martes, 24 de febrero de 2009

CC o NN

(Primer párrafo eliminado)

A partir de hoy existo para el estado de la República de Colombia, más aún, a partir de hoy me consideran un ciudadano de la república.

Según la definición de mi profesor de historia del pasado semestre -con la cuál estoy de acuerdo porque es sencilla pero concisa- un ciudadano es una persona con conciencia social y con conciencia política, es decir, una persona que sabe que existe en una sociedad (razón por la cual se puede estar al borde del suicidio) y que debe cohabitar en armonía si es posible con sus semejantes, además de esto es conciente de que hay ciertos ordenes establecidos, maneras de hacer las cosas, jerarquías, pero también desigualdad social entre otros problemas, y que él como individuo tiene la posibilidad, por lo menos en las sociedades que se hacen llamar democráticas, de actuar, o como dirían muchos de manera simplista, elegir y ser elegido.

Tres fotos de 5x4 cm. con fondo “blanco o beige para personas religiosas y azul para personas carentes de cabello o de cabello claro” (aún no entiendo lo de personas religiosas), el grupo sanguíneo y factor RH y la tarjeta de identidad o en su defecto una copia autenticada del folio de registro civil es suficiente entonces para demostrar que se es ciudadano. Para ser ciudadano hay que tener además la paciencia -muy útil en Colombia- para pedir una cita, recibirla en mi caso para casi 25 días después y también para llegar y esperar a ser atendido. Hay que lavarse las manos e impregnarse los dedos de tinta para que el estado quede con registro de cada una de tus huellas digitales. “Espérala un momento que ella te va a reseñar”, eso me sonó a cárcel, ya me imaginaba tomándome fotos con un letrero en la mano, traje anaranjado o a rayas, de frente y de perfil.

Porque ser ciudadano significa que ahora soy responsable de mis actos, puedo ser judicializado, tumbado, estafado y porque no, comprado y vendido. Ahora soy un voto más en las urnas. Ser ciudadano significa que ya puedo ingresar a bares, discotecas, prostíbulos, y demás sitios “de perdición” (legalmente y con permiso) a los que se puede tener acceso también siendo menor de edad con un poco de pericia.

Construir (o destruir) ciudadanía es una de las responsabilidades más grandes de la educación y de los medios de comunicación. Ésta es imprescindible para poder pensar en la construcción de una verdadera democracia participativa. Hoy no creo tener la suficiente conciencia política ni social para ser considerado un ciudadano aunque espero ir por buen camino. Hoy sólo tengo un papel cuadrado que ni siquiera me cabe en la billetera y un “dentro de ocho meses esté averiguando”.

Cómo en este país solemos celebrar por lo que ya no hay (fiestas del tren, fiestas del retorno, feria de las flores, fiestas de la piña, etc.), celebro hoy la ciudadanía y la democracia colombianas y celebro porque las dos son de papel, espero que sean papeles en blanco sobre los cuales podamos escribir cada día. Por ellas ¡Salud!

domingo, 22 de febrero de 2009

Préstame tu vida un momento

-Préstame tu vida un momento…

El bar era oscuro, demasiado. La luz no lograba iluminar todos aquellos rincones oscuros, los de los corazones de los concurrentes. Los corazones por su parte no tenían muchas ganas de ver la luz, ya la habían visto alguna vez, pero las consecuencias no fueron las mejores. Los amores contrariados de sus vidas, la luz que los hacia palpitar, era la misma que luego los oscurecía.

Un corazón roto, un estómago vacío y un alma joven, joven pero cansada. Era una hermosa pelirroja sentada en la barra, blanca como la más. Imagen de mujer fatal, el escarlata en su cabello que se confundía con el brillo de sus ojos marrones, la pestañina del mismo color de la negra minifalda que dejaba a la imaginación lo que con más gusto se ha de imaginar. Un par de tenis de tela rojos y negros, las medias a altura desigual. La blusa brillante que dejaba ver sus pecas, escote sublime con dirección a la gloria.

