Supongo que ese domingo me
levanté tarde, como siempre. A las 11 de la mañana estaba en la Plaza, en el
sitio donde mi mamá trabaja los fines de semana para complementar el trabajo de
la semana. Alguien fue a buscarnos a mi casa, pero solo estaba una prima. Ella
nos llamó por teléfono. Fue casual que yo estuviera ahí y no en la casa justo a
esa hora. Mi papá estaba en el hospital de nuevo y necesitaba que alguien le
llevara los documentos. En ese momento no entendía por qué no los había llevado
él.
El hospital queda a dos
cuadras pequeñas de la Plaza. Es un recorrido corto y apenas un poco pendiente.
Salí para allá de inmediato. Él tenía las llaves de su casa y yo las necesitaba
para sacar los documentos. ¿Cómo había llegado al hospital sin documentos?
¿Quién lo había llevado? Cuando nos avisaron, apenas alcanzaron a decir que
había sufrido algo como un desmayo. Las veces anteriores, él había alcanzado a
llamarme para decirme que se sentía mal y pedirme que lo acompañara. Nunca
había sido tan súbito, pero había antecedentes de sus quebrantos y por eso mi
preocupación no fue mayor. Podría ser un episodio más de hipertensión, algo que
se podía controlar en unas cuantas horas, aún en un centro de salud tan básico
y precario como el del pueblo.
Su piel tenía ese tono entre
amarillo y verdoso que parece volverse transparente y estaba empapado por el
sudor. En su cabeza se agolpaban como archipiélagos las gotas de agua. Desde
antes de los 30 años, comenzó a sufrir de alopecia. A sus 63, era portador de
una refulgente calva que le descubría tres cuartas partes de la cabeza. Estaba
frío, la cabeza, las manos, los pies, y tenía los ojos levemente desorbitados.
Aunque las veces anteriores lo había visto pálido, no había sido como en ese
momento. Recostado en la camilla, alcanzó a contarme lo que le había pasado
antes de darme las llaves. Estaba en Travesuras, un grill frente a su casa. Varias veces a la semana iba allá a recoger
algunas botellas que le regalaban para vender como reciclaje. No solo lo
conocían, también le tenían aprecio. Cuando se agachó para levantar una caja de
botellas, se le fueron las luces: “¡Toño! ¿Qué le pasa?”. Como pudieron, lo
montaron en un carro y se lo llevaron inconsciente para el hospital.
Fue tan rápido que ni
siquiera Johana se dio cuenta. Cuando llegué y abrí la casa de mi papá, ella
estaba ahí, arreglándose frente al espejo de cuerpo entero colgado en el muro
de la entrada. Le dije que iba por los documentos de mi papá. Por su rostro me
di cuenta de que no sabía nada. Ella había pasado la noche ahí, con él, me
contó que no le había visto ni sentido nada raro y que la noche anterior no
habían hecho nada. Por la sorpresa, no alcanzó a sentirse apenada porque yo la
encontrara ahí.
***
Muchas de ellas nos
reconocían a mi hermana y a mí. Muchas se apenaban, porque, ¿qué iba a pensar
un hijo si al llegar al cuarto viejo y sucio donde vive su papá se encuentra
con una, dos o tres putas? A veces estaban en la cama, conversando; otras, en
la cocina, haciendo almuerzo o comida para ellas. Siempre le dejaban un poco a
mi papá. Olía a aceite quemado, a huevo frito, a carne, a ruda, a caoba, a
perfume barato de mujer y a cabello recién planchado. Llevaba poco más de
cuatro años viviendo ahí, en un apartamento que no merece ese nombre. Una parte
pequeña de una casa vieja de pueblo acondicionada con lo mínimo para vivir: un
baño, una cocina y una habitación.
Entré y abrí el clóset. Busqué
la billetera negra de cuero que estaba justo en el lugar donde él me había
dicho. Mientras tanto, le respondía preguntas a Johana. No sabía que tenía, qué
tan grave era, si lo iban a remitir, y no, no tenía dinero. Me ofreció y no
tuve reparo en recibirle. Me dio dos billetes, “para lo que pueda necesitar… Y
me está avisando”.
