martes, 27 de octubre de 2009

Buen viaje

Metido en este aparato uno ya no sabe ni de dónde es. Las paredes son metálicas y frías, el tapizado me marea, los vidrios de las ventanas también están siempre fríos, abiertos o cerrados. Es gracioso como se va acomodando la gente, siempre primero en las ventanillas. He venido pensado que la mejor muestra de lo poco sociables que podemos llegar a ser los humanos son los buses, o las busetas que para el caso son lo mismo. Siempre se llenan de afuera para adentro, de las ventanillas al pasillo y sólo cuando en todos los pares de sillas hay por lo menos una persona se comienzan a formar pares, de desconocidos la mayoría de las veces.


El hombre que huye a las mujeres, el hombre que busca a las mujeres, las mujeres que se sientan en cualquier lugar. Los que se duermen y vuelven su cabeza un redoblante al contacto con la ventana, los que no tocan la ventana con su cabeza pero si su pecho con el mentón. Viajar en transporte público es untarse de sociedad, más en bus que en buseta. Es untarse de pueblo y de ciudad, de historias que vienen, van, sudan ó se babean.


Él esta sólo junto a la ventanilla con un par de audífonos en sus oídos. Mientras se pierde en la música baja su gorra y se tapa la cara, sube el cierre de la chaqueta y recuesta su cabeza en la silla. No hará más que esperar el trámite desde el lugar en que está hasta el de destino. Viajar es eso, un trámite más ¿Cuántos años puede pasar una persona en su vida metida en cualquier medio de transporte? Varios años con seguridad. Se duerme por momentos, mete las manos en los bolsillos de la chaqueta de su equipo predilecto. Tiene muchas cosas en la cabeza. Su estudio no presenta problemas pero su disposición sí, en casa sólo lo espera la costumbre de esperarlo. Un “buenas noches… ¿Qué de nuevo?” y un “nada, todo bien”. Pero todo no esta bien, nada esta bien nunca y uno en el fondo siempre lo sabe.


Ha hecho tantos viajes en su vida que éste no ya no importa. Las canas se pintan con cierto disimulo pero la piel ajada y suelta es menos discreta. Este es un viaje más. Durante su vida viajó por muchos motivos: trabajo, amores, negocios. Era salir horas después por la misma puerta que había entrado pero en un mundo completamente distinto. Un ascensor que sube y baja, y cuando se abre la puerta nada es cómo lo recordamos. Ya no recuerda de dónde viene, a duras penas sabe para dónde va, para dónde encuentre una cerradura compatible con la llave que lleva en el bolsillo derecho de su pantalón café. Su viaje se acaba, pero cuenta con una memoria cargada de momentos, de suspiros, lágrimas y besos. Su último viaje será bien diferente.


Ella se sube y sólo busca un lugar cómodo para sentarse, sin ventanilla porque no le gusta el viento. Blusa blanca, jean apretado, bolso y celular en mano. El sujeto de la chaqueta de filiación deportiva no puede evitar mirarla, con diplomacia pero con firmeza se queda clavado en el bambolear de sus nalgas. Los dos centímetros de piel visibles por accidente entra la blusa y el pantalón son suficientes para que la mente se imagine el resto de piel color madera, brillante. Se sienta y se queda quieta, siempre con la mirada fija en el celular. Ha recibido un mensaje extraño de remitente desconocido. Sus dedos se mueven ágilmente por las teclas mientras la luz blanca desdibuja el castaño oscuro de sus ojos e ilumina el castaño claro de su cabello. ¡Lo acaba de recordar! Un viejo amigo, viejo amor la ha recordado, pero las palabras son confusas, son un espejismo de recuerdos transitorios. Cierra el celular, no sin antes buscar su lista de reproducción y su auricular.


Atrás, junto a la ventanilla va una morena con su novio. Acaban de subirse con cara de no tristeza. Del motel al metro, del metro a la buseta, de la buseta a sus casas, a sus habitaciones, a las horas que dedicaran a recordar a sus anchas esa tarde. Él la quiere, ella lo ama, pero este viaje es sólo para una persona, mientras tanto allí están. Sus manos no son suyas, sus labios no son suyos, ¡sus caderas si que fueron de él! Ella toma el celular de él y marca, con voz baja le dice a su madre que ya están en camino, que no pudieron hacer la vuelta, ya estaba cerrado, además el plazo venció hace tres días pero que quizás luego vuelven a averiguar mejor.


Los lentes son nuevos, las ideas desgastadas. El corte de cabello es lo que una mamá o un rector de colegio confesional llamarían “corte clásico”. No es ningún nerd, por lo menos su ropa no obedece a tal, sabe menos de lo que desearía y podría saber. Mmmm, que difícil decisión, ¿Sentarse en la ventanilla que queda desocupada o junto a la mujer de blusa blanca que está sola y que atrajo su atención en cuánto subió las escaleras de metal? La ventanilla. Quizás llegué otra así y se siente junto a él. No sería capaz de conversar, de saludar, de preguntar nombre, música favorita y Messenger, pero por lo menos mientras la tuviera a su lado sería feliz fantaseando sobre la manera de hacerlo. Mientras la gente se sube ve como van tomando los otros puestos, pero nadie decide sentarse junto a él. Eso lo hace feliz.


En medio de todo estoy yo, perdido en las luces que se le escapan a la ciudad para colarse por la ventana de esta buseta, pensando en cuál de todos puedo ser yo ¿Todos o ninguno? Ninguno. Respiro profundo antes de que el aire huela a desechos de carro, dejo mi bolso en el suelo, reclino la silla y me dejo ir, me dejo llevar, cuando menos pienso estaré a 26 metros de la puerta de mi casa, mi almohada y mis pensamientos nocturnos.