Una cerveza, en vaso y con pitillo, un cenicero pequeño con dos colillas muertas aún húmedas y el corazón hecho añicos. Nada en especial, todo en particular. La soledad es la mejor de las compañías, pero nunca se sabe cuando se duerme con el enemigo. Después de mucho tiempo de compartir con ella, decide de un momento a otro no seguir escuchándote, dejar de ser tu confidente, y sigue ahí, no se va jamás, pero se queda lacerando sus huellas.

Él era un poco mayor según la cédula, pero su corazón aún cantaba rondas, había sufrido bastante pero no lo suficiente. Palpitaba aún con vida, pero sin ganas. Su apariencia era sobria, un jean oscuro y zapatos negros, una camiseta que para esa hora era de ningún color, una chaqueta de cuero que no lograba calentar sus vísceras. Un par de anteojos de medio marco oscuro que ocultaban lo opaco de sus ojos. Su cabello era abundante y no muy largo y el bello facial apenas le estaba creciendo. Iba con las manos en sus bolsillos, caminando por las aceras sin ningún rumbo aparente, meditabundo. Caminaba como arrastrando las pisadas, de vez en cuando levantaba los pies un poco más de lo usual, como cuando un niño sale corriendo de manera candida. Sus zapatos estaban mojados, hace poco había llovido y la ciudad -que no se había limpiado de sus pecados, nunca lo hace- estaba llena de charcos. Veía como las luces publicitarias se reflejaban en los asentamientos de agua de la misma manera que lo hacían en sus lentes, pero cuando el los pisaba perdían sus formas, con sus pisadas desprevenidas le quitaba fuerzas a la urbe gris que no lograba comérselo.

Un letrero en especial llamo su atención, era un imán y caminaba casi instintivamente. Entró, el brillo le golpeó la mirada pero tardó poco en acostumbrarse a la intermitencia del lugar. Se acercó a la barra y con vos segura pidió un ron.- doble por favor, y sin pasante…- se lo tomó rápidamente y se quedó un momento escuchando música. El olor a cigarrillo de la persona de al lado le comenzó a molestar, pero en cuanto la vio la molestia se convirtió en curiosidad. Sus ojos se vieron golpeados de nuevo, pero es imposible acostumbrarse a tanta belleza.

(…)


Después de cruzar un par de palabras, salieron tomados de la mano y comenzaron a caminar, jugaban entre los charcos y esperaban que algún taxi apareciera. Un momento de juegos bajo la monótona lluvia y bajo la luna dormida y un reflejo apareció en medio de la calle. Los recogió y los llevo al hotel más cercano, nada suntuoso, era pequeño y discreto, era perfecto para desahogar su concupiscencia. Ellos no tenían la menor idea de dónde estaban, y mucho menos de a quién tenían al lado. Mientras la pelirroja pensaba en que “uno más no importa, que más da… además uno nunca sabe cuando pueda encontrar algo bueno y si no funciona… chao” el seguía extasiado con lo terreno de su ser. Inspiraba deseo y pasión, daba una extraña sensación de inocente experiencia a pesar de su juventud.

Recibieron las llaves y se dirigieron a las escaleras aún tomados de la mano. No conocían sus nombres, era lo que menos interesaba. Ella se le adelantó dos escalones y con un gesto coqueto le quitó las gafas con una mano mientras ponía la otra en su entrepierna. Apretó suavemente, como robándose un adelanto y salió corriendo. Él estaba nervioso, y no era para menos, el sudor comenzaba a adueñarse de su cara y además el apretón había comenzado a surtir efecto. No quiso correr detrás de ella, no se le iba a ir, sabía que lo estaba esperando. El corredor no era largo, pero el trayecto comenzaba a hacerse eterno. Había puertas a lado y lado del corredor del tercer piso de la misma manera que debía ser en los otros dos y la luz estaba a medias. La penúltima habitación a mano derecha estaba abierta. El número en ella coincidía con el del llavero. Estaba completamente oscura y ella estaba parada junto a la ventana medio abierta.

