martes, 21 de diciembre de 2010

La Banda Sinfónica, el valor del silencio y los proyectos de sociedad

Extraño que escriba, y sobre todo, que publique sobre ésto. Bueno ¿Y? Hoy me dieron ganas, y lo hice. Soy mi propio editor. ¡Lero Lero! Y como dicen por ahí... A quien interese. El título, más que título es un índice desordenado, pero como he dicho antes, soy mi editor, y así lo dejaré. Ahí queda...


Foto: Luz Adilia Esparza. BSB en novena con niños del ICBF. Instituto Salesiano Pedro Justo Berrío. Medellín, Colombia.


Para la Banda Sinfónica de Barbosa - BSB

Sentir el fracaso ajeno como propio, la dificultad del vecino como una dificultad colectiva, el sufrimiento del distinto como un obstáculo para el desarrollo de todos, eso sería vivir en una sociedad, valga la extraña redundancia, con conciencia social. Conciencia social es comprender que no se vive solo, pero más aún, que los problemas de uno solo son culpa de todos los demás, y que por tanto la solución, en el fondo, también debe ser colectiva.

Las bandas sinfónicas no sólo son una de las tradiciones más arraigadas de nuestra cultura, como ya está dicho y re-dicho, sino que son -como también se ha dicho- instituciones socializadoras, constructoras de personas antes que de músicos. Yo pensaría que deben ser formadoras de músicos, y que la formación personal es un efecto colateral, y no al revés, pero en nuestra sociedad enferma no es nada extraño que la formación personal sea una prioridad. Está bien, no discutiré eso.Una institución "socializadora" no debe ser aquella que adapte a las personas a vivir en su entorno, es decir, que las acostumbre a ver las cosas, de por sí desordenadas, como normales, sino que debe ser aquella que cree individuos capaces de preguntarse por el qué y el porqué de las cosas, las causas, consecuencias, y por supuesto, posibles soluciones. Los más retrogradas y retardatarios los llaman desadaptados, yo por mi parte, quisiera que el mundo tuviera muchos más desadaptados -en el sentido más humano de la palabra-, porque adaptarse a vivir en una sociedad enferma no es más que el primer síntoma de contagio.

Tanta perorata y palabrería para decir sólo una cosa. Las bandas sinfónicas son un fenómeno social, además, valga recordarlo, como ya hemos dicho y sin ánimo de ser populistas, "de los pueblos y para los pueblos". Así mismo, puede entenderse cualquier institución como una pequeña sociedad, un pequeño "ordenamiento jurídico" como diría un abogado. Como todo ordenamiento jurídico, las leyes, las jerarquías, las normas, incluso las sanciones, deben existir, pero también, como una micro-sociedad, todas estas deben venir de un acuerdo fundamental, de cierto consenso. El consenso solamente debe tener un objetivo: lograr un proyecto de sociedad, en este caso un proyecto de banda. No es cuestión de mayorías, porque cuando la voluntad general se mide con mayorías está cerca de convertirse en tiranía o dictadura, y nada más lejano para la consolidación de un proyecto de sociedad.

Lo fundamental es sencillo. En una sociedad, la vida debería ser un principio fundamental. En una banda, podría equipararse ese principio con el silencio. Pero así como la vida tiene unas intenciones de realización y unas condiciones especiales para ser digna, el silencio por sí solo no es más que vacío. Proveer al silencio de concentración, de disposición, de "espíritu", llenar el silencio de vida, darle alma al silencio para que los ruidos sean música, es tanto como propender porque la vida pueda vivirse en condiciones de libertad y justicia. Es como decir que, así como los derechos fundamentales son necesarios para que la vida valga la pena, debe haber unos "derechos fundamentales" para que el silencio sea más que simple ausencia de sonido.

