A manera de prólogo
No es común prologar una entrada de blog, y menos aún ser uno mismo quien lo haga, pero esta entrada lo amerita. Este blog está a nada de hacer parte del cementerio virtual a donde van a parar todos los proyectos fracasados. Pero sigue aquí. Vuelvo con una excusa muy específica. Como última electiva estoy viendo un taller de escritura creativa, por lo que, ocasionalmente, he vuelto a escribir cositas. Este texto fue el primer ejercicio. Partimos de una novela colombiana llamada Señor que no conoce la luna, de Evelio Rosero. A decir verdad, una novela bastante extraña. El tema a trabajar fue el encierro, y el ejercicio, escribir una carta desde algún tipo de encierro físico o psicológico. No sé qué tan leal haya sido al ejercicio, pero aquí está el resultado, que guarda especial importancia por ser el primer escrito de este tipo en muchísimo tiempo (el archivo del blog lo demuestra). No es más. Estaré publicando algunos de esos ejercicios y tengo en mente un proyecto virtual muy distinto a éste. Ya veremos. Les dejo mi "carta desde la prisión" y, por razones aparentemente ornamentales, esta pintura de Oswaldo Guayasamín.
Aquí estoy mejor. Es posible
que todavía no lo entiendas y entiendo que no lo hagas. Nunca pretendí que mi
decisión fuera bien tomada por nadie. No esperaba recibir golpes en la espalda,
palabras de apoyo, conmiseraciones ni falsas expresiones de comprensión. Aun
así, llegaron y también lo entiendo.
Mis amigos no sabían qué más
hacer, sentían la responsabilidad de decir algo, de manifestarse. Pero yo sentí
más sinceras las expresiones de desaprobación, como la de Clarita. Lloraba,
desgarraba las palabras y los gestos y me golpeaba sin fuerza pero con rabia.
Ella no me quería hacer daño, y quería que yo no me lo hiciera tampoco. Que hay
más caminos, que siempre se encuentran soluciones, que no todo está perdido,
que esto y que lo otro. No sé si ella de verdad creía que había alguna
solución, pero su rabia era genuina, como no podía ser de otra forma. Es más
fácil fingir amor o cariño que hacer lo mismo con la rabia o la tristeza.
Ella me conocía más o menos
bien, y sabía que no era una decisión que fuera a echar para atrás, y quizás
por eso su actitud, como si me diera por muerto anticipadamente, como si en mis
ojos decididos viera la imagen inexpresiva del rostro a través del cristal
cuadrado de un ataúd nuevo, reluciente, tallado a gusto de los dolientes. Como
ella fueron muchos, aunque no todos me insultaban con tal intensidad.
Supongo que has hablado con
Diego desde que me fui, y que conoces su versión de la última conversación que
tuvimos. Sabes que confío en él, tanto como para no querer desmentir nada de lo
que te haya podido decir. Es un hombre recio, centrado, maduro desde pequeño, o
por lo menos desde que lo conozco. No sé bien si fue que la vida pulió a golpes
su carácter, o es de esas personas extrañas y escasas, demasiado racionales,
que parecen tener todo bajo control en cualquier momento por imposible que
parezca, incluso siendo demasiado jóvenes. Cuando fui a despedirme de él no fue
la excepción. Desde que me vio, noté por su expresión que ya sabía el motivo de
mi visita. No fue necesario decir mucho, ni dar explicaciones. Tampoco las
pidió. Yo sabía, sin que me lo dijera, que no estaba de acuerdo. Él sabía, sin
que yo le dijera nada, que no necesitaba que nadie estuviera de acuerdo, y que
mi decisión no dependía de eso. Quizás por eso estaba tan molesto. Más que mi
partida, le enfurecía saber que no podía hacer nada, sentirse impotente, maniatado.
La terquedad no le daba para intentarlo, si quiera. Por eso, lo último que le
dije fue que no se sintiera mal por no haber intentado nada. En ese momento, vi
un cambio en su rostro que me tranquilizó, en sus ojos cesó el rojo de las
pequeñas ramificaciones capilares, y dio paso a una capa mucosa que me mostró
la tristeza que había tratado de ocultar durante toda la conversación. Aunque
sea difícil fingir tristeza, a veces resulta más útil disfrazarla, tratar de engañar
con algo de desaprobación y decepción.