Quizás no había pasado un
mes desde ese día cuando vi un letrero impreso en letras negras sobre papel
blanco justo en la fachada del cuarto, “Se arrienda”, acompañado de un número
de teléfono. Todos los días pasaba frente a ese letrero, me quedaba mirando la
fachada, una alta puerta plegadiza con dos hojas de madera, el pestillo cerrado
con un candado distinto al suyo; a la izquierda, una ventana, también de
madera, de la mitad de altura de la puerta, cerrada. Para efectos de alquiler,
la fachada había sido recién pintada. Entre la pintura brillante y el letrero
comercial que solo yo me detenía a ver, estaba el vacío. Ahí, justo ahí, en ese
espacio que durante tanto tiempo estuvo abierto y a través del cual lo podía
imaginar, sentado en una silla escolar de tamaño infantil, con un cuchillo en
la mano rescatando el cobre de metros y metros de cables, o desarmando cajas y
arrumándolas en un rincón para luego salir a venderlas por kilos.
Desde que comenzó a
reciclar, unos años después de irse a vivir solo, su respiración se había visto
afectada. Su garganta nunca estuvo del todo bien y el carraspeo incesante se
había vuelto una clara señal de su presencia. Muchas veces en espacios
concurridos, como una iglesia en plena misa dominical del medio día, mi hermana
y yo nos dábamos cuenta de su presencia por esa tos inconfundible, por la
garganta desgarrada que se escuchaba desde lejos. Reciclaba para sobrevivir,
porque el automóvil Dodge sedán modelo 79 en el que había trabajado como
taxista desde los ochenta –antes de que llegaran los taxis amarillos al pueblo-
estaba reducido por el óxido y por los impuestos. El tiempo había dado cuenta
de la “lancha” azul rey, y cualquier reparación, a más de costosa, era infructuosa.
“Trabajar no da pena. Lo
único que da pena es robar y dar culo”, insistía en tono regañón a quien le
recriminara su trabajo. Nos insistía a mi hermana y a mí que le lleváramos el
reciclaje que encontráramos por ahí, “¿o es que les da pena?”. Y bueno, algo de
pena si nos daba, pero no de él. Sin embargo, varias veces, cuando lo
encontraba en la calle con un bulto de cartón amarrado sobre el hombro, cerca
de su casa, se lo recibía y le ayudaba. Creo que por sus correrías se terminó
convirtiendo en uno de esos personajes populares del paisaje pueblerino. Todos
lo conocían como Toño, y después de su muerte supe que también era conocido
como Toño Maruja, vaya uno a saber por qué a estas alturas. Por extensión, la
gente me identificaba con él. No había de qué sentir pena. Mi hermana y yo
somos los hijos de los que él siempre se preció, de los que siempre le hablaba
a la gente con orgullo.
Tiempo después su ‘lambonería’
política le dio resultados. Su candidato resultó elegido alcalde del pueblo y,
en la repartija de puestos, éste le agradeció el apoyo en campaña con un
trabajo como celador en un colegio público. Siguió recogiendo reciclaje para
vender en el tiempo que le quedaba libre. Pero este trabajo tampoco le ayudó a
su salud. Tenía toda la indumentaria para pasar los turnos nocturnos: chaqueta,
bufanda, pasamontañas, ‘poncho’… Aun así, el frío de las madrugadas le pasaba
cuenta de vez en cuando con alguna infección respiratoria. La tos se iba
haciendo más aguda. Los turnos diurnos, los de jornada escolar, tampoco le
gustaban. A pesar del frío, prefería pasar la noche echándoles agua a todas las
materas colgantes del colegio que el día lidiando con el genio de más de dos
mil estudiantes con bríos colegiales. Y aunque se quejaba de que ya estaba muy
viejo para eso –corrían sus sesenta años en ese entonces- no fueron pocos los
cariños que dejó.
