lunes, 21 de septiembre de 2009

Como en un sueño

I

Ella huía rápidamente. Huía del mundo, de la gente, de todo menos de él. Pero tampoco estaba con él. Iba hacia el bosque, un bosque sin lugar, sin coordenadas, sin latitud ni longitud, un bosque sin edad y sin tiempo, un bosque de guayacanes amarillos. Corría, y mientras lo hacia todo iba quedando atrás, donde siempre debía estar. El ocaso acompañaba su camino y mientras tanto, mientras ella se internaba en el bosque el día estrenaba un nuevo traje negro. La noche iba pintando de oscuro claro el cielo, luego iba poniendo estrellas a lo ancho mientras se dibujaba la gran redondez pálida de la luna.

II (III)

Él estaba en alguna parte del bosque, rodeado de guayacanes florecidos. La corteza árida y rugosa, las hojas ausentes y las flores débiles. Estaba parado en un claro llano cubierto completamente por follaje seco. Se encontraba tan sólo que se había olvidado de su propia presencia y sólo miraba perdidamente el espectáculo no anunciado de la noche. Tenía las manos en los bolsillos, las piernas poco abiertas apoyadas completa y firmemente sobre el suelo de esqueletos botánicos. Una chaqueta lo protegía del frío, compañero fiel e inseparable de las noches de luna clara. El viento estaba enfurecido y aunque soplaba con fuerza era cortado por los troncos de los árboles y por su silueta –de él- alta y no demasiado corpulenta. Su ropa era movida un poco, mucho más se movía su cabello poco largo que se tiraba sólo sobre un costado y estaba tan enmarañado como su cabeza.

III (II)

Él estaba esperando que algo pasara en el mundo, pero en este bosque de guayacanes amarillos, tiempo sin tiempo, esperanzas perdidas y luna a rebosar no pasaba nada. Ella, mientras tanto, solo sabía que lo buscaba a él. No sabía como ni donde estaba, mucho menos como llegar. No estaba ansiosa pese a su deseo, no era algo que fuera a buscar insistentemente. Corría entre los árboles, rodeándolos, dándoles vueltas, zigzagueando. Jugueteaba con el viento y con las hojas secas del suelo. Las pisaba y se divertía con el sonido que hacían al quebrarse, las empujaba y levantaba con el viento como su cómplice y compañero de juegos. Pese a sus juegos traviesos no podía evitar el miedo, la sensación de desprotección se apoderaba por momentos de su sentir.

IV

El bosque tenía ruido de bosque. Había muchos insectos, grillos sobre todo, unas cuantas aves nocturnas, el rechinar de las ramas y el roce de las hojas una contra otra. Si se mirara al cielo en ese momento se sentiría que de una vez por todas había decidido caerse porque nunca, hasta donde lo recordaba aquel bosque sin memoria, la luna y las estrellas habían podido ser testigos y protagonistas de una noche de tal belleza.

V

Todo era incierto. No importaba porque estaba él allí ni porque ella lo estaba buscando, pero el deseo era magnético, los llevaba a querer estar juntos casi por instinto. Entre los arbustos algo se comenzó a mover. Un temor erizante se apodero de su piel y lo invadió de curiosidad. Por ese extraño instinto de autodestrucción –“pulsión de muerte”- sus pies comenzaron a moverse uno detrás del otro sucesivamente. Se iba acercando cautelosamente, caminando siempre con un árbol por delante como protección. Quería ver, pero el temor era dueño de sus nervios y sus vellos. Eso, lo que había bajo la sombra y la oscuridad de los árboles, se movía inquietamente, un momento después se quedo quieto y escondido tras otro árbol, otro guayacán. Él se siguió acercando. Y eso --que era ella- también comenzó a hacerlo. Cuando salió de la penumbra fue bañada por la luz de la luna que dejó al descubierto su palidez color canela y su desnudez inconciente. La luna descarada se reflejo en sus ojos, los más brillantes y profundos de esa noche y de todas las noches, verdes, grandes y redondos. Sus ojos se encontraron con los de él, y con esto sobraron las cuerdas vocales: todo estaba dicho.

VI

Despegó su mano izquierda del cuerpo y la llevó hacia ella. Tomó su derecha con suavidad, le hizo un símil de caricia y la apretó. Su mirada caía intermitentemente al suelo, y de allí a su rostro, el de ella. Acercó más su cuerpo y subió su mano derecha. La posó entre su cuello y su mejilla. Mientras sus dedos comenzaban a juguetear con el cabello rojo, la palma de la mano sentía la calidez de la sangre que pasaba por su cara y su cuello. Ella, siguiéndole la corriente puso su mano izquierda alrededor de la cadera ajena y propia. Quizás no lo sabía, pero tenía en sus manos a un hombre, a todo él. Lo había encarcelado con sus falanges. La mano izquierda de él subió hasta sus labios sin soltar la de ella para rozar su sequedad contra su piel. La derecha acariciaba entonces su cuello y bajaba a su espalda.

El frío la había tomado como presa y se hacia notar en las pequeñas protuberancias de la piel. Él se apartó de ella, retrocedió para quitarse la chaqueta. Acto seguido la puso sobre los pequeños hombros desnudos de ella y la rodeó. La protegía, en más de una forma.

VII

Una luna solitaria y vigilante rodeada de estrellas cromáticas, el viento precipitado y revoltoso, el amarillo de las flores contra el café de las hojas, el oscuro claro del cielo, los bichos, la ausencia de segundos y de coordenadas, y dentro y fuera de todo, él y ella. De nuevo se le acercó, la rodeó con sus brazos y fue correspondido. Y en ese abrazo perdido en el mundo sintió por un extraño momento que tenía allí todo lo que necesitaba.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Conveniencia

Me conviene estar contigo. Si, es puro interés lo que me une a ti, solamente por eso estoy a tu lado. No es una diatriba de palabras forzadas que buscan engañar. Es lo más sincero que puedo escribir, decir y sentir. Me conviene, me interesa tenerte aquí.

Es conveniente escucharte, porque me conviene que me escuches. Es conveniente abrazarte, y besarte, porque nada más conveniente para mí, nada me interesa más que recibir de ti cada sincera manifestación de cariño. Es conveniente acariciarte porque para mi piel es conveniente el roce de la tuya, el roce con tu piel. Es conveniente para mis ojos astigmáticos mirarte con insistencia. Los prefiero hundidos en el profundo de tu mar color ámbar, que perdidos y caídos, “pesados como juicios”.

Es por pura conveniencia que te regalo mis palabras, evitando así que se me atoren en la garganta y en los nudillos. Te las regalo dejando en mí un vacío abdominal complejo. Te quiero, porque no hay nada en el mundo que me convenga más que saber que me quieres. Ya no hay más trato ni contrato, solo un juego de intereses.

Es conveniente sentir tu respiración, respirar sobre tu piel e impregnarme de tu aroma. Es conveniente tocar tus labios rosados, carnosos y gruesos, acariciarlos y luego querer hacerlos míos. Es conveniente despertarme pensando en ti porque me interesa tener razones para abrir los ojos y tirarme al mundo.

Es conveniente estar a tu lado, porque es conveniente aprovechar esto que llaman vivir. No cabe la menor duda de que estoy contigo por conveniencia.