domingo, 25 de diciembre de 2011

Inventario

Dedicatoria evidente.

El tiempo olvida, y la gente olvida las cosas realmente importantes. Pero el tiempo no para, y a veces, de vez en cuando, nos permite recordar. Los recuerdos, que no son fotografías del pasado, sino imágenes presentes de lo eterno.

Él creía que medía sus pasos cuando miraba sus pies, pero sus pies no necesitaban supervisión para caminar. Mirar hacia abajo se le había convertido en una malformación del cuello. Darse cuenta del color de los árboles por las hojas caídas, o de las secuelas de la lluvia por la humedad de las aceras parecía algo normal, pasaba inadvertido. Sin embargo, cuando recordó lo realmente importante levantó la cabeza, y tras un crujido en el cuello, se dio cuenta de que había un cielo, muchos cielos cuyos colores no había podido descifrar; nubes que jugueteaban entre formas y que de vez en vez se hacían sentir deshaciéndose en lluvia; que los árboles envejecen, y mueren, estando de pie, con las ramas fuertes y la piel intacta, aunque todas sus hojas terminen a merced del viento y el tiempo.

Él creía que las marcas en la piel se desvanecían con el tiempo. Sin embargo, cuando recordó lo realmente importante se dio cuenta de que las marcas no desaparecen. Comprendió entonces que la piel se las traga y que viajan por el cuerpo hasta llegar a ese lugar desconocido donde queda la memoria, donde se guardan los recuerdos. Las marcas se convierten en momentos vividos, y la piel queda limpia, pero uno queda marcado allá, muy adentro.

Los suspiros le parecían un comportamiento natural, un reflejo del cuerpo, solo aire que salía huyendo de la estrechez a morir de sobredosis de espacio. Algún día, cuando recordó lo realmente importante, se dio cuenta de que los suspiros eran aire que no cabía en el cuerpo porque un montón de bichitos alados despertaban y comenzaban a volar por dentro, chocando contra las paredes y entre ellos, medio confundidos y medio exaltados. El aleteo repentino creaba corrientes que solo encontraban escapatoria por la boca. Después, el cuerpo reposaba, pero no seguía siendo el mismo porque el aire salía causando estragos, moviéndolo todo, reacomodándolo. Y el mariposario interior quedaba atento.

El inventario de cosas realmente importantes es mucho más largo, pero las cosas realmente importantes van y vienen, cambian cada día, se reinventan. Él recordó muchas cosas, las volvió a ver pero con ojos distintos, pero no por inspiración divina ni por mérito de genialidades ausentes.

Ella le mostró los colores de la madrugada, que el cielo era negro solo para quienes se niegan a mirarlo, que en cada atardecer caben tantas explosiones como en una fogata nocturna.

Que la piel es una lengua viva pero silenciosa, y que en su silencio dice, junto con los ojos, todo lo que la boca calla. Si de algo es culpable la piel es del milagro de la delación.

Que desinflarse no es bajarse de ánimo, sino todo lo contrario. Haberse inflado primero, para exhalar preguntas sin respuesta, respuestas sin preguntas, palabras marcadas, temerosas, desordenadas y cargadas de sentido.

Caminar distinto, mirar distinto, respirar distinto, sonrojarse distinto, todo, aunque sea lo mismo, se volvió realmente importante...

jueves, 8 de diciembre de 2011

La regulación del cielo

Estaba sentado en el rincón del salón, atrás, en el último puesto, donde apenas llegan las palabras entrecortadas de la omnisapiente de turno. La profesora de derecho internacional público se esforzaba de manera sobrehumana explicando el derecho aéreo y la competencia de los Estados sobre lo “suprayacente a su territorio”, pero las palabras eran esquivas y la concentración se extraviaba sin ningún tipo de esfuerzo. Por la ventana se veían los árboles, las nubes aún perezosas y la luz brillante de los días fríos. De pronto llegaban palabras sueltas y con poco sentido: “Convención de Chicago”, “aeronaves civiles”, “derecho radioeléctrico”. Llegaban, reposaban y se iban, porque al mismo tiempo, afuera, los pájaros hacían volteretas y rompían el cielo, sin bandera, permiso ni regulación alguna.

Él, con las manos en los bolsillos de la chaqueta azul, se puso de pie, y con mirada distraída se dirigió a la puerta del salón. Cuando llegó allí, se detuvo, sacó la mano derecha y la levantó, pidiendo la palabra.

- Adelante, joven.
- Qué pena profesora, pero las competencias sobre el cielo corresponden únicamente a los amantes.- Y salió de ahí.