Me he desviado un poco. Vuelvo a lo que decía en un principio sobre la conciencia social. En esa microsociedad llamada banda, la conciencia de grupo, de instrumento colectivo es imprescindible para lograr cumplir metas, llenar expectativas. Un percusionista debe saber que la desafinación del último de los clarinetes es un problema que le afecta directamente, y que por tanto debe ayudar a solucionarlo, ya que probablemente hizo parte de la causa. El problema de acople de los saxofones debe cuestionar tanto al resto de la agrupación, que desde el piccollo hasta el triángulo deben procurar porque por algunos momentos, mientras el director -ese hombre que debe tener todas las características de un "buen gobernante"- intenta solucionar el problema, sean los saxos el centro de la banda. Es la banda misma es la que está sonando, y quizás sonando mal. El pasaje complejo del oboe, exigente en respiración, digitación y concentración, es en últimas el que hará que toda la banda, incluso los fliscornos barítonos durante sus redondas de acompañamiento al parecer poco importantes, suena bien. Lo dicho, y no es nada nuevo ni novedoso, es que una banda en su resultado no es la combinación de muchos instrumentos sonando al tiempo, es un sólo instrumento -con el que se puede interactuar en ese caso- interpretado por el director, el que suena, lo haga bien o lo haga mal. Dicen que una cadena es tan fuerte como su eslabón más debil. En la banda, cada voz, cada instrumentista, sin importar cuanto lleve, hasta qué nota suba o cuántos años tenga, es un eslabón de esa cadena. Reemplazando, podría decir que una banda es tan fuerte, como su integrante más débil, tan buena como su músico de menor nivel.

El papel de cada uno en el papel de los demás, en pro de alcanzar un objetivo común, no es, ni mucho menos, el de reemplazarlo ni usurparlo. Algunas veces será el de corregirlo, pero respetando las relaciones de autoridad, el famoso "conducto regular". Pero la función más importante en lograr que cada tuerquita de ese gran reloj que es la banda funcione y la hora llegue "a tempo", es la más sencilla de todas: hacer silencio, y sobre todo, saberlo escuchar. No debe el trompetista tomar el corno para hacer el solo que a su compañero le causa dificultad. Hacer silencio, saberlo escuchar y saber aprender de lo que escucha, puede aportar muchísimo más que cualquier comentario inoportuno, y muchas veces, desacertado. Puede ser paradójico, pero no es nada ilógico, pensar que la facultad más importante para poder sonar bien, hablar bien, conquistar bien, encantar, es saber escuchar. No se escucha con la boca abierta, sino con el oído dispuesto, entonces, para saber escuchar, el primer paso es hacer silencio. Los otros pasos estarían enmarcados en lo dicho antes, llenar el silencio de vida, negar que el silencio sea simple vacío, pura ausencia.

Una sociedad falla cuando no hay un proyecto común -y bien pensado- de sociedad. Una banda puede estar al borde del abismo cuando no hay proyecto común -y bien pensado- de banda. Pensamiento de agrupación, conciencia de instrumento colectivo, funcionalidad de reloj, todo eso dicho antes, pero nunca redundante. Por último, quisiera, algo fuera de contexto del tema principal de este texto, pero relacionado con lo dicho antes sobre el papel del artista, y de las personas en la sociedad, citar a Tomás Carrasquilla, en su ensayo Sobre la sencillez:

El artista, lejos de apartarse de las masas, en todas quiere mezclarse. Mientras más iletradas y analfabetas, mejor le satisfacen. El artista es un ser sin gravedad, sin asiento, sin fórmula de ningún linaje. Es un ser ingenuo, pueril, candido, aveces majadero y siempre chiflado o maniático. Si tal no fuera, dejaría de ser artista, porque el arte es una infancia vitalicia. Ved, si no, los niños: construyen edificios fantásticos con todo lo que encuentran; pintan mamarrachos imposibles en todo lo que puedan; esculpen monigotes en todo lo cortable y les farfullan con todo lo amasable; cantan y remedan lo que oyen y lo que no; tañen y teclean en cuanto les venga a mano; narran cuentos y los combinan y los inventan.

Hay que convertirse en un loco, sí, en un desadaptado. Pero un desadaptado, un loco sin disciplina, sin compromiso verdadero con su locura, probablemente no tenga más destino que la superficie blanca y amoblada de un hospital mental.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Un mundo para vos

(Dedicatoria prohibida)

Debo inventar un mundo nuevo, hecho a la medida de los dos. Un mundo en que nuestros miedos y nuestras ilusiones, en que nuestros sueños y nuestros fracasos queden ajustados. Debo construir, palabra sobre palabra, un lugar en que no quepan los demás lugares, al que no puedan entrar las limitaciones, donde las barreras sean una plaga erradicada.

Un mundo para dos.
Debo escribir un mundo donde lo prohibido sea ley de leyes, donde los deseos no sean censurados por los pensamientos, donde no haya institución que nos regule, ni temor que nos impida vivir. Es eso lo que debo crear, un mundo para vivir. Una dimensión desconocida en la que el único sufrimiento sea no poder permanecer en ella.