A Diego y a Clarita les guardo
una inmensa gratitud por eso, por no haber comulgado con mi decisión, por
hacérmelo saber de una u otra manera. En medio del desgano con que pudieran
haberlo hecho, incluso al margen de éste, siento que fueron fieles a mí y a sí
mismos hasta el último momento. No puedo decir lo mismo de la gente que me
apoyó. ¡Hipócritas! ¡Moralistas! Decían que me entendían, que habrían hecho lo
mismo que yo en mi situación, o que no, pero solo por falta de valor. Yo no
quería, no quiero, ser un héroe para nadie. No fue para eso que decidí irme. En
la cara de todos, indistintamente, sentí el pesar, la piedad, la compasión.
“Pobre hombre, tan débil, tan perdido”, era lo que debía pasar por la mente de
cada uno de ellos mientras me abrazaban y me ofrecían toda la ayuda que pudiera
necesitar, aunque eso les acarreara problemas. Solo tengo una cosa que
agradecerles: fue por ellos que me afirmé en estar haciendo lo correcto. Entre
otras cosas, necesitaba huir de gente así, pero sobre eso te hablaré después.
***
Atesoro la última conversación
que tuvimos, como otras tantas, pero más. Sabes que le temo al olvido, aún hoy,
estando lejos y después de haber decidido irme para siempre. No es lógico que
te escriba después de ese “para siempre”. Incluso puedes leer cada una de estas
palabras como una muestra de debilidad o como un flaqueo en mi decisión. Pero
pronto llegará el momento de hacerlo efectivo en la escritura, sólo en la
escritura, y entonces, para el mundo, será cierto que fue para siempre.
Siempre me recriminaste, con
algo de cariño, que le temiera tanto a esa desaparición simbólica que es el
olvido. Quizás tenías razón, quizás pretender ser recordado es una muestra de
vanidad y de egolatría. Quizás sea cierto que somos apenas una mota de polvo en
la historia, y que si las personas pretendieran recordar todo lo que las
antecede el presente sería un caos de nostalgias y remembranzas sin sentido, un
eterno retorno, un estado de marasmo donde todos viviríamos en nombre de los
muertos y no de los vivos. Siempre fuiste demasiado optimista con eso de que
hay que pensar en los vivos para asegurarse el presente y, con algo de suerte,
un poco del futuro. Pero yo no. Aún si te diera la razón en todo esto, como probablemente
lo esté haciendo, mi miedo al olvido no depende de la fuerza de la razón, sino
más bien de la fuerza de todo lo que no podemos explicar, aunque le dediquemos
una vida entera a intentarlo.
Por ese miedo, lo primero que
hice al llegar aquí fue tomar un papel y escribir esa conversación, después de
habérmela repetido durante todo el viaje para que no se me fuera a escapar
ningún detalle. Por ese miedo, quiero escribírtela tal y como salió en ese
momento, para que no la olvides, aunque decidas quemar esta carta o dejarla
guardada en un cajón hasta que el olvido de cuenta de ella:
Fecha:
29 de junio.
Lugar: El rinconcito (no podía ser otro).
Lugar: El rinconcito (no podía ser otro).
Yo:
¿Llego tarde?
Ella: No, acabo de llegar también.
Yo: Entonces los dos llegamos tarde.
Ella: Sí, los dos somos culpables, y por ahí derecho, cómplices. Ninguno de los dos pondrá el denuncio.
Yo: ¡Qué conveniente! (Entonces ella se ríe, y yo siento que me succionan los intestinos). ¿Pedimos?
Ella: No, ya pedí, por los dos.
Yo: Bueno, gracias (su cara cambió, se puso seria, o triste. No sé. La amo, pero nunca aprendí a leerla).
Ella: ¿Nos vamos a demorar?
Yo: Solo lo necesario (en ese momento, nos quedamos en silencio, miramos alrededor, evitamos mirarnos, o lo hacemos de reojo y por poco tiempo. Parecemos dos enamorados durante la primera cita, que nunca han hecho el amor, que no se han hecho daño, que no saben si van en serio o no, que no saben nada, que solo juegan. Llega lo que ella pidió, no me sorprendo. Entonces, los dos tomamos un sorbo, para aclarar la voz, quizás. La miro). Me imagino que tienes muchas preguntas…
Ella: Tengo muchas dudas, pero llevo todo el día pensando cómo volverlas preguntas y no se me ha ocurrido nada.
