martes, 12 de agosto de 2014

Ya no estás más cansado, Papá



Tuvieron que pasar dieciséis meses para que volviera a llorar por la muerte de mi padre. Dieciséis meses desde el día de su entierro hasta un jueves de diciembre cuando, a bordo de un bus, dejaba atrás la región de Urabá. Hasta ese día solo tenía un título en la cabeza y la intención de escribir, de recopilar y recordar, de guardar en algún lugar los últimos momentos que estuve junto a él. Después de ese día, tuve clara la primera frase. Es probable que esas sean todas las claridades que tenga antes de poner el punto final de este párrafo.

Supongo que ese domingo me levanté tarde, como siempre. A las 11 de la mañana estaba en la Plaza, en el sitio donde mi mamá trabaja los fines de semana para complementar el trabajo de la semana. Alguien fue a buscarnos a mi casa, pero solo estaba una prima. Ella nos llamó por teléfono. Fue casual que yo estuviera ahí y no en la casa justo a esa hora. Mi papá estaba en el hospital de nuevo y necesitaba que alguien le llevara los documentos. En ese momento no entendía por qué no los había llevado él.

El hospital queda a dos cuadras pequeñas de la Plaza. Es un recorrido corto y apenas un poco pendiente. Salí para allá de inmediato. Él tenía las llaves de su casa y yo las necesitaba para sacar los documentos. ¿Cómo había llegado al hospital sin documentos? ¿Quién lo había llevado? Cuando nos avisaron, apenas alcanzaron a decir que había sufrido algo como un desmayo. Las veces anteriores, él había alcanzado a llamarme para decirme que se sentía mal y pedirme que lo acompañara. Nunca había sido tan súbito, pero había antecedentes de sus quebrantos y por eso mi preocupación no fue mayor. Podría ser un episodio más de hipertensión, algo que se podía controlar en unas cuantas horas, aún en un centro de salud tan básico y precario como el del pueblo.

Su piel tenía ese tono entre amarillo y verdoso que parece volverse transparente y estaba empapado por el sudor. En su cabeza se agolpaban como archipiélagos las gotas de agua. Desde antes de los 30 años, comenzó a sufrir de alopecia. A sus 63, era portador de una refulgente calva que le descubría tres cuartas partes de la cabeza. Estaba frío, la cabeza, las manos, los pies, y tenía los ojos levemente desorbitados. Aunque las veces anteriores lo había visto pálido, no había sido como en ese momento. Recostado en la camilla, alcanzó a contarme lo que le había pasado antes de darme las llaves. Estaba en Travesuras, un grill frente a su casa. Varias veces a la semana iba allá a recoger algunas botellas que le regalaban para vender como reciclaje. No solo lo conocían, también le tenían aprecio. Cuando se agachó para levantar una caja de botellas, se le fueron las luces: “¡Toño! ¿Qué le pasa?”. Como pudieron, lo montaron en un carro y se lo llevaron inconsciente para el hospital.

Fue tan rápido que ni siquiera Johana se dio cuenta. Cuando llegué y abrí la casa de mi papá, ella estaba ahí, arreglándose frente al espejo de cuerpo entero colgado en el muro de la entrada. Le dije que iba por los documentos de mi papá. Por su rostro me di cuenta de que no sabía nada. Ella había pasado la noche ahí, con él, me contó que no le había visto ni sentido nada raro y que la noche anterior no habían hecho nada. Por la sorpresa, no alcanzó a sentirse apenada porque yo la encontrara ahí.