Debe ser un mundo de adjetivos y sonrisas, de frases indirectas pero pretenciosas, que cuando sean mal pensadas sean bien intencionadas, que cuando sean mal intencionadas sean bien pensadas. Un mundo en el que el más bello paisaje sean tus mejillas sonrojadas, tus labios quebrados pero húmedos y siempre carnosos, tus ojos esquivos pero atrevidos, y en el que nuestro oficio no sea más que contemplarnos, escudriñarnos, desnudar con nuestra mirada nuestro pensamiento.

En ese mundo la noche debe ser tan oscura como tu cabello pero tan brillante como tu rostro y tan clara como tu más compleja preocupación. El amanecer como tus espaldas, porque el sol saldrá por tu hombro izquierdo y se esconderá por el derecho.
Será un mundo móvil, que sea adaptará a tus prejuicios pero te permitirá viajar por nuevos sabores, nuevos olores... nuevas sensaciones.

No debe ser un mundo para mí, pues sólo soy el albañil. Quiero construirte ese mundo para que decidas si puedo estar en él. Sin embargo, sabes que si no estoy no serás capaz de conducirlo, de manejarlo, de sentirte bien en él. Es un mundo diseñado para vos, pero con espacio para dos.

Un mundo hecho de verbos, en que cada pensamiento, censurado y señalado en otros mundos, no tenga más opción que convertirse en realidad.

Un mundo sin tiempo: sin el peso del pasado, el afán del presente ni la angustia del futuro.

Debo construir un mundo para dos.

Quiero imaginar un mundo para vos.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Tras la última muerte, cada pequeña resurrección

¿Algo más cliché que hacer una crónica sobre la Veracruz? Ante la ausencia de otros escritos, publicar trabajos sigue siendo una buena opción. 

Adentro el mundo es diferente, demasiado tranquilo para ser verdad. Mientras afuera el sol sigue en su camino a posarse en lo más alto, al interior de la Iglesia de la Veracruz hace un frío de parroquia, atenuado por la sombra y ambientado por el silencio de las pocas personas, casi todas ancianas, que están allí, un día de semana en horas de la mañana, elevando sus plegarias más allá de lo alto que el sol pueda alcanzar. Mientras en esa burbuja se entra en contacto con lo sagrado, lo profano va despertando a la dinámica de un día normal en el centro de Medellín.

La plaza de la Veracruz, ubicada sobre la carrera Carabobo con la calle Boyacá, es uno de los lugares más emblemáticos de la Medellín antigua, y hoy, de los medellinenses antiguos. La antes Ermita de la Veracruz tiene sus orígenes en el siglo XVIII, y ha sido escenario, junto con la Plaza de la Veracruz (que más parece su atrio), de muchas de las grandes transformaciones que han constituido lo que hoy es la ciudad.

Caminar en la mañana por allí es casi como hacerlo en cualquier otro lugar de la ciudad, sin embargo, con el paso de las horas comienzan a emerger varios mundos que comienzan a pintar de distintos matices la realidad del lugar. En las bancas ubicadas en el corredor de Carabobo, entre la llamada Plaza Botero y la Veracruz se mantienen los mismos hombres viejos que casi se vuelven parte del paisaje, algunos de ellos lustradores o vendedores, pero la mayoría visitantes habituales. Son ellos quienes, además de uno que otro caminante desprevenido, casi todo el tiempo hacen la fila en los baños públicos ubicados unos metros atrás. Adentro en los orinales, el sentido del olfato opone resistencia desde antes de percibir cualquier olor, pero poco después se da cuenta de que, quizás por la hora del día, el hedor de la orina acumulada aún no es penetrante, ni siquiera desagradable. 

Ese corredor es zona de tránsito y de encuentro. Está infestado de comercio ambulante, policías –entre ellos varias mujeres-, funcionarios de Espacio Público y algunos habitantes de calle. En el margen derecho de la vía peatonal, yendo hacia el sur, hay varias mujeres paradas contra los muros, con apariencia segura y tranquila. De ellas es difícil afirmar si son prostitutas o sólo están esperando algo o a alguien, pero llegando a la Veracruz, cerca de la esquina de “El Machetón, todo a 1000” y la Compañía Colombiana de Seguros, es más fácil identificar a quienes son el verdadero emblema, el mayor símbolo de aquella plaza. Ellas se ubican intermitentemente cerca de los teléfonos públicos, en la zona de sombra que da el gran árbol que hay allí. Caminan seguido, con seguridad, cautela y ojo vigilante, por si aparece un potencial cliente. De allí a la fuente, a los postes, a las chazas de dulces donde compran un cigarrillo o dos, para luego seguir caminando. El sol blanco y brillante de las once de la mañana hace que todos, pero en especial ellas que estarán ahí buena parte del día, busquen estar cerca de alguna sombra. 