Yo: Me ayudaría mucho que me preguntaras.
Ella: No es que no quiera, es que no soy capaz.
Yo: Bueno, yo tampoco sería capaz.
Ella: Claro que sí. Vos siempre fuiste capaz. Lo que pasa es que nunca me preguntabas para que yo terminara diciendo todo por mi cuenta. (Me río y me sonrojo. Estoy descubierto desde hace más tiempo del que creía. Pero esta vez soy yo quien debe dar respuestas).
Yo: Bueno, ni modo. Voy a tratar de ser claro, pero no prometo nada.
Ella: Lo imagino (no entendí muy bien qué quiso decir con eso, pero tenía mucho en qué pensar como para quedarme ahí).
Yo: Muy bien… No quiero que pienses que me voy por tu culpa, pero tampoco quiero que pienses que no lo hago por tu culpa…
Ella: Claro, entiendo (en ese momento entiendo lo que había querido decir antes. Estaba enojada, y la situación no prometía mejorar).
Yo: No espero que lo entiendas, ni ahora ni después. Vos sabés que son muchas cosas, y que entre todas esas cosas también estás metida. Vos sabés que todo esto es más de lo que puedo aguantar, que si me quedo me voy a morir.
Ella: Yo no sé nada ¿Cómo voy a saber? ¡¿Cómo carajos voy a saber?! (Lo veía venir, pero no estaba preparado. Nunca se está preparado. En ese momento, sentí que me succionaban los intestinos de nuevo, con más fuerza. Sentí que me desgarraba).
Yo: Sabés lo suficiente (no era cierto, pero no encontré qué más decir). Pero ese no es el caso.
Ella: ¿Cómo que te vas a morir? ¿Es que huir no es otra forma de morirse? ¿Morir huyendo no es la forma más cobarde de morir? (Tanta sinceridad me enfermaba. Muchas veces consideré que estaba actuando como un cobarde, pero me consolé pensando en que también se necesitaba valor para hacer lo que iba a hacer).
Yo: ¿Y para qué me quiero quedar? Según vos, si me voy también me muero, pero si me quedo, aún sin morirme, ¿cómo voy a seguir viviendo así, como si nada?
Ella: ¡Sos un egoísta de mierda!
Yo: Claro, pero que vos querás que me quede para no sentirte mal no es nada egoísta.
Ella: Ese no es el punto…
Yo: Claro que no. Dejame seguir. (En ese momento la botella ya iba por la mitad. Tomé otro sorbo para agarrar fuerzas y porque no quería que se me quebrara la voz. Ella siguió mirándome sin decir nada, esperando para escucharme). Quise hablar con vos por pura cortesía. Esta conversación ya es demasiado incómoda para mí, y nunca me gustó que ningún momento con vos fuera incómodo. Me voy porque es lo último que puedo hacer, porque es lo único que quiero hacer. Morirse no es deshonroso, todos lo vamos a hacer. Pero no puedo seguir aquí. Es simplemente eso.
Ella: “Simplemente”, como si fuera tan fácil. Vos tenés una decisión y, al parecer, no puedo hacer nada. Pero no sos capaz de explicarme nada.
Yo: Que te explique no significa que lo vayas a entender.
Ella: Quiero entender solo una cosa… ¿Yo qué? Decime egoísta todo lo que querás, pero, ¿es que no te importo nada?
Yo: Claro que sí. Lo sabés. Te amo y todo lo demás, pero eso ya no importa. Nadie puede vivir ni morir por amor. El amor está sobreestimado, ha sido llevado más allá de sus alcances y posibilidades, y ha sido dotado de un montón de virtudes y cualidades que son imposibles dentro de lo humano. El amor ha terminado por encima de lo que las personas podemos ser y hacer. Por eso, aunque estés vos, no puedo considerarte para tomar esta decisión. No me puedo amarrar así. Pero que no te quede duda de que no he dejado de sentir por vos (en ese momento, era inevitable, se me quebró la voz).
Ella: Definitivamente no soy capaz de entender. ¿Me vas a decir algo más o vas a seguir repitiendo todo lo que para vos es inevitable?
Yo: Creo que no tengo mucho más qué decir.
