miércoles, 19 de enero de 2011

Cuento de alcoba


Es curioso que a veces estar mojado pueda subir tanto la temperatura.

***

A bocanadas de noche habían dejado la cama impregnada de amor. Lo sudaron intensamente, profundamente, escandalosamente, y lo limpiaron de sus cuerpos. No les quedó nada. No solamente untaron la cama de amor, lo vertieron todo en ella. La cama estaba a reventar, el colchón más pesado de lo normal, las sábanas completamente desordenadas y el aire pesado, enrarecido, hostigante, rebosado del contradictorio olor del sexo.

Tras el estallido estuvieron recostadas, desnudas, una junta a la otra sin tocarse, las dos mirando el cielo raso de madera vieja y húmeda.

- ¿Quién eres?-. La otra, sin parpadear si quiera, tras pocos segundos de silencio, tiempo de gracia suficiente para no romper el aire y derribar el techo, respondió:

- La secuela de un sueño, de uno de esos que no se recuerdan, de esos que quedan como por partesitas en la memoria, y que uno intenta recordar, pero cada vez tiene más vacíos. Soy una mujer real.

- Parece que lo dijeras con dolor.

- Dolor… dolor. ¡Carajo! ¿De qué otra forma se puede ser una mujer real? Ser mujer duele, y vos lo sabes, las dos lo sabemos. El dolor se confunde en costumbre, se vuelve hábito, se vuelve común, pero no deja de doler. No puedo decirlo de otra forma… - Su respiración se pausa un momento, y sin quebrar la voz si quiera, como si fuera a decir una mentira, sin tomar aire exhala diciendo: -Sigue doliéndome.- Pero no era una mentira, sino una verdad de las que ya no sorprenden, de las que se dicen sin creer que haya a quien le importe. Se quedan en silencio de nuevo, hasta que…

- ¿Cómo puede quererse a alguien que no siente el dolor de uno? Un “lo siento” nunca es suficiente, nunca es sincero… Creo que por eso me enamoré de vos. El dolor se te ha visto siempre en los ojos, y en la rabia con la que hablas. Siempre te sentí más fuerte que cualquier hombre.

- El dolor nunca me hizo fuerte. Al contrario… -Deja la frase incompleta, no sabe como concluirla, pero tampoco se retracta. Siente como cierto lo que ha dicho, pero no lo que iba a decir, no sabe como terminar. El silencio se torna de nuevo como sonido ambiente. El silencio siempre era el mejor sonido. Después de los gemidos, del frotar de las piernas con la tela de la sábana, del golpear incontrolable de la palma de la mano contra la piel ajena el silencio aparecía como pacificación, inundaba el ambiente con un vacío que para ellas nunca fue incómodo. No dormían al terminar de amarse, pero tampoco se quedaban hablando. Todo estaba dicho, y cualquier palabra sonaría redundante. No necesitaban preguntarse si les había gustado, si habían “llegado”, si se amaban, porque comprobar obviedades era una manía innecesaria, y el pequeño margen de duda que pudiera quedar, en vez de incomodarlas las hacía sentir más cercanas.

Esa noche fue diferente. Lo habían dejado todo, se les había escapado todo el amor del cuerpo, con el poco pudor que aún pudiera haber entre ellas en esas batallas cotidianas. Por eso hablaron, por eso las palabras no derrumbaron el techo, ni rompieron el aire, ni sonaron redundantes. Al fin de cuentas una de las mejores formas para medir el amor de los amantes está en lo cómodos que puedan llegar a sentirse con el silencio. El silencio no es incómodo cuando hay amor, pero cuando el silencio se convierte en ansiedad las palabras no dejan de llegar, y con ellas las preguntas, los cuestionamientos, los reclamos, las dudas.

***

Esta es una historia de alcoba, una historia íntima de las que a nadie importan conscientemente pero que son perseguidas por el morbo del instinto. Que nadie me diga que la confabulación que es este mundo no se ha construido y destruido desde una alcoba.

***

Un café cotidiano, el sonsonete de la misma canción en la radio con el mismo ritmo pegajoso y sin sentido que en dos meses estará out. Mamá escucha noticias en su habitación, “¿Cuántos muertos?”, le pregunto desde la cocina, “Apenas dos, no fue nada grave”. Escucho la respuesta lejana. Mientras sorbo el café, lo dejo en mi boca para sentir el sabor amargo, una sola de azúcar, miro el reloj de péndulo que hay encima de la nevera. Es temprano, la noche no fue buena, empató con la madrugada. No fue que despertara temprano, simplemente no dormí. Creo que en la tarde me va a pesar. Por ahora tengo que salir.