El viento frío de la madrugaba ondeaba su cabello como una bandera de victoria y la luz de la calle permitía cerciorarse de lo intenso del rojo de su pelo. Caminó hacia ella, la abrazó por detrás y comenzó a besarle el cuello con extraño cariño. Se detuvo por un momento y fue a cerrar la puerta, al mismo tiempo ella ponía música a bajo volumen. Sus cuerpos estuvieron de frente de nuevo, ella se le volvió a acercar, ya había puesto los lentes sobre la mesa de noche. Repitió el gesto de las escaleras, pero está vez más largo, ahora no era para tentar, era una invitación directa a que la tomara. Al ritmo del piano calló su falda lentamente, la ropa de él coincidió con el sonido del hit-hat mientras los besos iban y venían. La blancura de ella iluminó toda la habitación, su desnudez logró encender los dos corazones y en un abrazo se fundieron, al vaivén de la noche hicieron el amor armonizados por los saxos y el contrabajo. Se amaron esa madrugada, amaron sus cuerpos, se conocieron como nadie los había conocido antes. No necesitaron de la cama, el suelo fue su lecho y había suficiente para los dos.

(...)



La luna había desaparecido, la música aún sonaba y la mañana comenzaba a aclarar. Él abrió los ojos pensando sólo en el recuerdo de sus nalgas blancas, tan perfectas, pero no recordaba nada. Se vio de un momento a otro en el suelo de una habitación en ningún lugar de la ciudad, completamente desnudo pero feliz. Tenía resaca, se había embriagado de éxtasis, desafortunadamente para él no duró tanto como para hacerse adicto. A su alrededor no había nadie, estaba toda su ropa tirada y desordenada, pero de ella solo había un arete que seguramente no había logrado encontrar.

Por esa noche sus soledades fueron una sola, las desgracias y dolores de sus almas y de sus corazones se unieron por un momento perpetuo, y se amaron, amaron sus rostros y sus cuerpos. Ella amo sus rectas y el sus curvas, su rojo y sobre todo su blanco. Estaban enfermos, pero habían recuperado el antídoto para su enfermedad porque de nuevo estaban solos, pero menos solos. Ella quedó impregnada en cada centímetro de su cuerpo, y él quedó plasmado en cada milímetro de su corazón.

Muchos pensamientos se agolpaban en su cabeza. Se paró aún desnudo a buscar sus anteojos en la mesa de noche. Los encontró y se los puso. Debajo de ellos había una nota escrita a lápiz en una servilleta.

-Te presto mi vida un momento…

viernes, 6 de febrero de 2009

En sus Memorias (II)

A David Julián Usme Giraldo (21 de abril de 1991- 4 de febrero de 2004) y sus padres.

"Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar. Pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar"
Serrat

Yo no había podido comenzar 9º grado por cuestiones de nuestro sistema educativo, sin embargo mis compañeros ya habían comenzado. El descansar también cansa, y mucho, entonces mis ganas de entrar a estudiar eran mortales, no tanto por la academia, sino por tener algo distinto que hacer. Al colegio no se va a estudiar y a la universidad mucho menos, eso no es más que una excusa. Yo tenía muchas ganas de volver a ver a mis compañeros después de tanto tiempo, y de conocer a las compañeras nuevas. Tenía curiosidad pero me tocaba esperar, conformarme con lo que me iban contando.

Viernes 4 de febrero, era de noche. En la tranquilidad de mi pieza suena el teléfono, cuando contesto Franklin me dice con una voz que no sabía si entender como de dolor o de risa, que David se había muerto, que era en serio, que si quería me fuera para la casa de él en ese mismo momento. Una camiseta verde, un jean apretado, zapatos, cuéntele a su mamá y salga corriendo, literalmente corriendo, en el camino me encontré a Michel, su amor no correspondido de colegio, el de David, ella no sabía nada, yo no me atreví a contarle, seguí hacia la casa de Franklin a donde ella llegaría unos momentos más tarde.