***

Muchas de ellas nos reconocían a mi hermana y a mí. Muchas se apenaban, porque, ¿qué iba a pensar un hijo si al llegar al cuarto viejo y sucio donde vive su papá se encuentra con una, dos o tres putas? A veces estaban en la cama, conversando; otras, en la cocina, haciendo almuerzo o comida para ellas. Siempre le dejaban un poco a mi papá. Olía a aceite quemado, a huevo frito, a carne, a ruda, a caoba, a perfume barato de mujer y a cabello recién planchado. Llevaba poco más de cuatro años viviendo ahí, en un apartamento que no merece ese nombre. Una parte pequeña de una casa vieja de pueblo acondicionada con lo mínimo para vivir: un baño, una cocina y una habitación.
Entré y abrí el clóset. Busqué la billetera negra de cuero que estaba justo en el lugar donde él me había dicho. Mientras tanto, le respondía preguntas a Johana. No sabía que tenía, qué tan grave era, si lo iban a remitir, y no, no tenía dinero. Me ofreció y no tuve reparo en recibirle. Me dio dos billetes, “para lo que pueda necesitar… Y me está avisando”.

Quizás no había pasado un mes desde ese día cuando vi un letrero impreso en letras negras sobre papel blanco justo en la fachada del cuarto, “Se arrienda”, acompañado de un número de teléfono. Todos los días pasaba frente a ese letrero, me quedaba mirando la fachada, una alta puerta plegadiza con dos hojas de madera, el pestillo cerrado con un candado distinto al suyo; a la izquierda, una ventana, también de madera, de la mitad de altura de la puerta, cerrada. Para efectos de alquiler, la fachada había sido recién pintada. Entre la pintura brillante y el letrero comercial que solo yo me detenía a ver, estaba el vacío. Ahí, justo ahí, en ese espacio que durante tanto tiempo estuvo abierto y a través del cual lo podía imaginar, sentado en una silla escolar de tamaño infantil, con un cuchillo en la mano rescatando el cobre de metros y metros de cables, o desarmando cajas y arrumándolas en un rincón para luego salir a venderlas por kilos.

Desde que comenzó a reciclar, unos años después de irse a vivir solo, su respiración se había visto afectada. Su garganta nunca estuvo del todo bien y el carraspeo incesante se había vuelto una clara señal de su presencia. Muchas veces en espacios concurridos, como una iglesia en plena misa dominical del medio día, mi hermana y yo nos dábamos cuenta de su presencia por esa tos inconfundible, por la garganta desgarrada que se escuchaba desde lejos. Reciclaba para sobrevivir, porque el automóvil Dodge sedán modelo 79 en el que había trabajado como taxista desde los ochenta –antes de que llegaran los taxis amarillos al pueblo- estaba reducido por el óxido y por los impuestos. El tiempo había dado cuenta de la “lancha” azul rey, y cualquier reparación, a más de costosa, era infructuosa.

“Trabajar no da pena. Lo único que da pena es robar y dar culo”, insistía en tono regañón a quien le recriminara su trabajo. Nos insistía a mi hermana y a mí que le lleváramos el reciclaje que encontráramos por ahí, “¿o es que les da pena?”. Y bueno, algo de pena si nos daba, pero no de él. Sin embargo, varias veces, cuando lo encontraba en la calle con un bulto de cartón amarrado sobre el hombro, cerca de su casa, se lo recibía y le ayudaba. Creo que por sus correrías se terminó convirtiendo en uno de esos personajes populares del paisaje pueblerino. Todos lo conocían como Toño, y después de su muerte supe que también era conocido como Toño Maruja, vaya uno a saber por qué a estas alturas. Por extensión, la gente me identificaba con él. No había de qué sentir pena. Mi hermana y yo somos los hijos de los que él siempre se preció, de los que siempre le hablaba a la gente con orgullo.

Tiempo después su ‘lambonería’ política le dio resultados. Su candidato resultó elegido alcalde del pueblo y, en la repartija de puestos, éste le agradeció el apoyo en campaña con un trabajo como celador en un colegio público. Siguió recogiendo reciclaje para vender en el tiempo que le quedaba libre. Pero este trabajo tampoco le ayudó a su salud. Tenía toda la indumentaria para pasar los turnos nocturnos: chaqueta, bufanda, pasamontañas, ‘poncho’… Aun así, el frío de las madrugadas le pasaba cuenta de vez en cuando con alguna infección respiratoria. La tos se iba haciendo más aguda. Los turnos diurnos, los de jornada escolar, tampoco le gustaban. A pesar del frío, prefería pasar la noche echándoles agua a todas las materas colgantes del colegio que el día lidiando con el genio de más de dos mil estudiantes con bríos colegiales. Y aunque se quejaba de que ya estaba muy viejo para eso –corrían sus sesenta años en ese entonces- no fueron pocos los cariños que dejó.