Hay que decirlo. Ese hombre
cascarrabias, de opiniones inamovibles y carácter intransigente tenía don de
gentes. “Hay que ser comedido, activo, despierto”, me repitió durante años, una
y otra vez. Así era él. Lo único que lo mantenía en ese trabajo era la espera
de su pensión, pero en cuanto le fue aprobada esperó que terminara ese contrato
y no volvió más. Se dedicó al reciclaje y a otros oficios. Madrugaba todos los
días a abrir un almacén, ayudaba a organizarlo, pasaba varias veces durante el
día y, ya por la noche, volvía para cerrarlo. Sus brazos gruesos de venas
brotadas bien podían atribuirse a toda una vida de trabajo, y esa era su otra
cantaleta: “Yo trabajo desde la edad de siete años… Bla, bla, bla”. ¿Dormir un
domingo hasta tarde? “Yo trabajo desde la edad de siete años… Bla, bla, bla”.
¿No arreglar casa? “Yo trabajo desde la edad de siete años… Bla, bla, bla”.
Ahora entiendo un poco lo que quería decir. Siempre nos alentó a estudiar, y
creía sinceramente que lo único que nos podía dejar era algo de educación, pero
no toleraba que la vida de mi hermana y la mía se redujera a cumplir con los
deberes académicos.
Era un hombre difícil y, no
por muerto, pero era un buen hombre. El mismo que durante la celebración de sus
cincuenta años, mientras un dueto tocaba guitarra y cantaba música vieja
adentro, se salía y me decía que le alegraba mucho que yo fuera un hombre serio
cuando apenas tenía ocho años: “Un hombre serio vale mucha plata”; ese mismo
era el que estaba ese domingo de agosto en una camilla, esperando alguna
respuesta médica sobre lo que tenía.
***
Volví con los documentos e
hice todo el papeleo. Cuando entré de nuevo a la sala de observación en
urgencias lo encontré en la misma camilla con los ojos medio cerrados y la boca
medio abierta. Seguía pálido. Le dolía el pecho, le dolía mucho el pecho. Se
sentaba y comenzaba a llorar con una cara de dolor que solo volví a ver mucho
tiempo después reflejada en mi propia cara al punto del llano por un dolor
inexplicable en una pierna.
Un año antes había tenido el
primer episodio. Le diagnosticaron hipertensión y algunos cuidados básicos, así
como controles regulares. Cumplió a medias. Es probable que él supiera que no
se trataba de un problema sanguíneo, aunque a su edad no fuera nada extraño.
Así pasó varios meses sin mayores complicaciones. Luego empezó a recaer. Una,
dos veces, siempre en la madrugada. La última, un jueves, lo acompañé hasta las
cuatro de la mañana, luego fui a mi casa a bañarme para ir a la Universidad. En
esa ocasión le recetaron medicamentos para bajar la tensión. Por su terquedad,
decidió consultar a un médico particular de confianza que le recetó más
medicamentos. Hicieron efecto, tanto que a la semana siguiente, ese domingo, lo
que lo tenía pálido y sudoroso en una camilla del hospital era la tensión baja.
La médica de urgencias
encargada parecía de mi edad. Tuve tiempo para darme cuenta de que era bonita,
pese al carácter recio y áspero que pueden llegar a tener algunos médicos de
salas de emergencias. Ni ella ni su compañero encontraban la causa de la baja
de presión. Mi papá seguía ahí, como podía, con picos de dolor y momentos de tranquilidad
en que podía dormir.
