martes, 5 de enero de 2010

De juegos, juguetes y vacaciones


Pocas vacaciones recuerdo haber salido de mi casa, de paseo o de viaje o de lo que se quiera llamar. Mis vacaciones generalmente son poco interesantes aunque no por ello dejan de ser necesarias. Las vacaciones, esos períodos convencionales de cese de actividades, marcan pausas y cortes en la vida. Son los puntos intermedios entre escalones diferentes, de subida o de bajada provistos de características distintas.

Estoy tratando de recordar mis vacaciones infantiles y la verdad poco recuerdo, quizás porque sea muy poco diferente a lo que es ahora. Quizás eran diferentes las navidades, por aquello de que se pasaban en familia y por la magia de lo desconocido, de lo ignorado y perseguido. Hace no mucho estuve hablando con alguien (SGS) de eso y me gustó bastante recordar mis juguetes de niñez. Todos en un costal porque en una caja no cabrían, aunque los más bonitos, caros y queridos (tanto por mí como por mi papá) estaban a parte, en lugares más seguros, o de cuando en vez en una repisa dónde se convertían en parte de la decoración.

Un avión blanco, grande, que hacía ruidos de avión y otras gracias. Se abrían la puerta principal y la del equipaje, en la primera se veía una lámina en que una azafata rubia bien vestida de azul invitaba a pasar y en la segunda, solo una luz roja con forma de maletas abordando. Al prenderlo, el avión comenzaba su marcha en la dirección que la llanta delantera quisiera, después sacaba una llanta más pequeña (tren de aterrizaje) pegada a una palanca que se levantaba y el avión quedaba en posición de vuelo, como cuando los de verdad están saliendo del aeropuerto. Después se volvía a esconder la llanta, el avión “aterrizaba” y paraba para abrir de nuevo sus puertas, que bajaran los pasajeros, descargaran sus equipajes y listo para recibir nuevos viajeros hacia dónde la imaginación alcanzara a llegar.

Dos autos de policía: el blanco y el rojo. El blanco siempre estuvo guardado con mayor precaución por mi papá, que me lo sacaba cada que yo recordaba que existía y por supuesto, cada que habían pilas (2 pilas A, de las grandes). Tenía señales de un departamento de policía gringo, y era un auto de policía gringo, lo sé porque se parecía a esos que aparecen en las películas viejas gringas. No hacía muchas gracias más que rodar sin rumbo, en todas direcciones, pero lo que me gustaba de él eran los colores que había encima de la cabina. Era la sirena, que no recuerdo si hacía ruido pero brillaba siempre intermitentemente girando y girando, entre el amarillo, el azul y el rojo. El auto rojo (eso me recuerda una canción) lo disfrute mucho más, ese si estaba a mi disposición, las pilas eran de las normales (doble A) y fueron reemplazadas varias veces. También era un auto de policía norteamericano, estadounidense, gringo para mayor claridad, pero valga la aclaración, ¡era rojo! Las luces de encima eran rojas y azules, de las tradicionales y tenía un par de gracias. Gracia número 1: cíclicamente, es decir, cada cierto tiempo se abrían las puertas laterales y salían de allí dos policías, uno de cada una, de casco blanco como si fueran en moto y ropa café, de medio cuerpo y cada uno con una arma en la mano que daba al exterior. Cuando salían comenzaban a sonar los disparos, pero creo que nunca mataron a nadie. Gracia número 2: En la parte trasera había una pequeña puerta negra, que vista de frente podría parecerse a las puertas de las cantinas del Viejo Oeste o a las de los orinales de cualquier lugar de Colombia. Cuando la puerta se abría, salía de ella un muy pequeño helicóptero negro y rojo empujado por una palanca y quedaba por encima del auto. Salía prendiendo luces y moviendo rápidamente la hélice, tan rápido que se podía ver a través de ella. Eso era lo que más me gustaba de ese auto de policía. Ninguno de los dos persiguió nunca ningún ladrón, si acaso se persiguieron entre ellos. Nunca mataron a nadie, a menos que en mis juegos infantiles los pasara por encima de algún bicho doméstico. Y hoy, ni siquiera sé dónde habrán quedado ni quien juegue con sus motores inservibles.

Entre muchas ruedas, muchos músculos sintéticos, mucho metal y plástico, y supongo que muchos momentos, el juguete que más recuerdo de mi infancia, el que más recuerdo haber disfrutado y el que más me hizo brillar los ojos al abrirlo fue un tren, con su respectiva línea ferroviaria. El juguete fue sugerido por mi papá. Mis juguetes siempre eran de los dos, el nunca los utilizaba pero disfrutaba más que yo viéndome jugar. Recuerdo que esa mañana soñé con la llegada del “niño Dios”. Era una lucecita brillante, como un hada que llegaba por el aire y se posaba sobre la cama y hacía aparecer por arte de magia los juguetes. Así me imaginé que llegó mi tren, en ese entonces no sabía de la injerencia directa de mis padres en el regalo (¡Ups!). Cuando desperté lo encontré sobre mi cama y bajé con el rápidamente al primer piso a mostrárselo a mis papas. Revisé el pesebre, ya habían llegado María y José a su casa y los Reyes Magos llevaban buen recorrido, siempre Melchor de último. Después de esto lo abrí. Hubo un largo momento mientras descubríamos como se prendía. Entre los experimentos que hicimos vimos que había un mecanismo para que soltara humo por la chimenea, era humo de verdad, pero se le acabó rápidamente.

Pista armada, vagones engarzados y locomotora prendida ¡Vámonos! Fueron muchos meses los que disfruté ese tren, porque esos juguetes no duran años. Ponía la pista en subida, en bajada, cambiaba la forma de la pista, hacía túneles y demás variaciones que hacían el recorrido circular más interesante, divertido y, porque no decirlo, mágico. Lo último que recuerdo es haber armado, en algunas vacaciones una gran pendiente con cajas y desorden en el mirador de mi casa y haber puesto sobre ella una pista recta en la que ponía los vagones no motorizados para que bajaran con la fuerza de la gravedad –que por supuesto entonces me importaba tan poco o menos de lo que me importa ahora- y se estrellaran contra las baldosas del suelo o siguieran su rumbo por el piso hasta que la inercia fuera contrarrestada por la resistencia del aire –que tampoco me importaba- o por la pared del otro lado.


Cuando comencé a escribir esto no pensé que fuera a hablar de mis juguetes, pero terminé hablando de ellos a propósito de las vacaciones. Fueron muchos de muchos materiales, de muchas formas y colores. Aún tengo uno pendiente, siempre quise un carro de control remoto que ni siquiera pedí, no sé porque, quizás pensé que no me lo darían. El caso es que no sé cuando, si ahora, después o más después esa fantasía infantil será cumplida, compraré un carro a control remoto, no sé de cuáles -quizás parecido al de la foto-, y saldré a jugar con el mucho por las calles. Por ahora mis vacaciones están viendo la luz al final del túnel, pero creo que queda suficiente tiempo para salir un poco, descansar otro poco (¿de qué?), terminar unas lecturas pendientes, quizás seguir escribiendo, en fin, lo que resulte, porque mis vacaciones son siempre eso, lo que resulte.

1 comentario:

Sebastian Villa dijo...

El tren! a mi me llegó uno, pero de herencia. Fue de mi padre, y tambien lo disfruté tanto! son realmente mágicos esos condenados... la forma en la que se mueve la locomotora, esa sensación de libertad y control... todo.

Y en cuanto al de control remoto, admito que tambien fué otro regalo que siempre deseé y nunca tuve, ni pedirlo tampoco... me devolviste la duda. por qué nunca lo pedí?