domingo, 25 de diciembre de 2011

Inventario

Dedicatoria evidente.

El tiempo olvida, y la gente olvida las cosas realmente importantes. Pero el tiempo no para, y a veces, de vez en cuando, nos permite recordar. Los recuerdos, que no son fotografías del pasado, sino imágenes presentes de lo eterno.

Él creía que medía sus pasos cuando miraba sus pies, pero sus pies no necesitaban supervisión para caminar. Mirar hacia abajo se le había convertido en una malformación del cuello. Darse cuenta del color de los árboles por las hojas caídas, o de las secuelas de la lluvia por la humedad de las aceras parecía algo normal, pasaba inadvertido. Sin embargo, cuando recordó lo realmente importante levantó la cabeza, y tras un crujido en el cuello, se dio cuenta de que había un cielo, muchos cielos cuyos colores no había podido descifrar; nubes que jugueteaban entre formas y que de vez en vez se hacían sentir deshaciéndose en lluvia; que los árboles envejecen, y mueren, estando de pie, con las ramas fuertes y la piel intacta, aunque todas sus hojas terminen a merced del viento y el tiempo.

Él creía que las marcas en la piel se desvanecían con el tiempo. Sin embargo, cuando recordó lo realmente importante se dio cuenta de que las marcas no desaparecen. Comprendió entonces que la piel se las traga y que viajan por el cuerpo hasta llegar a ese lugar desconocido donde queda la memoria, donde se guardan los recuerdos. Las marcas se convierten en momentos vividos, y la piel queda limpia, pero uno queda marcado allá, muy adentro.

Los suspiros le parecían un comportamiento natural, un reflejo del cuerpo, solo aire que salía huyendo de la estrechez a morir de sobredosis de espacio. Algún día, cuando recordó lo realmente importante, se dio cuenta de que los suspiros eran aire que no cabía en el cuerpo porque un montón de bichitos alados despertaban y comenzaban a volar por dentro, chocando contra las paredes y entre ellos, medio confundidos y medio exaltados. El aleteo repentino creaba corrientes que solo encontraban escapatoria por la boca. Después, el cuerpo reposaba, pero no seguía siendo el mismo porque el aire salía causando estragos, moviéndolo todo, reacomodándolo. Y el mariposario interior quedaba atento.

El inventario de cosas realmente importantes es mucho más largo, pero las cosas realmente importantes van y vienen, cambian cada día, se reinventan. Él recordó muchas cosas, las volvió a ver pero con ojos distintos, pero no por inspiración divina ni por mérito de genialidades ausentes.

Ella le mostró los colores de la madrugada, que el cielo era negro solo para quienes se niegan a mirarlo, que en cada atardecer caben tantas explosiones como en una fogata nocturna.

Que la piel es una lengua viva pero silenciosa, y que en su silencio dice, junto con los ojos, todo lo que la boca calla. Si de algo es culpable la piel es del milagro de la delación.

Que desinflarse no es bajarse de ánimo, sino todo lo contrario. Haberse inflado primero, para exhalar preguntas sin respuesta, respuestas sin preguntas, palabras marcadas, temerosas, desordenadas y cargadas de sentido.

Caminar distinto, mirar distinto, respirar distinto, sonrojarse distinto, todo, aunque sea lo mismo, se volvió realmente importante...

jueves, 8 de diciembre de 2011

La regulación del cielo

Estaba sentado en el rincón del salón, atrás, en el último puesto, donde apenas llegan las palabras entrecortadas de la omnisapiente de turno. La profesora de derecho internacional público se esforzaba de manera sobrehumana explicando el derecho aéreo y la competencia de los Estados sobre lo “suprayacente a su territorio”, pero las palabras eran esquivas y la concentración se extraviaba sin ningún tipo de esfuerzo. Por la ventana se veían los árboles, las nubes aún perezosas y la luz brillante de los días fríos. De pronto llegaban palabras sueltas y con poco sentido: “Convención de Chicago”, “aeronaves civiles”, “derecho radioeléctrico”. Llegaban, reposaban y se iban, porque al mismo tiempo, afuera, los pájaros hacían volteretas y rompían el cielo, sin bandera, permiso ni regulación alguna.