Hacia la tarde llegaron
algunas visitas. Una de ellas fue María Elena, una prima suya, hija de
Abelardo, el tío cómplice que lo acompañó en madrugadas de pesca y caminata
hasta que pelearon, el tío que luego se enfermó y murió. Yo aprovechaba las
visitas para salir, fumar un cigarrillo y hablar con cualquier conocido que
encontrara afuera. Ya corrían las cuatro o cinco de la tarde y era una decisión
remitirlo para Medellín. Ahora tocaba esperar la demora de la remisión. “Su
papá está muy mal, dice que no se quiere morir, que no lo deje morir”, me decía
María Elena con cara de evidente y sincera preocupación. Para mí, estaba
exagerando. Era cierto que nunca lo había visto así, pero también era cierto
que Toño era muy mal enfermo. Era de esos hombres que guardan pose de roble
hasta que la primera brisa amenaza con tumbarlos. De esos enfermos que llegan a
convertirse en víctimas. Sí, para mí estaba llamando un poco la atención.
Así las cosas, debía volver
a su apartamento, buscar un bolso y empacar ropa cómoda y limpia. No se iba a
quedar solo. A esas alturas estaban allí mi hermana, que había ido por momentos
durante todo el día, y mi mamá, que ya había cerrado el local de la Plaza.
Como quien lo cree
imposible, entre el hospital y su apartamento pensé en su muerte, en lo
inevitable, en quiénes acompañarían un eventual velorio de mi papá, quiénes lo
llorarían. Lo pensaba con la seguridad de quien cree que las cosas nunca
suceden como se las imagina, que pensar en ese tipo de posibilidades las aleja.
Lo pensaba también con la curiosidad de la muerte de alguien muy cercano, que
es la misma de los balances… ¿Para cuántas personas será igual de importante mi
papá como para acompañarlo cuando se muera? Ese “cuando se muera” podía ser en
cualquier momento, ahora o en veinte años. Veía la muerte como una posibilidad
lejana y evitable en el corto plazo. La muerte es algo que generalmente les
está pasando a los demás, a los familiares de los demás, a los amigos de los
demás, hasta que la ruleta cae en uno, en cuerpo propio o ajeno. Entonces son
los demás los que están libres de sufrirla en carne propia y uno se convierte en
ese Otro que la sufre en vida y pasa de la barda de los espectadores al desfile
de los protagonistas.
La hora de la remisión
coincidió con el cambio de turno de la médica, con su hora de volver a su casa
en Medellín. Ella se iría con nosotros en la ambulancia, entregaría a mi papá
en la clínica y de ahí podría irse a descansar. Pese a la demora de la
remisión, fue un viaje rápido. He viajado entre el pueblo y Medellín miles de
veces, pero ese fue el primero de los dos viajes más difíciles de hacer en toda
mi vida, aunque en ese momento no lo sabía. Llegamos a la clínica, cerca al
Parque de Bolívar, casi a las diez de la noche. Entraron a mi papá en camilla
hasta la sala de urgencias y yo tuve que quedarme afuera esperando noticias.
Sin tiempo de cruzar
palabras lo volví a ver casi a medianoche, cuando pasaron con él para hacerle
el examen definitivo que daría el diagnóstico. En ese momento y durante un rato
estuve acompañado de mi medio hermano mayor, el hijo mayor de mi papá. Un
hombre que comparte con él su segundo nombre, su primer apellido y, según su
mamá, el temperamento. Por cosas de la vida, también eran muy compatibles en política,
sin que hubieran hablado de ello nunca. Su relación estaba mediada apenas por
la sangre y por los primeros cinco o seis años de vida de mi hermano, los
únicos que vivieron juntos. No puedo estar seguro de si su presencia obedecía a
la preocupación por nuestro padre, o más bien era por acompañarme a mí.
Comimos, conversamos, me regañó por fumar, estuvo un rato y se fue a descansar
porque tenía que madrugar al día siguiente.
El diagnóstico fue
inesperado. No había ningún problema de tensión, el problema estaba en el
corazón. El desmayo de la mañana de ese domingo había sido un infarto y las
cavidades cercanas al corazón estaban llenas de líquidos producto de éste.