Yo ya había creído, pero lo que encontré me hizo hacerlo mucho más. Dos hombres sentados en las escalas llorando, Franklin con la cara roja de acompañarlos. Llegue y saludé, ni modo de preguntar como estaban, era evidente que nadie estaba bien. Todos estábamos confundidos, yo también, al aterrizar en lo que había pasado comencé a llorar. Compañeros y amigos seguían llegando y todos se unían al coro de llantos. Quizás nunca habíamos sentido la muerte tan cercana, el dolor que está causa, esta vez si, nos tomó por sorpresa y nos revolcó.

Por aquel día viernes no podíamos hacer nada a parte de esperar. Todo mundo para su casa que el cuerpo se demora, el accidente fue en Puerto Berrío y ustedes saben como es eso. Llegué a mi casa, no sabía si dormir o no hacerlo, si quedarme pensando, recordándolo con sentimiento de culpa, o dormir esperando el difícil día que se nos venía a todos encima. El sueño me venció, de todas maneras tenía que madrugar al otro día, responsabilidades familiares de esas de “la vida sigue”.

El día comenzó temprano, arrumando leña con mis primos, como habíamos quedado hace varios días. Y yo seguía hecho un nudo. ¿Cómo era posible? Uno no se muere a las 14 años, el no tenía porque haberse ido tan rápido.

En la noche, después de lo que seguramente fue un día pesado para todos, nos volvimos a reunir en el mismo lugar de la noche anterior. Era temprano, sabíamos que los cuerpos ya habían llegado, pero no los estaban velando aún. Mientras iban llegando todos veíamos televisión, tratando de reírnos con Sábados Felices. Eran unas risas mudas, desganadas, pausadas. Ante lo inevitable del dolor y de la muerte, necesitábamos sentirnos acompañados, asegurarnos de que nadie más se nos iba a morir ese día, sentir que los corazones de los otros seguían palpitando, cerca de los nuestros.

Cuando llegamos a la sala de velación no había aún ningún cofre expuesto. Esperemos entonces, hablemos un poco, recordémoslo, tratemos de escribirle algo para pegarle en el ataúd. Nada, todo era inútil el tiempo se empeñaba en cobrarnos los segundos, uno por uno. Hacia frío, casi todos estábamos de chaqueta negra. Mientras a escasas cuadras de allí la gente disfrutaba de su sábado en la noche, nosotros seguíamos esperando. De un momento a otro llegó el primer ataúd. Era gris y de formas rugosas. Nadie sintió nada, al parecer sabíamos que no era él, su olor aún no estaba cerca, no lo sentíamos allí. Un momento después llegó el otro ataúd, también gris, pero de formas ovaladas, “más juvenil” dijeron algunos, a la muerte también hay que tenerle diseños juveniles, y para niños, uno no sabe en que momento puede tocarle.

David siempre irradió alegría, y eso fue lo que más nos dolió cuando murió, la habíamos perdido, no volveríamos a ver su sonrisa. “El gordo” como lo llamábamos a veces por su contextura, era aficionado a los video juegos, a los de consola y a los de computador, y perdía horas viendo programas en Discovery Channel, soñando con algún día construir algo suyo, algo que tuviera su nombre y que fuera tan majestuoso como lo que veía en la pantalla. No se si sus padres tuvieron quejas suyas, demás que si, siempre las hay, pero siempre lo vimos como un hijo dedicado, al negocio de su padre, a vender arepas de queso en el parque, las mejores de Barbosa sin duda alguna, también al estudio, nunca fue el mejor, pero era muy responsable, y hacer trabajos en grupo con él era muy ameno, fuera porque no se hacia nada hablando de otras cosas y riéndose, o porque a la hora de trabajar siempre se salía con algo. Y es que los momentos con él siempre eran agradables. Conversaciones interesantes, que esta compañera esta buena, que esta está mejor, que la otra no aguanta. Que yo creo, que yo sueño, todo lo que uno habla con los amigos del colegio.

