sábado, 19 de noviembre de 2011

Retrato de cualquier noche

La noche no es tan buena confidente como quisiera que creyéramos. Piénsalo dos veces antes de darle a guardar un secreto importante, porque en medio del silencio y la oscuridad, sobre los bríos de la ebriedad y las revelaciones de la nostalgia, nada es tan oculto como parece. Al fin de cuentas, todo tiene que ver con todo, y todas las historias no son sino una, dos cuando mucho, que se repiten al antojo, no del azar ni de ningún dios, sino de nuestra incapacidad manifiesta para reinventarnos en lo cotidiano, incapacidad para sufrir nuevos problemas a los que tengamos que encontrar nuevas tretas y discursos como única salida, o bien, incapacidad para pensar nuevas soluciones, tal vez más simples y menos ingeniosas.

Los olores de la noche no son inocentes, pero tampoco son culpables de sí mismos. El humo se suspende en el aire frío mientras retomas la respiración, bajas el pie de la pared que está contra tu espalda, y decides caminar. Las calles parecen vivas. Están todo el tiempo en el mismo lugar, no se mueven, no cambian de color a pesar del lavado oportuno e inesperado que la lluvia pueda propinar. Pero cada calle son tantas historias, en doble vía, en contravía, en sentido único, que su soledad repentina no puede callarse ante tanto ruido, ante tanta contradicción vital. Y cuando los olores de la noche se mezclan con los de la calle, se confunden al punto de hacer sus límites imperceptibles.

Esta noche soy yo quien escribo, y no lo hago desde la calle, sino desde la comodidad de una silla, en alguna sala, en medio de una casa, en un pueblucho en medio de cualquier lugar, y la calle, pues la calle la traigo conmigo. Se me ha venido pegada a las suelas de los zapatos, y no quita con ningún elemento punzante –la calle bien conoce cómo funcionan y para qué sirven los elementos punzantes- ni con ninguna receta casera. No me malinterpreten, no soy un alma vagabunda, no me llaman calle, ni siquiera creo oler a barrio. No traigo la calle conmigo por voluntad, aunque bien pueda que se me haya venido por puro instinto de rebeldía. No me molesta traer la calle conmigo. A lo que me refiero es a que no soy un alma de la noche, no soy la figura insignia del riesgo ni de la impertinencia, no visto de negro ni maúllo a la luna, aunque reconozco que me pierdo en cada intercambio de luz verde-rojo-verde, en el ir de las luces rojas y el venir de las blancas.




Trato de hacer una imagen mental de la noche, de retratarla, pero cada imagen queda más borrosa que la anterior, más movida, más estallada. La noche no me cabe en la cabeza, y la porción de ella que traigo en las suelas tiene un peso insoportable. Vienen rostros, risas, de nuevo olores, muchos suspiros –que no han de faltar- y pues, no solo no hay manera de encuadrar sino que el enfoque se rehúsa a funcionar.

Cuánta valentía ha de necesitarse para hacer un coctel de letras que incluya en sus justas proporciones un poco de calle, un poco de noche y sentires al gusto. Tarea no solo inoficiosa sino pretensiosa, que algunos podrán (podremos) juzgar de sórdida y reencauchada. Repito, todas las historias no son sino una, dos cuando mucho. Que será de éste envión que carece incluso de historia.

¿Y la música? ¿Y los bailes? ¿Y las riñas? ¿Y los aplausos? Debo reconocer la miopía con que trato de ver ciertas cosas. Este coctel ha sido un completo fracaso. Juguemos a reconocer que es imposible hacer un retrato de cualquier noche, porque cualquier noche no existe, todas las noches son mellizas diametralmente opuestas, en cada esquina, sobre cada árbol, a través de cada ventana. Este retrato de cualquier noche no termina siendo ni una sola, a menos que lo miremos a manera de collage.


Imagen en: http://www.markoztudio.com/etiqueta/autos/