Pasaría a cuidados intensivos mientras el cirujano decidía el mejor momento
para drenar los líquidos. La advertencia fue tan sincera como debía: serían
meses de hospitalización, debía comprar pañales y otros implementos para
sobrellevar lo que se nos venía, a él y a todos. Ese hombre que hasta el día
anterior parecía con una salud inquebrantable estaba ahora a punto de quedar
reducido por quien sabe cuánto tiempo… Todos estábamos ahora a punto de quedar
reducidos por quien sabe cuánto tiempo.
Fui la última persona
conocida que estuvo con él en vida y por eso estoy contando esta historia.
Desde entonces, cada día me repito las dos últimas veces que lo vi, me aferro a
ellas con temor de que se vayan, con la certeza de que soy la única persona que
puede dar cuenta de sus últimas horas de vida, más allá de los médicos y las
enfermeras que todos los días ven sobrevivir y morir gente distinta,
desconocida, lejana.
La primera fue en el primer
piso de la clínica, desde lejos. Mientras lo llevaban en la camilla hacia el
ascensor que conducía a cuidados intensivos yo estaba al otro extremo del
corredor. “¡Juanda!”, me gritó con voz cansada. No fue un grito seco, siento
que retumbó en todo el corredor oscuro, en cada rincón atestado de silencio.
Era la una de la mañana. Ese grito fue lo último que me dijo, fue lo último que
le dijo a cualquier persona conocida. No era un saludo, era un llamado, era un
“vení, no me dejés solo”, era la desesperación de un ser humano reducido a su
mínima expresión. Me llamó y no le respondí. Apenas atiné a levantar la mano
derecha… “Ya voy, todo va a estar bien”, es lo que quise decir, es lo que no
alcancé a decir, lo que no pude decir.
La segunda vez fue después
de esperar en una sala distinta y antes de que la enfermera jefe me explicara
las implicaciones de la cirugía. Después de lavarme y cubrirme pies y cabeza,
pude entrar a cuidados intensivos y hablar con el médico encargado. Mi papá
estaba en una habitación visible desde el centro de la sala de cuidados
intensivos, justo frente al lugar donde médicos y enfermeras trabajaban en sus
computadores. Allí lo vi, en una cama demasiado grande para él, conectado a
máquinas por todas partes, dormido. Quizás había pasado media hora desde lo del
pasillo. No entré, no me pareció necesario, ni siquiera pregunté si podía
hacerlo. Solo lo miré desde afuera, un poco anonadado, un poco incrédulo. Esa fue
la última vez que lo vi con vida.
La última vez que me habló y
la última vez que lo vi respirando y con el corazón latiendo son dos recuerdos
que me pesan. El pasillo oscuro y la sala de tonos amarillos se van volviendo
más borrosos con cada día que pasa. Temo el momento en que ya no estén, en que
su voz deje de retumbar en mi memoria. Temo el momento en que las últimas horas
de sesenta y tres años de vida se borren de la memoria de la única persona que
puede contarlas.
El cirujano no llegaría sino
hasta el otro día, pero necesitaban que yo estuviera cuando él ordenara operar
para dar mi autorización, que no era otra cosa que librarlos de
responsabilidades frente a lo que pudiera pasar. Ese me parecía un
procedimiento normal. A esas alturas no sentía que sirviera de nada seguir ahí
y pensé en buscar dónde dormir. Ninguno de mis amigos sabía en qué estaba.
Llame a Juan David y me respondió. Aún estaba despierto. Después de explicarle
le avisé a la enfermera jefe que me iba, que estaría pendiente de cualquier
llamada. Tomé un taxi y me fui.
Cuando llegué llamé a mi
mamá para ponerla al tanto. Ese gesto pudo haber salvado la noche. Después sonó
el teléfono de la casa de Juan David, era mi mamá. Me estaban llamando de la
clínica y yo no contestaba el celular, necesitaban que autorizara la cirugía en
ese momento. Mi celular se había quedado en el taxi y al tratar de comunicarme
con él sonaba apagado. Fue un momento desafortunado para encontrarme con ese
taxista en particular. Di la autorización y cambié el número de contacto por el
teléfono del celular de mi papá que en ese momento estaba en mis manos. Fue un
momento convulso, confuso, pero ya podía descansar, necesitaba descansar. Ahora
todo estaba, literalmente, en manos de los médicos.