Hay que decirlo. Ese hombre cascarrabias, de opiniones inamovibles y carácter intransigente tenía don de gentes. “Hay que ser comedido, activo, despierto”, me repitió durante años, una y otra vez. Así era él. Lo único que lo mantenía en ese trabajo era la espera de su pensión, pero en cuanto le fue aprobada esperó que terminara ese contrato y no volvió más. Se dedicó al reciclaje y a otros oficios. Madrugaba todos los días a abrir un almacén, ayudaba a organizarlo, pasaba varias veces durante el día y, ya por la noche, volvía para cerrarlo. Sus brazos gruesos de venas brotadas bien podían atribuirse a toda una vida de trabajo, y esa era su otra cantaleta: “Yo trabajo desde la edad de siete años… Bla, bla, bla”. ¿Dormir un domingo hasta tarde? “Yo trabajo desde la edad de siete años… Bla, bla, bla”. ¿No arreglar casa? “Yo trabajo desde la edad de siete años… Bla, bla, bla”. Ahora entiendo un poco lo que quería decir. Siempre nos alentó a estudiar, y creía sinceramente que lo único que nos podía dejar era algo de educación, pero no toleraba que la vida de mi hermana y la mía se redujera a cumplir con los deberes académicos.

Era un hombre difícil y, no por muerto, pero era un buen hombre. El mismo que durante la celebración de sus cincuenta años, mientras un dueto tocaba guitarra y cantaba música vieja adentro, se salía y me decía que le alegraba mucho que yo fuera un hombre serio cuando apenas tenía ocho años: “Un hombre serio vale mucha plata”; ese mismo era el que estaba ese domingo de agosto en una camilla, esperando alguna respuesta médica sobre lo que tenía.

***

Volví con los documentos e hice todo el papeleo. Cuando entré de nuevo a la sala de observación en urgencias lo encontré en la misma camilla con los ojos medio cerrados y la boca medio abierta. Seguía pálido. Le dolía el pecho, le dolía mucho el pecho. Se sentaba y comenzaba a llorar con una cara de dolor que solo volví a ver mucho tiempo después reflejada en mi propia cara al punto del llano por un dolor inexplicable en una pierna.

Un año antes había tenido el primer episodio. Le diagnosticaron hipertensión y algunos cuidados básicos, así como controles regulares. Cumplió a medias. Es probable que él supiera que no se trataba de un problema sanguíneo, aunque a su edad no fuera nada extraño. Así pasó varios meses sin mayores complicaciones. Luego empezó a recaer. Una, dos veces, siempre en la madrugada. La última, un jueves, lo acompañé hasta las cuatro de la mañana, luego fui a mi casa a bañarme para ir a la Universidad. En esa ocasión le recetaron medicamentos para bajar la tensión. Por su terquedad, decidió consultar a un médico particular de confianza que le recetó más medicamentos. Hicieron efecto, tanto que a la semana siguiente, ese domingo, lo que lo tenía pálido y sudoroso en una camilla del hospital era la tensión baja.

La médica de urgencias encargada parecía de mi edad. Tuve tiempo para darme cuenta de que era bonita, pese al carácter recio y áspero que pueden llegar a tener algunos médicos de salas de emergencias. Ni ella ni su compañero encontraban la causa de la baja de presión. Mi papá seguía ahí, como podía, con picos de dolor y momentos de tranquilidad en que podía dormir.