Agosto para David era un mes especial, no se si siempre lo fue, pero si en sus últimos años. Era el mes de Eolo, el mes de los vientos, el mes de las cometas. Y hay que ver como se apasionaba y hacia de la construcción de una cometa un gran proyecto de ingeniería. Ir y coger las varas, comprar la hilaza y la fibra, comprar el papel y empezar a idear ¿y las tareas? No importa, para eso habrá tiempo después. Ese gran proyecto, con el que corría por las calles como un niño con juguete nuevo, yendo hacia el Cerro de la Virgen, duró buen tiempo en el aire, lo suficiente, pero no volvió nunca con nosotros. Pensar en donde pudo haber caído, reírse, “hijueputiar” y volver a casa resignados pero con alegría y orgullo, por un momento el aire fue suyo, y de nosotros, no había nadie más.

Todo eso se nos pasó en un segundo por la cabeza, el dolor nos golpeó de frente, sin más remedio que poner la otra mejilla. Ese sí era su ataúd, y las lágrimas no se hicieron esperar. Nos abrazamos unos a otros, el se nos había ido y nos sentimos más solos que nunca. La sala se lleno de llanto y sollozos, muchos de ellos juveniles. Y es que no importaba de qué generación éramos, todos llorábamos por igual. Sus hermanos, que lo disfrutaron más que nosotros, sus conocidos, y nosotros, los que nos creíamos sus amigos.

Probablemente quién más lloró fue Franklin, todos entendíamos sus razones. La última vez que lo vio iba saliendo, iba de paseo, y las últimas palabras que le dijo, de buena fe, fueron “ojala que no vuelva”. Todo hemos hecho charlas de este tipo, pero ese no fue el momento más oportuno para hacerla, nadie se iba a imaginar que no iba a volver, por lo menos no con vida.

Quienes vieron su cuerpo dijeron que a parte de desfigurado estaba muy bronceado. Una semana en la costa lo ameritaba. Había ido con sus padres y unos amigos de la familia, en un taxi. De venida, con equipaje en la maleta, y recuerdos, historias y momentos en la cabeza, no sabían que no los iban a poder contar nunca. El accidente fue contra un tractor, aún no nos explicamos cómo. En un sitio llamado el cruce de algo, de esos que se vuelven míticos entre conductores. Su madre, doña Blanca, murió al instante. Él, dicen, llegó vivo al hospital, pero el accidente había sido demasiado fuerte, sus catorce años no lo resistieron. Su padre estaba aún con vida, pero en estado de coma. Y el conductor perdió uno de sus brazos, de los demás viajantes no tengo idea. Las víctimas mortales habían sido dos entonces. A la semana siguiente el número aumentaría. Su padre, cuyo nombre no recuerdo, ya no tenía vida, sólo la que le prestaban los aparatos. Sus hijos decidieron desconectarlo, darle una muerte digna. Un velorio más, una misa más, un entierro más, y muchas lágrimas menos. Ya todos sabíamos que eso podía pasar, y ya habíamos derramado demasiadas lágrimas. Una despedida de jefe por parte del grupo Scout, el “no es más que un hasta luego”, y al hoyo. Quedaría encima de su esposa y de su hijo.