Ella: Está bien (se levantó y fue al baño. Mientras tanto pagué y me despedí del hombre de la barra como si fuera a volver pronto. Salí como si la fuera a esperar afuera. Siento que esa fue la única huida cobarde. Quizás ella piense que fue la más cobarde, o no).
Ella: No, acabo de llegar también.
Yo: Entonces los dos llegamos tarde.
Ella: Sí, los dos somos culpables, y por ahí derecho, cómplices. Ninguno de los dos pondrá el denuncio.
Yo: ¡Qué conveniente! (Entonces ella se ríe, y yo siento que me succionan los intestinos). ¿Pedimos?
Ella: No, ya pedí, por los dos.
Yo: Bueno, gracias (su cara cambió, se puso seria, o triste. No sé. La amo, pero nunca aprendí a leerla).
Ella: ¿Nos vamos a demorar?
Yo: Solo lo necesario (en ese momento, nos quedamos en silencio, miramos alrededor, evitamos mirarnos, o lo hacemos de reojo y por poco tiempo. Parecemos dos enamorados durante la primera cita, que nunca han hecho el amor, que no se han hecho daño, que no saben si van en serio o no, que no saben nada, que solo juegan. Llega lo que ella pidió, no me sorprendo. Entonces, los dos tomamos un sorbo, para aclarar la voz, quizás. La miro). Me imagino que tienes muchas preguntas…
Ella: Tengo muchas dudas, pero llevo todo el día pensando cómo volverlas preguntas y no se me ha ocurrido nada.
Yo: Me ayudaría mucho que me preguntaras.
Ella: No es que no quiera, es que no soy capaz.
Yo: Bueno, yo tampoco sería capaz.
Ella: Claro que sí. Vos siempre fuiste capaz. Lo que pasa es que nunca me preguntabas para que yo terminara diciendo todo por mi cuenta. (Me río y me sonrojo. Estoy descubierto desde hace más tiempo del que creía. Pero esta vez soy yo quien debe dar respuestas).
Yo: Bueno, ni modo. Voy a tratar de ser claro, pero no prometo nada.
Ella: Lo imagino (no entendí muy bien qué quiso decir con eso, pero tenía mucho en qué pensar como para quedarme ahí).
Yo: Muy bien… No quiero que pienses que me voy por tu culpa, pero tampoco quiero que pienses que no lo hago por tu culpa…
Ella: Claro, entiendo (en ese momento entiendo lo que había querido decir antes. Estaba enojada, y la situación no prometía mejorar).
Yo: No espero que lo entiendas, ni ahora ni después. Vos sabés que son muchas cosas, y que entre todas esas cosas también estás metida. Vos sabés que todo esto es más de lo que puedo aguantar, que si me quedo me voy a morir.
Ella: Yo no sé nada ¿Cómo voy a saber? ¡¿Cómo carajos voy a saber?! (Lo veía venir, pero no estaba preparado. Nunca se está preparado. En ese momento, sentí que me succionaban los intestinos de nuevo, con más fuerza. Sentí que me desgarraba).
Yo: Sabés lo suficiente (no era cierto, pero no encontré qué más decir). Pero ese no es el caso.
Ella: ¿Cómo que te vas a morir? ¿Es que huir no es otra forma de morirse? ¿Morir huyendo no es la forma más cobarde de morir? (Tanta sinceridad me enfermaba. Muchas veces consideré que estaba actuando como un cobarde, pero me consolé pensando en que también se necesitaba valor para hacer lo que iba a hacer).
Yo: ¿Y para qué me quiero quedar? Según vos, si me voy también me muero, pero si me quedo, aún sin morirme, ¿cómo voy a seguir viviendo así, como si nada?
Ella: ¡Sos un egoísta de mierda!
Yo: Claro, pero que vos querás que me quede para no sentirte mal no es nada egoísta.
Ella: Ese no es el punto…
Yo: Claro que no. Dejame seguir. (En ese momento la botella ya iba por la mitad. Tomé otro sorbo para agarrar fuerzas y porque no quería que se me quebrara la voz. Ella siguió mirándome sin decir nada, esperando para escucharme). Quise hablar con vos por pura cortesía. Esta conversación ya es demasiado incómoda para mí, y nunca me gustó que ningún momento con vos fuera incómodo. Me voy porque es lo último que puedo hacer, porque es lo único que quiero hacer. Morirse no es deshonroso, todos lo vamos a hacer. Pero no puedo seguir aquí. Es simplemente eso.