En rutas paralelas se confunden vidas oblicuas, destinos distintos que se cruzan y descruzan cada día. La línea amarilla va alargándose detrás y las lámparas de la calzada corren cada vez más rápido. Los árboles son borrosos, las casas lejanas, las historias únicas. Los buses, las busetas, los taxis, el Metro; se convierten en cajas de Pandora en que diariamente se escriben y borran los inventarios de la cotidianidad, de la “normalidad” de la vida. ¡Buen viaje!

viernes, 2 de octubre de 2009

Papeles quemados

Esto no podría ser realidad porque es una realidad que no conozco, pero de cualquier forma es para vos, Compañero.


Su madre pensó que él había comenzado a fumar.

Profundo de la manera más simple posible, así lo recuerdo. Puedo describirlo físicamente. Piel blanca, colorada dependiendo del clima o de la situación. Un cabello envidiable, castaño oscuro y liso que solía –supongo que todavía- llevar un poco largo; aunque nunca se lo peina siempre toma forma que queda bien, el viento y la humedad hacen lo suyo. La última vez que lo pude abrazar su contextura era un poco gruesa, no muy atlética, pero tampoco obesa. Estatura media, los hombros caídos al igual que la nalga, los ojos café claros que se pueden confundir con miel, pestañas largas y cejas pobladas, barba creciente y contrastante. Un corazón difícil de conocer, pero creo que fácil de tocar.

Físicamente, y a pesar de su negativa, siempre fue muy atractivo para las mujeres, supongo que para algunos hombres también. En su infancia porque era un “gordito bonito” y en su juventud porque se convirtió en un hombre interesante, varonil, sensible, y de tratos cuidadosos. Su apariencia física nunca fue su verdadero problema con ellas.

Hay miles de maneras de describirlo físicamente, una por día o una por persona. Esto es tarea fácil de cualquier manera. Sin embargo, meterse en su pecho, adentrarse en los confines caóticos de su alma, eso nunca fue ni será tarea sencilla. Voluble es una palabra que se me hace demasiado abstracta para definir algo, pero al pensar en él después de haberlo conocido un poco es inevitable relacionarlo con esta cualidad. Siempre se debatía entre la alegría mostrada en público y la tristeza profunda que pocas personas sabíamos que podía llegar a sentir.

Recuerdo su presente. Pasa largas horas despierto en la noche, en su habitación. En el día debe buscarse la manera de subsistir, de ayudar a su familia y de sentirse útil. Pero cuando cae el día abandona las herramientas de construcción, toma un lápiz y un papel y se adentra en sus interrogantes. Es más lo que piensa que lo que escribe, es más lo que escribe que lo que le gusta.

Su habitación es de color claro, esto hace que se vea iluminada. En el aire flota su inconfundible y agradable aroma, ese es su espacio. La cama casi siempre tendida, el televisor apagado en frente, los zapatos un poco desordenados. No tiene ventanas, si las tuviera ya se habría escapado volando. Las paredes están llenas de afiches, músicos, marcas, ideologías. Y en un rincón muy especial, es un estuche negro esta guardado el amor más grande que ha sentido por algo o alguien que no sea familiar suyo. Es un amor no obligado, no consentido, no buscado, no recompensado. Seis cuerdas, una caja, un diapasón, muchos trastes, miles de sonidos y de sensaciones. Allí está guardada su vieja guitarra, su compañera de batallas, su más íntima amiga. En ella ha tocado los acordes que quizás haya querido regalarle a alguna mujer, pero que no ha podido –o querido-, en ella ha dejado su alma y su corazón, no por su virtuosismo sino por su pasión.

Pese a todo lo recuerdo viviendo con gran entusiasmo. Se avergüenza de sí mismo, de sus sentimientos, de su propio patetismo. Estos no los comparte mucho, pero son uno de sus tesoros más preciados.

Esos tesoros son descubiertos cada noche, cuando toma su lápiz y su libreta parcialmente en blanco. El mundo ya no importa, su mundo ya es otro, uno que no existe ni para él. Supongo que me recuerda, que nos recuerda a todos. Y también supongo que alguna vez fuimos objeto de su bolígrafo y quedamos plasmados en su caligrafía redonda y suelta. Con seguridad ha escrito más de lo que ha leído, y muchas de esas letras han sido lágrimas, y dolores, otras habrán sido esperanzas. Que agradable sería leer algo suyo, pero ha tomado la decisión de que eso nunca pase. Nadie, a parte de él lo leerá. Quizás –dice él- los genios más grandes de la historia sean aquellos que se quedaron con sus ideas en su cabeza, que nunca fueron leídos, ni analizados, ni alabados ni criticados. Quizás los genios más grandes del mundo hayan destruido sus escritos después de darse cuenta de que eran sólo suyos. Él no es uno de los genios más grandes del mundo, no es ningún genio –y no sé si sea de este mundo-. Es un hombre normal.

Él también lo hace. En un ritual breve y solemne arranca las hojas de la libreta, las pone en el suelo una sobre la otra, letra sobre letra y les prende fuego. Me lo imagino allí sentado, con la candela reflejándose en sus ojos y el calor en su piel, viendo cómo sus pensamientos hechos palabras se vuelven humo y olvido.

Su madre pensó que él había comenzado a fumar.