Él, con las manos en los bolsillos de la chaqueta azul, se puso de pie, y con mirada distraída se dirigió a la puerta del salón. Cuando llegó allí, se detuvo, sacó la mano derecha y la levantó, pidiendo la palabra.

- Adelante, joven.
- Qué pena profesora, pero las competencias sobre el cielo corresponden únicamente a los amantes.- Y salió de ahí.

sábado, 19 de noviembre de 2011

Retrato de cualquier noche

La noche no es tan buena confidente como quisiera que creyéramos. Piénsalo dos veces antes de darle a guardar un secreto importante, porque en medio del silencio y la oscuridad, sobre los bríos de la ebriedad y las revelaciones de la nostalgia, nada es tan oculto como parece. Al fin de cuentas, todo tiene que ver con todo, y todas las historias no son sino una, dos cuando mucho, que se repiten al antojo, no del azar ni de ningún dios, sino de nuestra incapacidad manifiesta para reinventarnos en lo cotidiano, incapacidad para sufrir nuevos problemas a los que tengamos que encontrar nuevas tretas y discursos como única salida, o bien, incapacidad para pensar nuevas soluciones, tal vez más simples y menos ingeniosas.

Los olores de la noche no son inocentes, pero tampoco son culpables de sí mismos. El humo se suspende en el aire frío mientras retomas la respiración, bajas el pie de la pared que está contra tu espalda, y decides caminar. Las calles parecen vivas. Están todo el tiempo en el mismo lugar, no se mueven, no cambian de color a pesar del lavado oportuno e inesperado que la lluvia pueda propinar. Pero cada calle son tantas historias, en doble vía, en contravía, en sentido único, que su soledad repentina no puede callarse ante tanto ruido, ante tanta contradicción vital. Y cuando los olores de la noche se mezclan con los de la calle, se confunden al punto de hacer sus límites imperceptibles.

Esta noche soy yo quien escribo, y no lo hago desde la calle, sino desde la comodidad de una silla, en alguna sala, en medio de una casa, en un pueblucho en medio de cualquier lugar, y la calle, pues la calle la traigo conmigo. Se me ha venido pegada a las suelas de los zapatos, y no quita con ningún elemento punzante –la calle bien conoce cómo funcionan y para qué sirven los elementos punzantes- ni con ninguna receta casera. No me malinterpreten, no soy un alma vagabunda, no me llaman calle, ni siquiera creo oler a barrio. No traigo la calle conmigo por voluntad, aunque bien pueda que se me haya venido por puro instinto de rebeldía. No me molesta traer la calle conmigo. A lo que me refiero es a que no soy un alma de la noche, no soy la figura insignia del riesgo ni de la impertinencia, no visto de negro ni maúllo a la luna, aunque reconozco que me pierdo en cada intercambio de luz verde-rojo-verde, en el ir de las luces rojas y el venir de las blancas.




Trato de hacer una imagen mental de la noche, de retratarla, pero cada imagen queda más borrosa que la anterior, más movida, más estallada. La noche no me cabe en la cabeza, y la porción de ella que traigo en las suelas tiene un peso insoportable. Vienen rostros, risas, de nuevo olores, muchos suspiros –que no han de faltar- y pues, no solo no hay manera de encuadrar sino que el enfoque se rehúsa a funcionar.

Cuánta valentía ha de necesitarse para hacer un coctel de letras que incluya en sus justas proporciones un poco de calle, un poco de noche y sentires al gusto. Tarea no solo inoficiosa sino pretensiosa, que algunos podrán (podremos) juzgar de sórdida y reencauchada. Repito, todas las historias no son sino una, dos cuando mucho. Que será de éste envión que carece incluso de historia.

¿Y la música? ¿Y los bailes? ¿Y las riñas? ¿Y los aplausos? Debo reconocer la miopía con que trato de ver ciertas cosas. Este coctel ha sido un completo fracaso. Juguemos a reconocer que es imposible hacer un retrato de cualquier noche, porque cualquier noche no existe, todas las noches son mellizas diametralmente opuestas, en cada esquina, sobre cada árbol, a través de cada ventana. Este retrato de cualquier noche no termina siendo ni una sola, a menos que lo miremos a manera de collage.