Sonó el celular de mi papá.
Eran las tres de la mañana. “Juan David…”, entendí lo que siguió pero aún
estaba un poco dormido para asimilarlo. “¿¡Qué!?”, la enfermera jefe me
repitió. Necesitaba que fuera de inmediato. Mi papá “no aguantó la cirugía”, se
había complicado… Mi papá había muerto y yo estaba solo en medio de la sala
oscura de una casa ajena. Desperté a Juan David. Llamé a mi mamá y le pedí que
no le contara todavía a mi hermana. Ni mi mamá ni yo sabíamos que se había
despertado con la llamada y había escuchado toda la conversación.
Caía una llovizna menuda
cuando llegó el taxi. Le pedí que me llevara a la clínica mientras miraba al
vacío entre las gotas suspendidas sobre los vidrios de las ventanas. “Yo
caminaré entre las piedras hasta sentir el temblor en mis piernas. A veces
tengo temor, lo sé…”, sonaba Soda en el radio del taxi. “Nadie me espera…”, no
podía más que llevar el ritmo de la canción con la mano, sonreír por lo irónico
de la situación y seguir la letra en voz baja. El taxista subió el volumen al
escucharme cantar. “Despiértame cuando pase el temblor”, pero el temblor apenas
estaba comenzando y yo tardaría mucho en despertar.
La ciudad derramaba las
lágrimas que yo amarraba. Ese día, como cada 23 de agosto, yo conmemoraría una
muerte lejana en el tiempo y la memoria, pero significativa para mí. Se
cumplían trece años del asesinato de Jaime Garzón, pero ese aniversario, desde
ese momento, dejaba de importarme. La enfermera me explicó que habían tenido
que intervenir a corazón abierto porque se había complicado la cirugía y el
cuerpo de mi papá no había resistido. Yo la miraba y asentía a la explicación.
Hora del deceso: 2:16 a.m., casi la misma hora a la que yo había nacido unos 21
años antes. Con esa facilidad pasmosa se van las cosas que llegan.
Mi hermano volvió a
acompañarme y llamó a la Funeraria para avisar, después de que el cuerpo de
papá fue puesto en la Sala de Transición, un cuarto pequeño, de unos seis
metros cuadrados, coronado por un crucifijo. Se quedó afuera un momento. El
pecho estaba cubierto de gaza pero su rostro se mantenía incólume. Apenas
comenzaba a enfriarse. Me gustaba dormir con mi papá porque su cuerpo era muy
cálido y me sentía arropado, protegido. Aún duermo con su cobija, como si la
calidez y protección que siento fuera la misma suya. Pero ese cuerpo ya no era
cálido, ya no me podía responder el abrazo ni se podía enojar porque le besara
la frente calva, era mi papá, pero ya no era mi papá. Fue el primer estallido
de llanto, el encuentro con la muerte frente a frente, cara a cara, pecho
contra pecho. Luego entró mi hermano, me abrazó y se santiguo frente a esos
restos mortales que ahora dependían de nosotros.