Hacia la tarde llegaron algunas visitas. Una de ellas fue María Elena, una prima suya, hija de Abelardo, el tío cómplice que lo acompañó en madrugadas de pesca y caminata hasta que pelearon, el tío que luego se enfermó y murió. Yo aprovechaba las visitas para salir, fumar un cigarrillo y hablar con cualquier conocido que encontrara afuera. Ya corrían las cuatro o cinco de la tarde y era una decisión remitirlo para Medellín. Ahora tocaba esperar la demora de la remisión. “Su papá está muy mal, dice que no se quiere morir, que no lo deje morir”, me decía María Elena con cara de evidente y sincera preocupación. Para mí, estaba exagerando. Era cierto que nunca lo había visto así, pero también era cierto que Toño era muy mal enfermo. Era de esos hombres que guardan pose de roble hasta que la primera brisa amenaza con tumbarlos. De esos enfermos que llegan a convertirse en víctimas. Sí, para mí estaba llamando un poco la atención.

Así las cosas, debía volver a su apartamento, buscar un bolso y empacar ropa cómoda y limpia. No se iba a quedar solo. A esas alturas estaban allí mi hermana, que había ido por momentos durante todo el día, y mi mamá, que ya había cerrado el local de la Plaza.

Como quien lo cree imposible, entre el hospital y su apartamento pensé en su muerte, en lo inevitable, en quiénes acompañarían un eventual velorio de mi papá, quiénes lo llorarían. Lo pensaba con la seguridad de quien cree que las cosas nunca suceden como se las imagina, que pensar en ese tipo de posibilidades las aleja. Lo pensaba también con la curiosidad de la muerte de alguien muy cercano, que es la misma de los balances… ¿Para cuántas personas será igual de importante mi papá como para acompañarlo cuando se muera? Ese “cuando se muera” podía ser en cualquier momento, ahora o en veinte años. Veía la muerte como una posibilidad lejana y evitable en el corto plazo. La muerte es algo que generalmente les está pasando a los demás, a los familiares de los demás, a los amigos de los demás, hasta que la ruleta cae en uno, en cuerpo propio o ajeno. Entonces son los demás los que están libres de sufrirla en carne propia y uno se convierte en ese Otro que la sufre en vida y pasa de la barda de los espectadores al desfile de los protagonistas.

La hora de la remisión coincidió con el cambio de turno de la médica, con su hora de volver a su casa en Medellín. Ella se iría con nosotros en la ambulancia, entregaría a mi papá en la clínica y de ahí podría irse a descansar. Pese a la demora de la remisión, fue un viaje rápido. He viajado entre el pueblo y Medellín miles de veces, pero ese fue el primero de los dos viajes más difíciles de hacer en toda mi vida, aunque en ese momento no lo sabía. Llegamos a la clínica, cerca al Parque de Bolívar, casi a las diez de la noche. Entraron a mi papá en camilla hasta la sala de urgencias y yo tuve que quedarme afuera esperando noticias.

Sin tiempo de cruzar palabras lo volví a ver casi a medianoche, cuando pasaron con él para hacerle el examen definitivo que daría el diagnóstico. En ese momento y durante un rato estuve acompañado de mi medio hermano mayor, el hijo mayor de mi papá. Un hombre que comparte con él su segundo nombre, su primer apellido y, según su mamá, el temperamento. Por cosas de la vida, también eran muy compatibles en política, sin que hubieran hablado de ello nunca. Su relación estaba mediada apenas por la sangre y por los primeros cinco o seis años de vida de mi hermano, los únicos que vivieron juntos. No puedo estar seguro de si su presencia obedecía a la preocupación por nuestro padre, o más bien era por acompañarme a mí. Comimos, conversamos, me regañó por fumar, estuvo un rato y se fue a descansar porque tenía que madrugar al día siguiente.