Imagen en: http://www.markoztudio.com/etiqueta/autos/ 

jueves, 16 de junio de 2011

Placebo de escritura

Después de mucho tiempo, encontrarse de nuevo ante la página en blanco se siente casi como una bofetada. Se siente una gran ofensa, y no logras teclear ninguna palabra, porque sobre todo, lo que sientes es miedo, a dar algún paso en falso, alguna palabra en falso, a sentir que no tienes nada claro, que mientras más intentas enfocarte, pensar, aclarar, más se atropellan los pensamientos, y te das cuenta de que estás vuelto mierda. Siempre da miedo darse cuenta de eso, reconocerlo, ver que la torpeza de las palabras no es simple azar, no entraña ninguna casualidad. Cada palabra escrita es borrada de inmediato, es una misión abortada. Tu misión, si decides aceptarla, es escribir más de dos palabras seguidas, de forma fluida, y que permanezcan, que resuenen, que tengan algo de interesante, o cuando menos, que te diviertan. En casos extremos, no importa mucho la falta de significado, no importa si no hay ninguna verdad revelada, si no se está poniendo en letras ninguna de las grandes preguntas por la existencia, por el sentido, por el ser, por la ironía de lo cotidiano; no resulta especialmente necesario que haya alguna aguda ironía, que la crítica entre líneas demuestre una carente genialidad, que el estilo ácido se haga presente frente a una personalidad públicamente obtusa. En casos extremos, que las palabras revoloteen entre sí solitas, que suene “bonito”, que parezca creativo, podría resultar suficiente.

Cuando llevas un párrafo, y aún no sabes para dónde vas, o mejor, cuando llevas un párrafo a pesar de no saber para dónde vas, te das cuenta de que has superado el miedo a escribir. El miedo a escribir, que ocultaba lo que en realidad era un miedo profundo a descubrirte en tu sencillez, termina siendo una huida. Cuando hay un peligro inminente, se corre, y mientras más se corre, más miedo se siente, y si, a pesar de haber perdido de vista la sombra deforme y desconocida que te perseguía, sigues corriendo, entonces el miedo sigue presente, y no en forma de adrenalina, sino como la promesa latente de que el peligro volverá, y que en alguno de sus retornos te tomará ya sin fuerzas, ni ánimo, ni determinación para seguir corriendo. Así mismo, lograr crear frases, poner el lenguaje al servicio de lo que quieres decir, así no estés muy seguro de qué es exactamente, no representa ninguna forma de seguridad, y el ánimo de las letras así lo demuestra. Después de todo, te das cuenta de que lo escrito no cambia la situación vivida con lo no escrito, y que en el fondo, las palabras logradas dicen lo mismo que las silenciadas: que todavía estás vuelto mierda.

Y si al tercer párrafo ya no sabes qué decir, y sientes que ya está hecho lo que con tus precarias condiciones podías hacer, terminas confirmando que lo que has escrito puede, de alguna forma, tener sentido. Pero el miedo sigue latente, y por eso, los dos primeros párrafos se hacen insuficientes, y llega este, que seguramente será el último. Porque para poner la primera letra se necesita el mismo valor que para poner el último punto. Ese valor, el del comienzo y el del final, es el peor de todos, el valor de reconocerte incapaz, y sobre todo, el valor de reconocer que en lo más profundo, en lo más secreto, en lo más oculto, sigues sintiendo miedo, y que cualquier palabra que logre ver el mundo de cuenta tuya, no es más que un placebo, porque no hay salvación (.)

lunes, 28 de marzo de 2011

Escepticismo para dummies en épocas conspirativas


(Escritos cortos sin gran exigencia de genio, talento ni dedicación. ¡Es lo que hay!)

Ante lo impenetrable del alma, frente a lo insondable de las pasiones, contra los prejuicios del espíritu, fuimos, somos y seremos la negación latente de todo lo que el mundo quisiera que fuéramos. Dos segundos después, haciendo un ejercicio de honestidad, tan brutal como se quiera, somos la afirmación tácita de todo lo que el mundo necesita que seamos.