La misa de David y doña Blanca también fue dura. Todos de uniforme del colegio, pero con el alma desnuda, hecha añicos. Nadie le ponía cuidado al sacerdote, no teniendo el féretro al lado. Al terminar, la canción “Amigo” y todos nos reunimos alrededor de su última cama, llorando sobre la madera, dándonos golpes de pecho. ¿Porque no te aprovechamos lo suficiente? El ataúd de su madre estuvo menos acompañado, ella recibió menos lágrimas, pero estoy seguro de que David algo le compartió, las suyas fueron más que suficientes para los dos. Los compañeros hombres tomamos la caja y la subimos a nuestros hombros, y en una procesión solemne lo conducimos hacia el cementerio, haciendo pocos relevos porque era lo último que podíamos hacer por él. Los mosquitos golpeaban contra nosotros, el sudor y las lágrimas se mezclaban, y su apodo “el gordo” se hacia sentir. Todo pasó en un segundo, llegamos, lo entregamos, lo metieron, lo taparon, esperamos, lloramos. En ese momento no podíamos separarnos, ese 6 de febrero éramos más amigos que nunca, ese día fuimos hermanos, y nuestros corazones se unieron en un solo palpitar de dolor. No queríamos irnos solos, compramos algo de mecato, y nos fuimos de nuevo para allá, para donde Franklin, su casa siempre estará en nuestros recuerdos, no fueron pocos los momentos que allí compartimos. Poco queríamos hablar, solo estar juntos y ya. Vimos el último partido del suramericano sub-20, Colombia quedó campeón, ya todos sabíamos, estuvo invicto todo el campeonato. La alegría se opacaba, era una alegría a medias, o más bien a octavas.

Sus tumbas estaban una debajo de la otra. Primero la de su padre, con la imagen de Jesús, abajo la de su madre y en ella una imagen de María, y debajo de ellos, de sus padres estaba David, con la imagen de un ángel. En las tres lápidas grises habían epitafios de parte de sus hijos y hermanos, floreros, y en la de David resaltaban el rojo y el azul, los colores de su glorioso equipo. Siempre incondicional.

Cuatro años se cumplieron. Este febrero pasa como pasan todos los meses, el dolor se ha ido pero tu recuerdo sigue aquí. Pero maldito sea, si alguien conocido muriera hoy o mañana, o ayer, no me sorprendería, incluso es más fácil recordarlos si todos mueren en el mismo mes.
Nuestras vidas, ahora en direcciones distintas, siguen sus rumbos. Tus aposentos y los de tus padres seguramente ya cambiaron, ahora ni siquiera se a donde ir a dar tres golpes y pedirte que no te olvidés de mi, que conociste muchos de mis problemas en vida, y que ahora, desde donde estés si es que estás en algún lado, los conoces más. Ya no se a dónde ir en momentos de desesperación a preguntarte porque te olvidaste de nosotros, y porque la vida es tan dura. El mundo no perdió ningún ángel, pero el cielo si tuvo que ganar uno, así ese cielo no sea sino nuestras memorias.

En tu memoria y en la de tus padres, hasta siempre compañero.

jueves, 5 de febrero de 2009

En sus Memorias (I)

Álvaro Hernán (febrero de 2002) y Diego Alexander (febrero de 2003)
Por 22 horas no nací en febrero, comienzo a pensar en que esto es una fortuna para mí. Me estoy dando cuenta de que muchos amigos mueren en febrero, y no se si yo haya sido alguna vez amigo de alguien, pero no es mi deseo morir aún, aunque a nadie le interese que yo este vivo.

Esto termina siendo como el metro a las 6 de la tarde, en la estación San Antonio, muchos salen, otros muchos entran y otros nos seguimos. Cuando voy en el metro suelo mirar a la gente a la cara, imaginarme de donde vienen, que hacen o para donde van, preguntarme por lo que tiene en la cabeza, porque en el cuerpo siempre cargan el cansancio y la resignación que este mundo nos impone.

Así como agosto es un mes fatídico para mis amores, por lo menos hasta ahora, febrero, que afortunadamente es el mes más corto del año, se ha vuelto el mes predilecto de la señora esa que viste de negro y anda con una hoz para llevarse a algunos de mis seres queridos.