El diagnóstico fue inesperado. No había ningún problema de tensión, el problema estaba en el corazón. El desmayo de la mañana de ese domingo había sido un infarto y las cavidades cercanas al corazón estaban llenas de líquidos producto de éste. Pasaría a cuidados intensivos mientras el cirujano decidía el mejor momento para drenar los líquidos. La advertencia fue tan sincera como debía: serían meses de hospitalización, debía comprar pañales y otros implementos para sobrellevar lo que se nos venía, a él y a todos. Ese hombre que hasta el día anterior parecía con una salud inquebrantable estaba ahora a punto de quedar reducido por quien sabe cuánto tiempo… Todos estábamos ahora a punto de quedar reducidos por quien sabe cuánto tiempo.

Fui la última persona conocida que estuvo con él en vida y por eso estoy contando esta historia. Desde entonces, cada día me repito las dos últimas veces que lo vi, me aferro a ellas con temor de que se vayan, con la certeza de que soy la única persona que puede dar cuenta de sus últimas horas de vida, más allá de los médicos y las enfermeras que todos los días ven sobrevivir y morir gente distinta, desconocida, lejana.

La primera fue en el primer piso de la clínica, desde lejos. Mientras lo llevaban en la camilla hacia el ascensor que conducía a cuidados intensivos yo estaba al otro extremo del corredor. “¡Juanda!”, me gritó con voz cansada. No fue un grito seco, siento que retumbó en todo el corredor oscuro, en cada rincón atestado de silencio. Era la una de la mañana. Ese grito fue lo último que me dijo, fue lo último que le dijo a cualquier persona conocida. No era un saludo, era un llamado, era un “vení, no me dejés solo”, era la desesperación de un ser humano reducido a su mínima expresión. Me llamó y no le respondí. Apenas atiné a levantar la mano derecha… “Ya voy, todo va a estar bien”, es lo que quise decir, es lo que no alcancé a decir, lo que no pude decir.

La segunda vez fue después de esperar en una sala distinta y antes de que la enfermera jefe me explicara las implicaciones de la cirugía. Después de lavarme y cubrirme pies y cabeza, pude entrar a cuidados intensivos y hablar con el médico encargado. Mi papá estaba en una habitación visible desde el centro de la sala de cuidados intensivos, justo frente al lugar donde médicos y enfermeras trabajaban en sus computadores. Allí lo vi, en una cama demasiado grande para él, conectado a máquinas por todas partes, dormido. Quizás había pasado media hora desde lo del pasillo. No entré, no me pareció necesario, ni siquiera pregunté si podía hacerlo. Solo lo miré desde afuera, un poco anonadado, un poco incrédulo. Esa fue la última vez que lo vi con vida.

La última vez que me habló y la última vez que lo vi respirando y con el corazón latiendo son dos recuerdos que me pesan. El pasillo oscuro y la sala de tonos amarillos se van volviendo más borrosos con cada día que pasa. Temo el momento en que ya no estén, en que su voz deje de retumbar en mi memoria. Temo el momento en que las últimas horas de sesenta y tres años de vida se borren de la memoria de la única persona que puede contarlas.

El cirujano no llegaría sino hasta el otro día, pero necesitaban que yo estuviera cuando él ordenara operar para dar mi autorización, que no era otra cosa que librarlos de responsabilidades frente a lo que pudiera pasar. Ese me parecía un procedimiento normal. A esas alturas no sentía que sirviera de nada seguir ahí y pensé en buscar dónde dormir. Ninguno de mis amigos sabía en qué estaba. Llame a Juan David y me respondió. Aún estaba despierto. Después de explicarle le avisé a la enfermera jefe que me iba, que estaría pendiente de cualquier llamada. Tomé un taxi y me fui.

Cuando llegué llamé a mi mamá para ponerla al tanto. Ese gesto pudo haber salvado la noche. Después sonó el teléfono de la casa de Juan David, era mi mamá. Me estaban llamando de la clínica y yo no contestaba el celular, necesitaban que autorizara la cirugía en ese momento. Mi celular se había quedado en el taxi y al tratar de comunicarme con él sonaba apagado. Fue un momento desafortunado para encontrarme con ese taxista en particular. Di la autorización y cambié el número de contacto por el teléfono del celular de mi papá que en ese momento estaba en mis manos. Fue un momento convulso, confuso, pero ya podía descansar, necesitaba descansar. Ahora todo estaba, literalmente, en manos de los médicos.