En 1984, Juan José Hoyos contaba en un reportaje publicado en El Tiempo y llamado “La última muerte de Guayaquil” la forma como el tradicional centro de comercio en que se había convertido la zona del centro de Medellín circundante a la plaza Cisneros y a la estación del Ferrocarril de Antioquia, había “muerto” una vez más de cuenta del llamado desarrollo con la construcción del Centro Administrativo La Alpujarra. Dice que ese centro que sonaba a tangos y sabía a fritanga y aguardiente había sido construido por prostitutas y ladrones provenientes de toda Antioquia, especialmente del suroeste. Con estas construcciones y otras como la de la Plaza Minorista o la Avenida Oriental, los pobladores allí asentados se vieron obligados a buscar nuevos lugares. Muchos de ellos se apropiaron de la zona de la Veracruz, entre Carabobo y Cundinamarca, como nuevo sitio de trabajo y de encuentro. Parte de esta población eran campesinos que habían migrado a causa de la Violencia de mediados del siglo XX; otra parte eran migrantes extranjeros llegados durante los siglos XVIII y XIX.

En Carabobo no son tan visibles, pese a que todos sabemos que están allí. En la carrera Cundinamarca, incluso quien no sepa que están allí terminará por notarlas, sentadas en las panaderías, apostadas en los portones de los casinos o recostadas sobre las puertas de los hoteluchos de la zona. Del otro lado de la calle los hombres se sientan en las cantinas y desde allí, con unas cuantas miradas logran el primer acuerdo necesario en el negocio de usufructo en que el cuerpo es mercancía.

A esa hora de la mañana, mientras se acerca el medio día, se vive una calma tensa en la Veracruz. Es difícil precisar si la tensión está dada por la dinámica de los actores de la zona o por los prejuicios con que inevitablemente se llega. Caminar alrededor se constituye en una bonita experiencia para los sentidos. Los colores de las cacharrerías, de las ropas de las putas, de la ciudad. Los olores, desde la comida vegetariana del Centro Cultural y Restaurante Govindas, pasando por los invasivos olores de los productos en las tiendas naturistas hasta llegar al olor cotidiano e incipiente de las panaderías y al olor metálico de la orina acumulada en los baños públicos. Suena música en algunas cafeterías, Govindas suena oriental como es de esperarse, se escucha el pregón de quien promociona productos contra el cáncer de próstata. Los sentidos en disposición vivifican la confluencia cultural de una zona central como aquella, tal como ver caminar monjas hacia la Iglesia desde un Centro Hare Krishna mientras las prostitutas van y vienen por todo el lugar.

La Plaza Botero, frente al Museo de Antioquia es un lugar turístico, pero el corredor de Carabobo hace fácil el acceso a atractivos turísticos que ninguna guía de la Alcaldía contendría. Un hombre y une mujer altos, de cabello rubio y ropas ligeras, lentes oscuros y pieles claras, atraviesan el paseo peatonal y luego la plaza, toman Boyacá y se pierden hacia Cundinamarca. Evidentemente son turistas, pero no se detuvieron a curiosear ni a tomar ninguna foto.

En 2001 se rodó un documental llamado “La Veracruz: Iglesia y prostitución” realizado por Fabián Quintero Rojo. Las trabajadoras sexuales entrevistadas, algunas hasta de 60 años con media vida allí, auguraban lo pronto que las sacarían, por estar cerca a un lugar “sagrado” y por no contribuir con la imagen de la ciudad bonita que desde entonces se estaba vendiendo. Casi 10 años después siguen ahí, igual de apropiadas de los espacios, con las mismas problemáticas de siempre y tras décadas de ejercer su milenaria profesión. El día en que las sacaran de esas calles y rincones de ciudad, y junto con ellas a los ladrones, a los vendedores de droga, a los viejos que llevan la forma de la banca en la espalda, a todos los que llegaron allí por no tener lugar en otros lugares, será en verdad la última muerte de Guayaquil, mientras tanto, cada día se convierte en una pequeña resurrección.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Batalla nocturna

Miro alrededor mientras estoy parado en la pista de baile. Busco alguien con quien pueda bailar. Estoy casi totalmente inmóvil y no recuerdo la música. Vivo el momento de nuevo, pero me encuentro en un lugar callado, y solo siento el impulso hondo y mudo del movimiento cardíaco. Recuerdo las luces y los colores, que van contra el nombre del lugar. Es noche de disfraces, es noche de jugar a no ser, que en el fondo significa jugar a ser más uno que de costumbre; es noche de exuberancias y aberraciones, de mostrar ocultando y de ocultar destapando.