Es sábado. Hoy no trabajo, pero la casa me estorba. La casa siempre es todo lo que uno ha sido, y casi nunca lo que uno quiere ser, o por lo menos la casa de los padres. En este momento me estorba esta cómoda seguridad. Son como las 7 y algo de la mañana, no creo que necesite los documentos para nada. Si los necesito, ni modo, no me devolveré. Solo espero que no haga demasiado calor para que la bufanda no se vuelva un estorbo. Me gusta como accesorio, es elegante, además… no debería pensar mucho en esto, pero tampoco lo puedo ocultar. La llevaba cuando la conocí, o bueno, cuando la comencé a ver diferente, cuando cambié el enfoque, cuando la comencé a mirar con otros ojos…

Quien me vea sentada en esta banquita pensará lo peor: que pasé una noche de fiesta y aún no he llegado, que ando buscando fantasmas desde temprano, que una señorita no tendr´´ia que estar haciendo nada a esta hora en la calle si no es en misa, que simplemente estoy loca por no ir hacia ningún lado, pero nadie me va a preguntar, nadie es tan valiente como para confirmar las historias que se arma de los demás en la cabeza, nadie es tan arriesgado como para pasar de un “buenos días”. “Buenos días, me llamo Amanda y estoy enamorada de una mujer, ¿Qué cómo pasó? Nadie se da cuenta del momento preciso en que el sol del día se vuelve atardecer, la hora exacta en que comienza la noche, o el día. ¿Qué estoy loca? Enamorarse no es de locos, es de idiotas, hace mucho que el amor dejó de ser una locura”, o algo así diría al primero que se sentará al otro borde de la banca, pero no lo haré. Seguramente a nadie le interesa saber eso justo antes de ir y a hacer la fila en el banco (ya ni sé si los bancos abren en sábado), o justo antes de ir y escoger las mejores zanahorias y cebollas para casa. A nadie le interesa saber que aún no sé de qué me enamoré, que aún no sé si es amor o compasión.

“¡Jesús te ama hermano! ¡Búscalo en tu corazón!”, grita una mujer harapienta, con el cabello un poco más desgreñado que el mío. Salen unas pocas personas de la misa de siete, algunas le dan un par de monedas, “lo necesario” a la devota que evangeliza en medio de la ebriedad. La mayoría son señoras bien. Llegarán a casa, y mientras preparan el desayuno para ese señor gordo y peludo con el que viven felizmente casadas le contaran a su hermana, a su hija, o a las matas, el chisme fresco del sábado, del que recién supieron en la misa, que es mejor que cualquier club de costura y más rápido que cualquier diario en tintas roja, negra y amarilla. Su peor pecado no es el chisme, eso es apenas una culpita que se expía con cualquier bendición. Su verdadero pecado es no haber sido tocadas en mucho tiempo… eso sí no tiene perdón de Dios. 

En cambio mi mayor pecado…

Hay sonrisas que se sienten como un oasis en medio de una tormenta de arena, el primer respiro después de unos largos cuarenta y tres segundos bajo el agua. “Tengo un problema con esa bufanda”, sonrió y giró la cara. Cuando subió el calor y la bufanda ya no estaba, “Tengo un problema aún más grave con ese cuello, mejor deja la bufanda”, y guiño el ojo derecho. Era confuso, pero me parecía pura cordialidad. Pero la sonrisa… si tuviera una foto de su cara y la recortara para ver solamente la sonrisa estaría en un serio predicamento. A veces no me hace falta el resto del rostro, y la sonrisa sola es bien reconocible. Lo único que me hace falta son sus lentes. Qué bien le enmarcan… pero cuando no sonríe no sé qué hacer con esa tormenta de arena, con esos largos cuarenta y tres segundos bajo el agua. 

Tengo una llamada perdida… ¡Esa sonrisa…! 

***

Una pesadilla tiene el tamaño de la más pequeña y delicada comisura. Un sueño también.

***

Las palabras no dejan de llegar, y con ellas las preguntas, los cuestionamientos, los reclamos, las dudas. Y el amor se sale de molde, y el silencio no llega. Pero entre ellas no hubo palabras de tal agudeza, pero habían perdido el silencio, lo habían sudado todo, como también todas las lágrimas que no derramarían aunque el estado de ánimo fuera torrencial.

- Es tarde…

- ¿Para qué?

- No sé, mira el reloj. Es tarde.

- ¿Nos vestimos?