Sonó el celular de mi papá. Eran las tres de la mañana. “Juan David…”, entendí lo que siguió pero aún estaba un poco dormido para asimilarlo. “¿¡Qué!?”, la enfermera jefe me repitió. Necesitaba que fuera de inmediato. Mi papá “no aguantó la cirugía”, se había complicado… Mi papá había muerto y yo estaba solo en medio de la sala oscura de una casa ajena. Desperté a Juan David. Llamé a mi mamá y le pedí que no le contara todavía a mi hermana. Ni mi mamá ni yo sabíamos que se había despertado con la llamada y había escuchado toda la conversación.

Caía una llovizna menuda cuando llegó el taxi. Le pedí que me llevara a la clínica mientras miraba al vacío entre las gotas suspendidas sobre los vidrios de las ventanas. “Yo caminaré entre las piedras hasta sentir el temblor en mis piernas. A veces tengo temor, lo sé…”, sonaba Soda en el radio del taxi. “Nadie me espera…”, no podía más que llevar el ritmo de la canción con la mano, sonreír por lo irónico de la situación y seguir la letra en voz baja. El taxista subió el volumen al escucharme cantar. “Despiértame cuando pase el temblor”, pero el temblor apenas estaba comenzando y yo tardaría mucho en despertar.

La ciudad derramaba las lágrimas que yo amarraba. Ese día, como cada 23 de agosto, yo conmemoraría una muerte lejana en el tiempo y la memoria, pero significativa para mí. Se cumplían trece años del asesinato de Jaime Garzón, pero ese aniversario, desde ese momento, dejaba de importarme. La enfermera me explicó que habían tenido que intervenir a corazón abierto porque se había complicado la cirugía y el cuerpo de mi papá no había resistido. Yo la miraba y asentía a la explicación. Hora del deceso: 2:16 a.m., casi la misma hora a la que yo había nacido unos 21 años antes. Con esa facilidad pasmosa se van las cosas que llegan.

Mi hermano volvió a acompañarme y llamó a la Funeraria para avisar, después de que el cuerpo de papá fue puesto en la Sala de Transición, un cuarto pequeño, de unos seis metros cuadrados, coronado por un crucifijo. Se quedó afuera un momento. El pecho estaba cubierto de gaza pero su rostro se mantenía incólume. Apenas comenzaba a enfriarse. Me gustaba dormir con mi papá porque su cuerpo era muy cálido y me sentía arropado, protegido. Aún duermo con su cobija, como si la calidez y protección que siento fuera la misma suya. Pero ese cuerpo ya no era cálido, ya no me podía responder el abrazo ni se podía enojar porque le besara la frente calva, era mi papá, pero ya no era mi papá. Fue el primer estallido de llanto, el encuentro con la muerte frente a frente, cara a cara, pecho contra pecho. Luego entró mi hermano, me abrazó y se santiguo frente a esos restos mortales que ahora dependían de nosotros.

Vendría el segundo viaje difícil, el más difícil. Había llegado a Medellín en ambulancia y en ese momento me devolvía en un carro funerario, mirando por la ventana con episodios cortos de llanto y con el cuerpo de mi papá empacado en un forro negro, moviéndose solamente a voluntad de las curvas del camino. También fue un viaje rápido pero por mi cabeza alcanzaron a pasar años y años de recuerdos de personas y momentos que tenían que ver con el hombre que hacía unas horas había dejado de ser. Pensaba en unos grados que para entonces eran lejanos pero que hoy, a dos años de su muerte, se acercan rápido. Llegarán dos invitaciones y no tendré que decidir si dejar a mi hermana por fuera; llegarán dos invitaciones y ninguna será para él. Pensaba en su agrado por los niños, en que los hijos que no tengo solo podrán conocerlo por las historias que yo pueda recordar o inventar y por las escasas fotos que nos quedan, las últimas, de un viaje a Apartadó, a su querido Urabá. Lo que fue, lo que dejó de ser, lo que siguió siendo después de su muerte, lo que será…