Veo una peluca azul cobrizo que llega a la altura de los hombros y es de textura lisa. Enmarcado allí un antifaz gris brillante. No alcanzo a ver los ojos tras el antifaz. Más abajo los labios, el cuello, el pecho, el escote. Es blanco el vestido, con líneas azules y rojas en los extremos. Llega hasta la mitad de las piernas, de allí para abajo solo piel. En las manos un par de guantes blancos de tela común. La piel, de color blancuzco da apariencia de suavidad, incluso en aquel espacio donde la humedad se pega de cada milímetro y cada poro se vuelve áspero. No la invito a bailar, solo se me pasa la idea por la cabeza durante un par de segundos, pero de inmediato la descarto. Aún me pregunto por qué, pero por fortuna, pues pese a que estaba sola en la mesa, luego llegó la compañía con quien la vería el resto de la noche.

Un hombre con dos bebidas en las manos llega y se sienta. Está disfrazado de él mismo, y él mismo es aparentemente grande y fornido. Jean, camisa con mangas largas remangadas hacia los codos, un poco desbotonada.

Mi mirada no puede quedarse sobre ellos, sería demasiado evidente y agotador. Pero mientras sigo en mi propia historia me paso de cuando en cuando por esa historia ajena de la cual, sin que ellos se enteren, yo también entré a hacer parte. Solo queda fija mi mirada cuando estoy seguro de que no seré descubierto en mi ejercicio voyerista, porque qué clase de voyerista sería si me dejara descubrir ¿Uno que gusta ser observado?
La historia comienza a tomar lugar en mi cabeza con un gesto. Ella mueve su dedo índice a modo de negación después de haber señalado el antifaz. Él le acaba de pedir que le muestre el rostro, pero esa noche ella no tiene rostro más allá del brillante y de apariencia metálica que todos podemos ver. Bajo el antifaz ella se siente segura. Nadie sabe ni sabrá quién es la mujer que de manera apasionada se besa con aquel hombre, aparentemente desconocido, hasta para ella.

Mientras todos nos movemos en la pista, en aquella mesa junto al paredón izquierdo del lugar se da el baile más apasionado de todos. Alcanzo a ver la peluca tras la cabeza del hombre, las dos en direcciones contrarias, una frente a la otra. Hay una mano de él que no entra ni como reparto en esta historia, pero la otra se vuelve un personaje protagónico. Los besos no se dan con los labios. Se besa con el cuello, se besa con la respiración, se besa con las manos y algunas veces con las piernas. Se besa con todo el cuerpo si es necesario, y según la situación, si es posible. Así, el beso se convierte en una batalla cuerpo a cuerpo. La mano derecha de ella tampoco entra ni como extra, pero la izquierda se vuelve antagonista. 

En el furor del beso, la mano ancha y pesada de él, puesta en el cuello, cerca tanto a la oreja como al pecho, comienza a caer. Cuando cae dibuja la línea curva que forman el brazo delgado y fino de ella y su abdomen. De forma rápida llega a la cadera y baja a la pierna descubierta. Es allí donde compruebo -Con mis ojos para pesar mío- la suavidad de la piel descubierta bajo aquel disfraz que no sabría nombrar. La mano del hombre, aún con lo sudorosa que debe estar, se mueve libremente en ese terreno que no alcanza a abarcar, que va desde las rodillas hasta el costado de la nalga. En ese costado encuentra bastante divertimento, cuando hurga por debajo de la permisiva falda. Las formas redondas se ven reflejadas en el movimiento de la mano. Sube, gira, se desliza, vuelve a bajar, en un viaje sin destino ni retorno alrededor de la firme delgadez de aquel cuerpo que me atrevería a llamar adolescente. La mano de ella entra a escena. Cuando la mano de él ya no se basta con la pierna y comienza a buscar nuevos sitios, lugares más oscuros, quizás menos suaves, el guante blanco con la forma de la mano pequeña de ella aparece para impedir que él conozca más de lo que ella tiene para presentarle. El juego dura el resto de la noche. La mano viene, va, es detenida, insiste, es detenida con más fuerza, vuelve a la pierna, sube al abdomen de vez en cuando, al cuello con mayor rareza, vuelve a bajar. A veces el juego de manos, el recreo de pieles es interrumpido. Los dos se dan una tregua, se miran, cruzan un par de palabras. Él sigue escudriñando en los ojos de ella, que para mí han sido negados por esa noche, y ella sigue divirtiéndose con aquel juego de conocer lo desconocido sin dejar de desconocerlo.