- Nadie pregunta “¿Nos desnudamos?”, pero está bien, vistámonos, y… ¿Después qué?

Se dan a la tarea de recolectar prendas por toda la alcoba mientras la densidad del aire va bajando.

- ¿Qué hiciste mis cucos?

- No sé, precisamente… son tuyos.

- Pero los arrancaste como si no lo fueran.

Sonríe brevemente. Continúan la búsqueda, pasando por encima de la cama, mirando por debajo de ella, levantando la sábana, aún desnudas y desparpajadas, con más tristeza que vergüenza. Vestirse es una tarea egoísta, no hacen falta manos ajenas para hacerlo porque ordenar no es tan fácil como volver todo un caos. El sudor se ha vuelto vapor, la piel está suave, el jean sube con relativa facilidad, la falda no pone resistencia alguna.

- No sé.

- ¿No sabes qué?

- No sé después qué…

***

Hacía demasiado frío esa noche y yo había estado con algunas afecciones en la garganta. De nuevo tenía que ponerme la bufanda de la noche del guiño. Yo sabía que ella iba a estar allí, y sabía que se iba a fijar de nuevo en la bufanda. Lo que hubo debajo de la bufanda no fue solo el cuello. También estuvieron las mejillas, y los labios. 

Era casa de un amigo en común. Nos había presentado, pero a los ojos de los demás no habíamos cruzado más de dos palabras. La casa estuvo llena de pasillos secretos, pasadizos oscuros, habitaciones lejanas y poco concurridas. Fueron las dos plantas de treinta y seis metros cuadrados cada una mejor optimizadas en espacios y momentos. Luego fue mi habitación, pero ese era espacio más que cómodo y suficiente para dos cuerpos pequeños como los nuestros. 

Se ama intensamente cuando al amor no se le da tiempo de estropearse, cuando se llega a la cama sin pretensiones matrimoniales, cuando la cama es el lugar de inicio y no el de desenlace, y cuando la trama, sin espacio ni tiempo, es vertiginosa e irracional. También se ama intensamente cuando el amor es compasión, cuando quieres dar lo que nadie ha pedido, lo que supones que necesitan de ti. Se ama intensamente cuando el amor es corto, cuando se va en un suspiro, cuando puedes transpirarlo. Se ama intensamente cuando no se siente remordimiento por ya no amar más, cuando te llenas de tristeza por no poder amar más. Se ama intensamente cuando llegas a dudar de en verdad haber amado.

El beso fue sencillo, y por eso hermoso. Todos estaban en el balcón, mientras yo preferí estar en la cocina, el lugar más caliente de la casa, y paradójicamente en el que menos me gusta permanecer. Ofrecí café pero nadie quiso, sólo ella, y yo. Fue a ayudarme. Buscó el café instantáneo mientras yo ponía el agua a hervir. Mientras esperaba el sonido de las burbujitas me recosté en el mesón, y bajé la bufanda para evitar el calor. “¿Es eso una invitación?”, me preguntó con expresión seria e imperturbable. No supe que responder, pero notó mi inseguridad ¿Acaso estaba hablando en serio? “No sé si haya mejor forma de decir sí que no decir no. Es el beneficio de la duda”, y se acercó aprovechándose del beneficio que inocentemente, o no, le di.





viernes, 7 de enero de 2011

Arritmia vital

La vida se mueve. A veces nos movemos con ella, logramos seguirle el ritmo, llegamos a tempo en el prestíssimo movimiento que ella lleve, que el mundo acompaña, que los demás armonizan… a veces. En otras ocasiones, diría yo que casi siempre, el vaivén entre el ritmo que suponemos que deberíamos llevar y el que nuestras limitadas condiciones nos permiten asumir con comodidad se convierte en la más desacoplada –como la vida misma- arritmia.

Soy arrítmico, a-rítmico, sin ritmo.

Mi corazón no tiene compás, no sabe mantener su palpitar a un solo ritmo, a un solo tempo, a una sola velocidad. Ni la genialidad de los grandes sabría traducir en un monograma lo que toca un corazón descompasado. Vas del vértigo al vacío, y en una bocanada de aire el palpitar vuelve a moverse perezoso, lento, rallentado a punto de mermelada. Si en esa bocanada hay algo de humo, el latir lento podría acelerarse, casi asustado, de nuevo vertiginoso, o puede no hacerlo. No hay tic-tac en el palpitar. Es más bien como un tic… tac… tic..tactictactictactitttttttt…. ¡! … tac… ta.tic… tac… No es un reloj el aparato para medirlo, ni son los segundos la unidad de medida. Para este corazón no hay marcapasos, a menos que el ingenio médico pueda inventar uno que sepa marchar al ritmo de las emociones, tan rápido como un orgasmo, tan lento como una resaca, tan flexible como para acelerar y desacelerar entre uno y otro en pocos segundos.