Primero fue Álvaro, el hermano de mi mamá. ¿Cómo se supone que debe ser una relación con un tío? Las mías son distintas con todos, eso contando con que la haya. Con él no hubo mucha, pero con la familia hay un sentimiento –a veces incómodo- de responsabilidad afectiva, entonces su muerte la tuve que sentir.

Era el más joven de 16 hermanos, y quizás uno de los que vivió más intensamente los años que le tocó vivir. Varias veces en la cárcel, varias en el calabozo del comando de Barbosa, y la policía ya lo conocía. Entregó su vida a los vicios, pero sin duda era uno de los más maduros. Le gustaban los zapatos finos, y como mi abuela no se los daba él los compraba. Siempre fue conciente de que lo que uno quiere se lo tiene que ganar. El se ganaba lo que se fumaba, robando pero se lo ganaba, por lo menos robaba en confianza, a sus hermanas. Los recuerdos que tengo de él no son propios, son recuerdos prestados, como que ponía colillas prendidas en el suelo para que un primo se quemara, porque le parecía muy divertido verlo llorar, o cómo que se inyectaba ron en los talones para que el alcohol llegara directamente a la sangre. Su vida estuvo llena de altibajos, eso creo. Fue uno de los mejores alumnos de su generación según los profesores, pero por unos trabajos, y quien sabe porque más no quiso terminar nunca el bachillerato, cuando fácilmente iba rumbo a una graduación con honores, fue su decisión, por algo lo habrá hecho.

“Ojo con las malas compañías, no le vaya a recibir nada a nadie, vea como terminaron su tío Álvaro y Diego, todo por el maldito vicio y por las malas compañías” fueron palabras que escuche muchísimas veces de cuenta de mi papá, quizás aún las escucho, sólo que no le pongo cuidado. Ese día, a comienzos de febrero de un año que no recuerdo, yo estaba como de costumbre (era sábado) en Vallecitos, vereda en la que pase muchos momentos de mi niñez y en la que queda la casa de mis abuelos. Cuando ya nos íbamos a ir para nuestra casa el llegó, como escondiéndose, por eso nadie lo vio, solo mi tía, la menor, la que siempre fue su compañera. Él se baño y ella le hizo comida, eso cuenta ella, que se arreglo y se perfumo mucho. Iba de nuevo para la calle, pero iba lleno y bien vestido, sólo él sabia para dónde, no sabemos quien lo esperaba, o si nadie lo esperaba. El caso es que no se demoró mucho para volver a salir, pero cuando lo hizo nosotros ya no estábamos. Momentos después, en la misma carretera por la que habíamos pasado nosotros un momento antes, recibió tres tiros, si la memoria no me queda mal. Uno de ellos mortal, en la cabeza, al parecer el orificio de entrada estaba por detrás y el de salida en la frente, nada que no se pudiera cubrir con un pedazo de micropore. Todo indicaba que lo mataron a traición. Las tres papeletas que dijo haber escuchado la gente que vive cerca, fueron ordenadas, fue un trabajo mandado a hacer. No fueron paramilitares como mucha gente pensó, fueron conocidos, tres, de los que sólo queda uno vivo.

Allí donde cayo se mantuvo la mancha de sangre algunos días, sólo la lluvia y la erosión la pudieron borrar como seguramente nunca se borrará su recuerdo de la mente de mi abuela. Unos días antes habían tenido un problema con él, de esos que eran recurrentes, se había llevado de nuevo algo de la casa para venderlo. La familia ya estaba cansada. Mi abuela salió corriendo detrás de él. Se arrodilló llorando y pidiendo al cielo, pidiendo a Dios que evitara su sufrimiento, que se lo llevara pero que no lo tuviera así, que prefería verlo en un ataúd. En ese mismo lugar, por lo menos a unos escasos metros, cayó su cuerpo.