El alcohol y las drogas como artificios, el sexo por naturaleza, y el amor como una suerte de extraño híbrido fueron las excusas dadas por los dioses para vivir. No la familia, no la sociedad, no el conocimiento, no la opulencia, jamás el paraíso. Nos dieron motivos para vivir servidos en el mismo vaso usado para servir el coctel de la última hora.

Nuestra verdadera desgracia consistió, al fin de cuentas, en creer que el mundo era verdad, y en descreer de la vida como juego, como simple y básico entretenimiento.

viernes, 18 de marzo de 2011

Embriagados

Hasta donde mis ojos alcanzaban veía las luces delirantes de los confines de la ciudad, cadenas de lucecitas recostadas sobre las laderas, irregulares y llamativas, cual efecto polilla. Parecía el más calmado de todos los incendios, pero se movían, brincaban, iban y venían, temblaban, quizás tiritaban de frío.

Las luces están más vivas que cualquiera de nosotros. Es media noche y un sonido como ronroneo, como susurro invade los oídos en medio de la ausencia de "civilización", solo con la interrupción poco abrupta de los motores y de la fricción entre el caucho y el concreto que no pasa de ser ocasional. Huele a río, huele a noche y a madrugada sin distinción.

Pensé estar algo ebrio, pero me di cuenta de que era la ciudad la que estaba caída de la borrachera.

lunes, 7 de marzo de 2011

Día de la Coca Cola sin gas

¿Y qué si es un día comercial? Ese no es el verdadero problema. A veces quisiera que muchas de las cosas buenas fueran comerciales, que los buenos libros se vendieran a precio de empanada, que los músicos, y en general los artistas, fueran tratados con mayor respeto (económicamente hablando) sin importar lo que toquen, que el consumo de algunas sustancias viniera después del comercio regulado, etc. En serio, insistir en que el problema es que sea un día comercial es tonto, infructuoso, a parte de cliché. (Decir que decir que el día de la mujer comercial es un cliché, también es un cliché).

El día es de por sí gregario. Puede que sirva para reivindicar las luchas de las mujeres oprimidas que se levantaron el contra del sistema patriarcal y bla bla bla, pero por eso no deja de ser clasificatorio, además de una perfecta excusa para todo lo contrario, consolidar formas únicas de ser, de ser mujer, de ser femenina, de existir. En últimas, con el pretexto de celebrar su existencia (que en realidad es una forma de mostrar la culpa colectiva que llevamos, y que a veces deja de pesar), se termina legitimando una sóla forma de existir. Ahí sí, la que vende lo comercial.

Hablo bobadas, voy y vuelvo, y de paso me contradigo. Solo quiero decir que me parece que es un día para pedir disculpas más que para dar felicitaciones. Somos los herederos de ésta peculiar forma de entender el mundo, con ese peculiar lugar para ellas. Y más los que nacimos entre estas montañitas, o que me digan que la imagen de la "grilla" (Con todo el respeto que ellas, mujeres de éxito, se merecen) no es uno de los mejores ejemplos del machismo paisa.

Me gustan las mujeres, me gustan mucho las mujeres, me gustan exageradamente las mujeres (Que quede claro por si había aún quien lo dudara). Pero hay muchas formas de ser mujer, incluso desde lo masculino. Eso es otra extensa y retrillada (aún no comprendida del todo) discusión.

De cualquier modo, bienaventuradas ellas que son quienes arreglan cada cagada que hacemos, quienes reconstruyen el mundo después de cada guerra (para medirnos los cojones mientras nos damos bala, para eso servimos los hombres), quienes paren generaciones enteras de parias. Por ahora, que cada una pueda transformar su pequeño mundo es más que suficiente, siendo claros, cada una significa todas y cada una.

Soy cursi, mañé, amo a mi mamá y a mi hermanita, y mañana es probable que la Nacional de Chocolates venda un par de chocolatinas más de cuena mía, como es probable que me las termine comiendo yo. A propósito, me gustan las chocolatinas, por si alguien de verdad cree que el 19 de marzo, día de San José, es homologable como día del hombre. Yo sabré recibir los beneficios de tal perogrullada.

