardo sin saberlo, y vuelven.
-         - Sí, que cosa tan jodida. Nadie es dueño de sus recuerdos…
-        -Todos somos dueños de nuestros recuerdos, aunque no los únicos dueños, los recuerdos son compartidos. Pero nadie tiene poder sobre ellos, por muy dueño que sea.
-         - Olvidar me haría tanto bien.
-          -Sí, quizá tanto como cortarte una pierna. Olvidar es desmembrarse. Negarse es desmembrarse.
-          -Vos siempre con tus metáforas tan carnales. Se te sale la periodista que sos.
-          -No, ¡qué va! cuando soy periodista se me sale la mujer que soy.

El fondo del café está frío y amargo. Es momento de dejar descansar la escritura y levantarse de la silla. Va a la cocina, abre un par de cajones, calienta agua en el horno microondas que está sobre la nevera y prepara un nuevo café, el tercero de la noche. Camina en pijama por la casa vacía y medio oscura. Sale al balcón. Siempre es bueno salir al balcón para refrescar la mente. Ver la calle en la que juegan los niños, con menos dientes pero más oportunidades que aquella niña bien morena, bien despeinada y bien inquieta que habita en su libreta de periodista y que probablemente ya no sea tan niña, ni tan despeinada, ni tan inquieta; ver el alumbrado público, tan amarillo, tan brillante; tragar el aire frío a bocanadas, para enfriar los ánimos y calmar los pensamientos. Piensa que si fuera unos ocho años más joven, en ese mismo momento y en ese mismo balcón estaría fumando un cigarrillo. Lo recuerda con cierta nostalgia. Siempre le resultaron agradables las conversaciones de la universidad ambientadas con el humo del cigarrillo, con buen humo cuando había dinero, con no tan bueno cuando las monedas estaban contadas.

Andrés, que fue con quien aprendió a fumar, decía lo que dicen los fumadores: sentenciaba con tono casi filosófico que “de algo se tiene que morir uno”, y era verdad. Dos balas lo atravesaron a los veinticinco años, en su barrio, por andar preguntando cosas. Los vecinos lo conocían, incluso quien disparó lo conocía, casi desde la niñez, pero él no podía estar preguntando cosas, porque las leyes están por encima de los hombres, y en ese barrio era ley no preguntar más de lo debido. Ella dejó el hábito de fumar, pero no por completo. Esa noche, de tener un cigarrillo a la mano, seguramente habría probado de nuevo su sabor, pero era demasiado tarde como para ir a la tienda. Fumar le recordaba las conversaciones, no solo con Andrés, sino con muchos otros compañeros, un par de profesores y una profesora. Eran los tiempos de soñar, de calmar las ansias del dolor, no del físico sino del otro, del indescriptible, con el humo del cigarrillo, para después sumirse en la angustia compartida, y seguir soñando. Eran los tiempos de soñar fumando, porque los tiempos de soñar a secas aún no se habían acabado.

La niña de la sonrisa, el espacio en blanco entre las letras, las historias sin contar guardadas en la libreta, y aún las historias contadas archivadas a nombre de un periódico, seguían dando lugar a los sueños. Los mismos sueños de niñez, de adolescencia y de madurez, porque la esencia de las personas está hecha de sueños, y los sueños no se van así como así. Los sueños, como los recuerdos, se guardan en un sitio que uno no conoce y del cual no tiene llaves, porque no las necesita. De vez en cuando, cuando uno menos piensa, sin motivo aparente, los que realmente son sueños vuelven, los que no, se mueren en las fosas de los impulsos. Los otros, los que no vuelven ahora, volverán después, porque los sueños deben siempre estar bien guardados, como en una libreta, como historias sin contar que pueden, algún día, ser contadas.