Una muerte de éstas, la primera de este tipo en la familia cercana despierta todo tipo de sentimientos. Lágrimas en la mayoría de la gente, unión en la familia, sentimientos de venganza, de otros lados perdones que nadie ha pedido. Hoy, años después, el recuerdo sigue vivo, ya no causa dolor como antes, aunque seguramente en el corazón de su madre si lo sigue haciendo. En ese momento no lloré, ahora no lo hago, nunca me nació hacerlo, pero era hermano de mi madre, el niño de la casa y sin duda uno de los más queridos, no puedo evitar pensar en que algo se perdió, que muchos momentos nos fueron raptados.

Queda una lápida pálida que dice “Tanán”, como lo conocían todos. Y la seguridad de que en ese húmedo y frío hueco probablemente terminemos muchos de los que hoy seguimos viviendo este circo.

Diego era primo mío, del otro lado de la familia, del paterno. Era el sobrino que mi papá más quería. Creció en Graciano, una vereda menos cercana al pueblo. Allí vivía con sus hermanos, su madre y mi Abuela. Mi Abuelo murió hace muchos más años, cuando yo no tenía conciencia de ello, y su padre, no tengo idea de quién es. Vivió entre árboles y quebradas, entre naranjas y mandarinas, entre columpios improvisados y azadones. Era mayor que yo, pero llegue a sentirlo muy cercano. Recuerdo que en algún tiempo fuimos muy amigos. Él iba a mi casa el día viernes para quedarse amaneciendo, pasaba tiempo con mi papá, el cariño entre ellos era mutuo. También se quedaba viendo películas conmigo, y algunas veces conversábamos, ya no recuerdo ni que, y yo solía molestarlo mucho, como hago muchas veces con las personas hacia las que siento algún tipo de aprecio.

Esa fue una relación infantil y sana que se perdió en el tiempo como lo hacen mis recuerdos. Solo sé que unos años después se había convertido también en un problema familiar, no recuerdo si robaba, pero si sé que la marihuana se volvió su más cercana compañía. Yo entonces sólo sabía que existía, como pasa con muchas personas con las que se pierde contacto ya no me importaba mucho, solo lo que puede importar un primo que se sabe que existe. Un día cualquiera, un año después de la muerte de Álvaro, en el mismo mes, recibimos la llamada que nos avisaba que había muerto. Mi mamá y mi papá se fueron con el carro de la funeraria a recoger el cadáver, había quedado a más o menos cien metros de la casa, entre la maleza, cerca de los rieles que alguna vez fueron útiles y al río Medellín, al otro lado de esos rieles.

Era de noche y todo se complicaba, aún así alcanzaron a contarle las puñaladas, según unos 50, según otros 52 y según otros 54. A todos nos pareció una completa aberración. Una cosa es querer matar, pero otra cosa es hacerlo de esa manera. Muchas suposiciones salieron entonces, que tenían que haber sido varias personas, que les había tenido que hacer algo muy malo, que las malas compañías, que esto y que lo otro.

Se reunió la familia, incluso algunos primos que no conocía, que incluso aún no conozco pero que por lo menos ahora tengo conciencia de su existencia. No vi muchas lágrimas, al parecer ya muchos sabían que eso iba a pasar y estaban resignados. Más bien el sepelio terminó convirtiéndose en una reunión familiar. Desde entonces no tengo memoria de otra circunstancia en la que hayamos estado casi todos juntos.

Alguien dice que los amigos son la familia que uno escoge, a eso le sumo yo que la familia son los amigos que a uno le tocaron. Por muy lejana que sea la relación con alguien la muerte lo termina tocando siempre a uno. Los muertos de mi familia no recibieron nunca lágrimas de mi parte, recibieron en cambio muchas plegarias en momentos de desesperación, y también momentos –como éste- de remembranza, más no les puedo ofrecer. Uno se muere cuando lo olvidan, y yo cada día los recuerdo menos, cada día los mato un poco más. Paz en sus tumbas.