(PD. Ando escribiendo horrible. Disculpenme o crucifíquenme, como mejor les parezca. En estos momentos soy un "mal polvo" en lectura y escritura. Simplemente había que sacudir los dedos y volver a escribir sobre algo que a nadie importara.)

miércoles, 19 de enero de 2011

Cuento de alcoba


Es curioso que a veces estar mojado pueda subir tanto la temperatura.

***

A bocanadas de noche habían dejado la cama impregnada de amor. Lo sudaron intensamente, profundamente, escandalosamente, y lo limpiaron de sus cuerpos. No les quedó nada. No solamente untaron la cama de amor, lo vertieron todo en ella. La cama estaba a reventar, el colchón más pesado de lo normal, las sábanas completamente desordenadas y el aire pesado, enrarecido, hostigante, rebosado del contradictorio olor del sexo.

Tras el estallido estuvieron recostadas, desnudas, una junta a la otra sin tocarse, las dos mirando el cielo raso de madera vieja y húmeda.

- ¿Quién eres?-. La otra, sin parpadear si quiera, tras pocos segundos de silencio, tiempo de gracia suficiente para no romper el aire y derribar el techo, respondió:

- La secuela de un sueño, de uno de esos que no se recuerdan, de esos que quedan como por partesitas en la memoria, y que uno intenta recordar, pero cada vez tiene más vacíos. Soy una mujer real.

- Parece que lo dijeras con dolor.

- Dolor… dolor. ¡Carajo! ¿De qué otra forma se puede ser una mujer real? Ser mujer duele, y vos lo sabes, las dos lo sabemos. El dolor se confunde en costumbre, se vuelve hábito, se vuelve común, pero no deja de doler. No puedo decirlo de otra forma… - Su respiración se pausa un momento, y sin quebrar la voz si quiera, como si fuera a decir una mentira, sin tomar aire exhala diciendo: -Sigue doliéndome.- Pero no era una mentira, sino una verdad de las que ya no sorprenden, de las que se dicen sin creer que haya a quien le importe. Se quedan en silencio de nuevo, hasta que…

- ¿Cómo puede quererse a alguien que no siente el dolor de uno? Un “lo siento” nunca es suficiente, nunca es sincero… Creo que por eso me enamoré de vos. El dolor se te ha visto siempre en los ojos, y en la rabia con la que hablas. Siempre te sentí más fuerte que cualquier hombre.

- El dolor nunca me hizo fuerte. Al contrario… -Deja la frase incompleta, no sabe como concluirla, pero tampoco se retracta. Siente como cierto lo que ha dicho, pero no lo que iba a decir, no sabe como terminar. El silencio se torna de nuevo como sonido ambiente. El silencio siempre era el mejor sonido. Después de los gemidos, del frotar de las piernas con la tela de la sábana, del golpear incontrolable de la palma de la mano contra la piel ajena el silencio aparecía como pacificación, inundaba el ambiente con un vacío que para ellas nunca fue incómodo. No dormían al terminar de amarse, pero tampoco se quedaban hablando. Todo estaba dicho, y cualquier palabra sonaría redundante. No necesitaban preguntarse si les había gustado, si habían “llegado”, si se amaban, porque comprobar obviedades era una manía innecesaria, y el pequeño margen de duda que pudiera quedar, en vez de incomodarlas las hacía sentir más cercanas.

Esa noche fue diferente. Lo habían dejado todo, se les había escapado todo el amor del cuerpo, con el poco pudor que aún pudiera haber entre ellas en esas batallas cotidianas. Por eso hablaron, por eso las palabras no derrumbaron el techo, ni rompieron el aire, ni sonaron redundantes. Al fin de cuentas una de las mejores formas para medir el amor de los amantes está en lo cómodos que puedan llegar a sentirse con el silencio. El silencio no es incómodo cuando hay amor, pero cuando el silencio se convierte en ansiedad las palabras no dejan de llegar, y con ellas las preguntas, los cuestionamientos, los reclamos, las dudas.

***

Esta es una historia de alcoba, una historia íntima de las que a nadie importan conscientemente pero que son perseguidas por el morbo del instinto. Que nadie me diga que la confabulación que es este mundo no se ha construido y destruido desde una alcoba.