Ella: “Simplemente”, como si fuera tan fácil. Vos tenés una decisión y, al parecer, no puedo hacer nada. Pero no sos capaz de explicarme nada.
Yo: Que te explique no significa que lo vayas a entender.
Ella: Quiero entender solo una cosa… ¿Yo qué? Decime egoísta todo lo que querás, pero, ¿es que no te importo nada?
Yo: Claro que sí. Lo sabés. Te amo y todo lo demás, pero eso ya no importa. Nadie puede vivir ni morir por amor. El amor está sobreestimado, ha sido llevado más allá de sus alcances y posibilidades, y ha sido dotado de un montón de virtudes y cualidades que son imposibles dentro de lo humano. El amor ha terminado por encima de lo que las personas podemos ser y hacer. Por eso, aunque estés vos, no puedo considerarte para tomar esta decisión. No me puedo amarrar así. Pero que no te quede duda de que no he dejado de sentir por vos (en ese momento, era inevitable, se me quebró la voz).
Ella: Definitivamente no soy capaz de entender. ¿Me vas a decir algo más o vas a seguir repitiendo todo lo que para vos es inevitable?
Yo: Creo que no tengo mucho más qué decir.
Ella: Está bien (se levantó y fue al baño. Mientras tanto pagué y me despedí del hombre de la barra como si fuera a volver pronto. Salí como si la fuera a esperar afuera. Siento que esa fue la única huida cobarde. Quizás ella piense que fue la más cobarde, o no).
Viéndola así, no parece una
conversación muy larga. Incluso parece una conversación prescindible. No
tendríamos que habernos visto para eso. Pero no era para hablar que quería
verte. Sólo era eso, quería verte por última vez. Las fotos que tengo se van a
volver viejas, se van a romper o las va a dañar la humedad. Ahora te imagino
saliendo del baño con la cara húmeda, buscándome en el sitio, preguntándole al
hombre de la barra por mí, preguntándole cuánto debías, saliendo a comprobar si
estaba afuera.
***
Después de todo, siento que te
debo una explicación, aunque ahora, como antes, tampoco prometo ser claro.
Necesitaba irme para sentirme
libre. Todos nos estamos yendo todo el tiempo, de lugares, de personas, de
momentos. No estamos hechos para quedarnos en ningún lugar. Quedarse es una
forma de cobardía, de facilismo y comodidad con la vida. Más allá de todo lo
que me pudo haber pasado, de lo que pudo haber precipitado mi decisión, que
está de menos, ya llevaba mucho tiempo pensando en esto. Bien que mal, la vida
de nadie puede estar sujeta a otras personas o a otros lugares, solo por haber
nacido allí o por compartir sangre y rasgos físicos. ¿Y si la vida es más que
eso? ¿Si la vida es más que una familia, unos amigos y una nación?
Pensar así no me ayudó. A
muchos no les gustaba, les parecía que hacía falta tener adscripciones para
vivir, estar anclado a algo. Pero estar anclado, como un buque viejo, no puede
ser considerado un modelo de vida. No fue para eso que se construyeron los buques.
Sabes de mi terquedad al
opinar. Esa terquedad me implicó ciertas discrepancias que, al principio
parecían naturales y manejables, pero que con el tiempo se fueron
radicalizando, y comenzaron a ser leídas como un peligro por quienes no estaban
de acuerdo conmigo. Aun no entiendo muy bien qué tan peligroso resulta pensar
algo en lo que nadie va a estar completamente de acuerdo con uno. Yo era una
isla, y lo sabía, y me sentía bien con eso, pero no me iba a callar.
A vos no te importaba
demasiado. Me decías que era demasiado pesimista, oscuro, romántico, o como
fuera, que no entendías como podía vivir de una forma pensando que no estaba
bien vivir así. Y tenías algo de razón. No dejo de preguntarme cómo es que me
preocupo tanto por la memoria y el olvido, si la memoria es lo que finalmente,
más allá de la sangre o los documentos de identificación, nos ancla a todo lo
que queremos. Tendríamos que olvidar todos los días para desapegarnos de todo
lo que aprendimos a querer por la fuerza de la costumbre. No estoy seguro de
ser capaz de vivir así.