Al día siguiente, durante el entierro, lloré por última vez. Tuvieron que pasar dieciséis meses para que volviera a llorar por su muerte. Dieciséis meses hasta un jueves de diciembre cuando, a bordo de un bus, dejaba atrás la región de Urabá. Esa que él tanto amaba, en la que vivió muchos años y la que lo recibió cuando yo no había cumplido un año, huyendo de amenazas contra su vida, de la que partía esporádicamente para visitarnos a mi mamá y a mí, a escondidas. Atrás quedaba el Urabá que visitamos en el último viaje que hicimos juntos. “Mi felicidad es el mar”, nos decía a mi hermana y a mí, y cada que se le presentaba oportunidad, iba a reencontrarse con ese amigo gigante, a volverse un niño junto a nosotros entre la arena y las olas.

***

Mi papá tuvo dos viudas en su velorio, suponiendo que mi mamá cuente como una de esas. La otra, vestida de negro y lágrimas, fue compañera suya en sus últimos meses de vida. Trabajaba en Barbosa pero vivía en Caldas. No recuerdo ni su nombre. Esa fue la última vez que la vi. Era puta, como todas esas mujeres hermosas y encantadoras que enviaron uno de los ramos de flores más grandes del velorio, que se agolparon en la esquina de la calle de las putas y de la casa de mi papá para ver pasar el sepelio con respeto y después seguirlo desde atrás, que dejaban flores artificiales de vez en cuando en su tumba, como Johana, como Lolita, como tantos nombres escarchados que ahora no puedo recordar. Las putas también lloran por amor, quizás no lo hagan por nada más, y si lo hacen, nunca es como cuando lo hacen por amor. A ella, a la viuda, la abracé; me senté con ella, le ofrecí una aromática para que se calmara, le conté cómo había pasado todo… Le agradecí.

Los rituales se parecieron un poco a lo que me había imaginado el día anterior, desde el velorio hasta el entierro. La muerte también se puede convertir en una rutina aprendida. Salimos de la iglesia, yo no quise cargar el ataúd, aunque caminé todo el tiempo junto a él, con las mujeres de mi vida agarradas a mis brazos, mi mamá a un lado y mi hermana al otro. En la primera esquina, frente a El Nogal, la cafetería donde tomaba tinto casi siempre, donde nos invitaba a tomar perico para acompañar los buñuelos, el cortejo se detuvo a escuchar una canción popular, “Adiós a un amigo”, que sonaba por encargo de un tío mío, cuñado de él, hermano de mi mamá, quizás, su mejor amigo. Volví a llorar.

Aunque la vida termine, lo que viene después de la muerte para quienes por ahora seguimos vivos es una historia que se sigue escribiendo: la de la memoria que pesa o la de la memoria que sana, la de los recuerdos que se amarran a la pata de la cama para que siempre estén antes de dormir, o que se acurrucan debajo de la almohada para que salgan volando cuando ya no se sientan cómodos. Esta historia no es justa ni para sus 63 años de vida ni para los 21 que pude compartir con él, pero la historia de la muerte sigue siendo, en el fondo y a pesar de todo, la historia de quienes podemos contarla.

***

Mientras estabas en el hospital, antes de decir que no te querías morir, cuando yo pensaba que estabas exagerando, me decías, una y otra vez: “Hijo, estoy cansado, estoy cansado”, y llorabas, y tu cara de dolor vaticinaba mi cara de angustia desde que no estás. “Estoy cansado, hijo… Juanda, estoy cansado”, repetías tu lamento. Te extraño, pero ya no estás más cansado, Papá.