***

Un café cotidiano, el sonsonete de la misma canción en la radio con el mismo ritmo pegajoso y sin sentido que en dos meses estará out. Mamá escucha noticias en su habitación, “¿Cuántos muertos?”, le pregunto desde la cocina, “Apenas dos, no fue nada grave”. Escucho la respuesta lejana. Mientras sorbo el café, lo dejo en mi boca para sentir el sabor amargo, una sola de azúcar, miro el reloj de péndulo que hay encima de la nevera. Es temprano, la noche no fue buena, empató con la madrugada. No fue que despertara temprano, simplemente no dormí. Creo que en la tarde me va a pesar. Por ahora tengo que salir.

Es sábado. Hoy no trabajo, pero la casa me estorba. La casa siempre es todo lo que uno ha sido, y casi nunca lo que uno quiere ser, o por lo menos la casa de los padres. En este momento me estorba esta cómoda seguridad. Son como las 7 y algo de la mañana, no creo que necesite los documentos para nada. Si los necesito, ni modo, no me devolveré. Solo espero que no haga demasiado calor para que la bufanda no se vuelva un estorbo. Me gusta como accesorio, es elegante, además… no debería pensar mucho en esto, pero tampoco lo puedo ocultar. La llevaba cuando la conocí, o bueno, cuando la comencé a ver diferente, cuando cambié el enfoque, cuando la comencé a mirar con otros ojos…

Quien me vea sentada en esta banquita pensará lo peor: que pasé una noche de fiesta y aún no he llegado, que ando buscando fantasmas desde temprano, que una señorita no tendr´´ia que estar haciendo nada a esta hora en la calle si no es en misa, que simplemente estoy loca por no ir hacia ningún lado, pero nadie me va a preguntar, nadie es tan valiente como para confirmar las historias que se arma de los demás en la cabeza, nadie es tan arriesgado como para pasar de un “buenos días”. “Buenos días, me llamo Amanda y estoy enamorada de una mujer, ¿Qué cómo pasó? Nadie se da cuenta del momento preciso en que el sol del día se vuelve atardecer, la hora exacta en que comienza la noche, o el día. ¿Qué estoy loca? Enamorarse no es de locos, es de idiotas, hace mucho que el amor dejó de ser una locura”, o algo así diría al primero que se sentará al otro borde de la banca, pero no lo haré. Seguramente a nadie le interesa saber eso justo antes de ir y a hacer la fila en el banco (ya ni sé si los bancos abren en sábado), o justo antes de ir y escoger las mejores zanahorias y cebollas para casa. A nadie le interesa saber que aún no sé de qué me enamoré, que aún no sé si es amor o compasión.

“¡Jesús te ama hermano! ¡Búscalo en tu corazón!”, grita una mujer harapienta, con el cabello un poco más desgreñado que el mío. Salen unas pocas personas de la misa de siete, algunas le dan un par de monedas, “lo necesario” a la devota que evangeliza en medio de la ebriedad. La mayoría son señoras bien. Llegarán a casa, y mientras preparan el desayuno para ese señor gordo y peludo con el que viven felizmente casadas le contaran a su hermana, a su hija, o a las matas, el chisme fresco del sábado, del que recién supieron en la misa, que es mejor que cualquier club de costura y más rápido que cualquier diario en tintas roja, negra y amarilla. Su peor pecado no es el chisme, eso es apenas una culpita que se expía con cualquier bendición. Su verdadero pecado es no haber sido tocadas en mucho tiempo… eso sí no tiene perdón de Dios. 

En cambio mi mayor pecado…

Hay sonrisas que se sienten como un oasis en medio de una tormenta de arena, el primer respiro después de unos largos cuarenta y tres segundos bajo el agua. “Tengo un problema con esa bufanda”, sonrió y giró la cara. Cuando subió el calor y la bufanda ya no estaba, “Tengo un problema aún más grave con ese cuello, mejor deja la bufanda”, y guiño el ojo derecho. Era confuso, pero me parecía pura cordialidad. Pero la sonrisa… si tuviera una foto de su cara y la recortara para ver solamente la sonrisa estaría en un serio predicamento. A veces no me hace falta el resto del rostro, y la sonrisa sola es bien reconocible. Lo único que me hace falta son sus lentes. Qué bien le enmarcan… pero cuando no sonríe no sé qué hacer con esa tormenta de arena, con esos largos cuarenta y tres segundos bajo el agua. 