Lo cierto es que aquí no
conozco a nadie. Soy como un marinero en puerto nuevo, con todos mis recuerdos
y cicatrices a cuesta, pero dispuesto a dejar todo atrás. De vez en cuando veo
caras que me resultan familiares, pero no les importo, y eso me gusta. Me
resultan familiares porque me recuerdan a alguien a quien nunca volveré a ver.
Ahí está el doble juego.
No huí porque quisiera hacer
realidad una vida aislada del mundo o de todo contacto humano. Menos ahora, que
vivo en una ciudad atestada de gente, que por lo menos triplica las almas que
vivíamos allá. Todas esas discrepancias me empezaron a generar encuentros
desagradables. Mi pensamiento de apátrida ameritaba ser tratado como tal, según
ellos. Los chistes se fueron convirtiendo en amenazas. Aunque nadie me comiera
cuento, mi pensamiento afectaba la cohesión del grupo (aún no sé bien de qué
grupo). Y bueno, resultaría muy paradójico que alguien que no cree en la
identificación con entidades superiores terminara ofreciendo su vida en nombre
de esas mismas entidades.
Aquí suena muy racional. He
tenido tiempo para racionalizarlo, pero mientras estuve allá no terminaba de
comprender. En realidad, todo me parecía muy confuso. No amo el himno pero
disfrutaba mirar el cielo desde esas tierras; no creo en la mística que se
atribuye a la familia, pero no cambiaba los almuerzos de domingo con mi mamá
por nada del mundo; no me gustaban las banderas, pero de vez en cuándo
disfrutaba ver un partido de fútbol con el torso desnudo de fanatismos. Aprendí
a vivir de manera estoica, con lo necesario, sin generar demasiadas
expectativas sobre las cosas que me gustaban, pero disfrutándolas. Con vos fue
distinto, ya sabés. Aunque no deposito tantas esperanzas en el amor, disfrutaba
estar contigo tanto como pudiera. Y bueno, el que no tenga contradicciones que
tire la primera piedra.
La rabia se fue apoderando de
mí. ¿Cómo es que no podía sentirme de nadie y de ninguna parte, así, tan
impunemente? Creo que sentían, equivocadamente, que ello era una muestra de
grandeza innecesaria de mi parte. Que vanidosamente estaba prescindiendo de
todo, como si fuera autosuficiente y
todo a mí alrededor sobrara. Pero no, al contrario. Creía, y creo, que somos
demasiado pequeños como para pretendernos más de lo que somos. Que la grandeza
y la vanidad se encuentran en quienes buscan sumarse, juntarse, fusionarse,
perderse en medio de la multitud. Ahora yo estoy perdido en medio de la
multitud, pero no soy nadie, soy una cabeza más en medio de un mar de cabezas
que caminan todos los días hacia cualquier lugar. Soy más pequeño que nunca,
soy todo el mundo que puedo soportar. Sigo encerrado, pero controlo todo lo que
pasa en esta prisión que decidí aceptar voluntariamente.
Si no hubiera pasado todo lo
que te he contado de forma vaga, seguramente seguiría allá, pensando en irme,
en salir, en huir, pero sin decidirlo aún. Y no es que agradezca. Habría
preferido tomar la decisión tarde que ser presionado a tomarla temprano. De
tantas huidas posibles, la muerte no estaba contemplada en mi lista de
opciones. ¿Cómo morir por lo que pienso? Sería una gigantesca expresión de
vanidad. ¿Y si los miles de millones de personas del mundo decidieran morir,
cada una, por lo que piensa? Sería llevar la idiotez colectiva llevada a su más
ecológico límite.
No espero que te haya quedado
muy claro después de esto. Pero quizás ahora sea menos confuso que antes. Por
lo pronto, procuro perderme todos los días. Pero sigo cargando todos mis
recuerdos, en especial el tuyo. Te amo, y te recuerdo para no extrañarte. Con
el tiempo es posible que ni te recuerde ni te extrañe, ni vos a mí. Cuéntales
de estas cartas a Diego y a Clara, hasta donde te sea posible. Y claro,
salúdalos de mi parte. Solo no les digas que pienso que van a terminar enamorándose
algún día, y que serán la pareja más feliz que sus amigos puedan conocer en
mucho tiempo. O no les digas nada, solamente que aquí estoy mejor. Ahora, de
nuevo, como antes y como seguirá siendo en adelante, me voy.