Pero mi arritmia no es sólo cardíaca. Sé que al caminar un pie debe ir adelante del otro, y cuando aprendí a hacerlo no pensé que fuera suficiente información, pero tampoco pensé que no lo fuera. Era necesario, pero nunca suficiente. Alguien debió enseñarme a coordinar mis pasos. No necesitaba aprender a bailar tap ni algún sincopado ritmo afro antillano. Sería suficiente coordinar cuándo debería ir adelante el pie que recién quedaba atrás, pero la frecuencia no es un término con el que los músculos de mis extremidades estén muy familiarizados. Mis piernas delgadas, casi óseas, no distinguen entre deambular y huir. Aunque hasta ahora nadie me ha alcanzado sé que algún día lo harán, estoy seguro, y entonces… Ayer se levantaron cansadas pero despiertas, dispuestas a conducirme a algún lugar. Aunque no lograron llevarme a ninguna parte, no dejaron de caminar, de moverse, de desordenarse disimuladamente. Hoy, ni el deseo por recordar viejas caras y viejos caminos fue suficiente para que despertaran. El paso fue torpe, somnoliento, casi suicida. No conforme con la deformidad de mis dedos ni con la prominencia de las rodillas, tengo que conformarme con un par de pies que me mueven cuando quiero estar quieto, y me dejan estático cuando amanezco con síndrome de atleta mochilero.

Pero la arritmia cardíaca y la descoordinación funcional no son los únicos síntomas de esta arritmia vital. Tengo erecciones en momentos en que la santidad debería ser una máscara convincente, en momentos en que no hay objeto aparente y cercano de lujuria, y así mismo las pierdo cuando me levanto la sotana. Llegan y se van a su antojo, como semáforos desconfigurados, como luciérnagas con sobredosis de cafeína. Llegan provocando desazón, y se van dejando calma. Con ésta disfunción eréctil se desordena también la respiración, que se acelera cuando duermo, a dientes abiertos para que entren grandes bocanadas de noche por la tráquea, y que se ritarda cuando más rápido debería ir, cuando más larga carrera debo dar para no bajarme del vagón del tiempo y el afán, y entonces, los hoyos casi inútiles de la nariz son los únicos que funcionan. La mandíbula también pareciera tener motu propio, y es que me resulta poco gracioso tener que masticar el helado mientras que con un trozo de carne me veo obligado a pasar casi entero, con los sabores y olores casi vírgenes, las especias intactas, la carne tierna. 

Soy arrítmico. Cuando quiero sexo recibo amor, cuando quiero amor no recibo nada  probablemente (más que la taquicardia/bradicardia, la torpeza al caminar, la falta de comunicación neuro-fálica, los problemas respiratorios y la descoordinación mandibular) esa sea la peor de mis arritmias.

Nota aclaratoria: Quien escribe no sufre aún ningún tipo de disfunción eréctil.

domingo, 2 de enero de 2011

Secuela de Un mundo para vos

Quiero aclararle al lector curioso, perspicaz y confabulador que, así como ese mundo fué imaginado, es posible que la persona a quién de manera prohibida iba dedicado sea objeto del deseo y no tenga rostro, ni piel ni huesos. No todo es como parece.

Mientras leías el mundo que mis letras habían inventado para vos deseabas que existiera, y deseabas estar en él. No sé si ese deseo me incluía, supongo que ni siquiera vos lo sabes. No sólo querías estar ahí, sino que lo querías "ya". Eso me hace pensar que en efecto, el mundo que yo imaginé se ajusta a tus medidas, o por lo menos a tus necesidades, a lo que yo creía que necesitabas. Pero no se construye nada desde el deseo, que no es menos que la mejor materia prima existente, la mejor maquinaria que cualquiera podría tener para construir mundos posibles. Construí ese mundo, pero lo hice de letras, indelebles y frágiles, y la brisa más pequeña o el menor de tus desaires podría derrumbarlo en menos tiempo del que necesitó mi mano para hacerlo tipografía.

Con letras se construyen mundos imaginados, (A veces también mundos reales, pero estos se reconstruyen, se recrean, o se reeditan) con susurros pueden hacerse posibles, pero sólo con la disposición de los sentidos, con la "mano de obra" de la voluntad puede un mundo imaginado, un mundo posible, convertirse en realidad.