Vendría el segundo viaje
difícil, el más difícil. Había llegado a Medellín en ambulancia y en ese
momento me devolvía en un carro funerario, mirando por la ventana con episodios
cortos de llanto y con el cuerpo de mi papá empacado en un forro negro,
moviéndose solamente a voluntad de las curvas del camino. También fue un viaje
rápido pero por mi cabeza alcanzaron a pasar años y años de recuerdos de
personas y momentos que tenían que ver con el hombre que hacía unas horas había
dejado de ser. Pensaba en unos grados que para entonces eran lejanos pero que
hoy, a dos años de su muerte, se acercan rápido. Llegarán dos invitaciones y no
tendré que decidir si dejar a mi hermana por fuera; llegarán dos invitaciones y
ninguna será para él. Pensaba en su agrado por los niños, en que los hijos que
no tengo solo podrán conocerlo por las historias que yo pueda recordar o
inventar y por las escasas fotos que nos quedan, las últimas, de un viaje a
Apartadó, a su querido Urabá. Lo que fue, lo que dejó de ser, lo que siguió
siendo después de su muerte, lo que será…
Al día siguiente, durante el
entierro, lloré por última vez. Tuvieron que pasar dieciséis meses para que
volviera a llorar por su muerte. Dieciséis meses hasta un jueves de diciembre
cuando, a bordo de un bus, dejaba atrás la región de Urabá. Esa que él tanto
amaba, en la que vivió muchos años y la que lo recibió cuando yo no había
cumplido un año, huyendo de amenazas contra su vida, de la que partía
esporádicamente para visitarnos a mi mamá y a mí, a escondidas. Atrás quedaba
el Urabá que visitamos en el último viaje que hicimos juntos. “Mi felicidad es
el mar”, nos decía a mi hermana y a mí, y cada que se le presentaba
oportunidad, iba a reencontrarse con ese amigo gigante, a volverse un niño
junto a nosotros entre la arena y las olas.
***
Mi papá tuvo dos viudas en
su velorio, suponiendo que mi mamá cuente como una de esas. La otra, vestida de
negro y lágrimas, fue compañera suya en sus últimos meses de vida. Trabajaba en
Barbosa pero vivía en Caldas. No recuerdo ni su nombre. Esa fue la última vez
que la vi. Era puta, como todas esas mujeres hermosas y encantadoras que
enviaron uno de los ramos de flores más grandes del velorio, que se agolparon
en la esquina de la calle de las putas y de la casa de mi papá para ver pasar
el sepelio con respeto y después seguirlo desde atrás, que dejaban flores
artificiales de vez en cuando en su tumba, como Johana, como Lolita, como
tantos nombres escarchados que ahora no puedo recordar. Las putas también
lloran por amor, quizás no lo hagan por nada más, y si lo hacen, nunca es como
cuando lo hacen por amor. A ella, a la viuda, la abracé; me senté con ella, le
ofrecí una aromática para que se calmara, le conté cómo había pasado todo… Le
agradecí.
Los rituales se parecieron
un poco a lo que me había imaginado el día anterior, desde el velorio hasta el
entierro. La muerte también se puede convertir en una rutina aprendida. Salimos
de la iglesia, yo no quise cargar el ataúd, aunque caminé todo el tiempo junto
a él, con las mujeres de mi vida agarradas a mis brazos, mi mamá a un lado y mi
hermana al otro. En la primera esquina, frente a El Nogal, la cafetería donde tomaba
tinto casi siempre, donde nos invitaba a tomar perico para acompañar los
buñuelos, el cortejo se detuvo a escuchar una canción popular, “Adiós a un
amigo”, que sonaba por encargo de un tío mío, cuñado de él, hermano de mi mamá,
quizás, su mejor amigo. Volví a llorar.
Aunque la vida termine, lo
que viene después de la muerte para quienes por ahora seguimos vivos es una
historia que se sigue escribiendo: la de la memoria que pesa o la de la memoria
que sana, la de los recuerdos que se amarran a la pata de la cama para que
siempre estén antes de dormir, o que se acurrucan debajo de la almohada para
que salgan volando cuando ya no se sientan cómodos. Esta historia no es justa ni para sus 63 años de vida ni para los 21 que pude compartir con él, pero la historia de la muerte
sigue siendo, en el fondo y a pesar de todo, la historia de quienes podemos
contarla.
***
Mientras estabas en el
hospital, antes de decir que no te querías morir, cuando yo pensaba que estabas
exagerando, me decías, una y otra vez: “Hijo, estoy cansado, estoy cansado”, y
llorabas, y tu cara de dolor vaticinaba mi cara de angustia desde que no estás.
“Estoy cansado, hijo… Juanda, estoy cansado”, repetías tu lamento. Te extraño,
pero ya no estás más cansado, Papá.
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