Tengo una llamada perdida… ¡Esa sonrisa…! 

***

Una pesadilla tiene el tamaño de la más pequeña y delicada comisura. Un sueño también.

***

Las palabras no dejan de llegar, y con ellas las preguntas, los cuestionamientos, los reclamos, las dudas. Y el amor se sale de molde, y el silencio no llega. Pero entre ellas no hubo palabras de tal agudeza, pero habían perdido el silencio, lo habían sudado todo, como también todas las lágrimas que no derramarían aunque el estado de ánimo fuera torrencial.

- Es tarde…

- ¿Para qué?

- No sé, mira el reloj. Es tarde.

- ¿Nos vestimos?

- Nadie pregunta “¿Nos desnudamos?”, pero está bien, vistámonos, y… ¿Después qué?

Se dan a la tarea de recolectar prendas por toda la alcoba mientras la densidad del aire va bajando.

- ¿Qué hiciste mis cucos?

- No sé, precisamente… son tuyos.

- Pero los arrancaste como si no lo fueran.

Sonríe brevemente. Continúan la búsqueda, pasando por encima de la cama, mirando por debajo de ella, levantando la sábana, aún desnudas y desparpajadas, con más tristeza que vergüenza. Vestirse es una tarea egoísta, no hacen falta manos ajenas para hacerlo porque ordenar no es tan fácil como volver todo un caos. El sudor se ha vuelto vapor, la piel está suave, el jean sube con relativa facilidad, la falda no pone resistencia alguna.

- No sé.

- ¿No sabes qué?

- No sé después qué…

***

Hacía demasiado frío esa noche y yo había estado con algunas afecciones en la garganta. De nuevo tenía que ponerme la bufanda de la noche del guiño. Yo sabía que ella iba a estar allí, y sabía que se iba a fijar de nuevo en la bufanda. Lo que hubo debajo de la bufanda no fue solo el cuello. También estuvieron las mejillas, y los labios. 

Era casa de un amigo en común. Nos había presentado, pero a los ojos de los demás no habíamos cruzado más de dos palabras. La casa estuvo llena de pasillos secretos, pasadizos oscuros, habitaciones lejanas y poco concurridas. Fueron las dos plantas de treinta y seis metros cuadrados cada una mejor optimizadas en espacios y momentos. Luego fue mi habitación, pero ese era espacio más que cómodo y suficiente para dos cuerpos pequeños como los nuestros. 

Se ama intensamente cuando al amor no se le da tiempo de estropearse, cuando se llega a la cama sin pretensiones matrimoniales, cuando la cama es el lugar de inicio y no el de desenlace, y cuando la trama, sin espacio ni tiempo, es vertiginosa e irracional. También se ama intensamente cuando el amor es compasión, cuando quieres dar lo que nadie ha pedido, lo que supones que necesitan de ti. Se ama intensamente cuando el amor es corto, cuando se va en un suspiro, cuando puedes transpirarlo. Se ama intensamente cuando no se siente remordimiento por ya no amar más, cuando te llenas de tristeza por no poder amar más. Se ama intensamente cuando llegas a dudar de en verdad haber amado.

El beso fue sencillo, y por eso hermoso. Todos estaban en el balcón, mientras yo preferí estar en la cocina, el lugar más caliente de la casa, y paradójicamente en el que menos me gusta permanecer. Ofrecí café pero nadie quiso, sólo ella, y yo. Fue a ayudarme. Buscó el café instantáneo mientras yo ponía el agua a hervir. Mientras esperaba el sonido de las burbujitas me recosté en el mesón, y bajé la bufanda para evitar el calor. “¿Es eso una invitación?”, me preguntó con expresión seria e imperturbable. No supe que responder, pero notó mi inseguridad ¿Acaso estaba hablando en serio? “No sé si haya mejor forma de decir sí que no decir no. Es el beneficio de la duda”, y se acercó aprovechándose del beneficio que inocentemente, o no, le di.