Mi noche no puede girar alrededor de aquella mesa, de aquel lugar de donde se desprende un aura cuyo olor descarnado casi se alcanza a percibir. Me pierdo en mí, y en los que por esa noche puedo llamar “los míos”. La noche es una renuncia a nosotros mismos, es una renuncia a unos “otros” y una aceptación de esos mismos. Es cíclica, dinámica, confusa, borrosa y desenfocada. Oscura como es apenas evidente, la noche se condensa entre el frío de afuera y el calor de adentro, de bien adentro.

Las luces rompen el letargo de la música y el sonsonete del baile. Las máscaras comienzan a salir, a despedirse, a descansar, a readaptarse al mundo de afuera. Ahora parado en la puerta del lugar veo como se van yendo a través del parque las dos siluetas, tomadas de la mano con las manos que no fueron actores esa noche. No pensé que nada pudiera pasar después de cruzar el portón. O era un juego de viejos desconocidos, o había que terminar la batalla que se había comenzando en público, o las dos.

Ésta es una historia cliché. Pero esta historia es real. De cualquier manera, la vida termina siendo -y eso depende del estado de ánimo de quien escriba- el cliché más hermoso y merecedor de todos.

jueves, 21 de octubre de 2010

Absueltos

Acúseme, si así lo quiere, por mis formas de ver el mundo, de pensarlo, de vivirlo. Al fin y al cabo ni usted ni yo tenemos la culpa. Lo que no podré hacer nunca será acusarle ni juzgarle por sus formas de ver el mundo, de pensarlo y de vivirlo. Al fin y al cabo ni usted ni yo tenemos la culpa.

martes, 19 de octubre de 2010

Concepción: Comentarios desenfocados

¿Qué sería de un viaje sin la sensación de que algo faltó por hacer, de que algo faltó por conocer, de que algo faltó por decir? Allí está para mí el balance de un buen viaje, en la sensación de vacío, en saber que todo ha sido un receso de la cotidianidad, un receso que de todas maneras hace que la cotidianidad pueda vivirse un poco mejor. ¿Y para qué volver a un lugar ya visitado si no se va a descubrir nada nuevo? No tener la mirada hacia ningún lugar específico, lo que los periodistas llamarían “enfoque”, hace que se vean muchas cosas, de manera desordenada, desconectada, fragmentada. El hecho es que al volver a Concepción, sentí que era la primera vez que iba.

La primera vez que fui lo hice como espectador, un simple turista. Ésta vez lo hice como participante de la final departamental de músicas tradicionales y populares del festival “Antioquia Vive la Música”. Frente a esa falta de enfoque, creo que lo más conveniente será ir contando cosas por orden cronológico, o por orden memorístico. 

En mi viaje pasado al que fuera llamado (y aún es conocido así) La Concha, no tuve mayor inconvenientes en llegar. La carretera no es muy buena, pero en ese entonces no fue un problema para mí. Ésta vez nos vimos en la tarea de sacar a un bus pequeño del lodo, para poder continuar, además porque allí también iban participantes del departamental. Por fortuna nosotros íbamos en escalera, o chiva que llaman, precisamente porque por el estado de la carretera a causa del invierno ningún bus se atrevió a meterse por allá. Concepción tiene dos vías de acceso, una por Barbosa (por la que íbamos) y otra por San Vicente. Las dos tienen problemas similares. El segundo día (domingo), en el acto de clausura, el Alcalde de Concepción fue enfático en la necesidad de “vías de comunicación” del municipio. Y tiene razón, porque de poco sirve ser patrimonio cultural e histórico de la nación si es difícil llegar y salir de allí. Aunque no siempre hay invierno, y por ende no siempre van a quedar los carros atrapados en la carretera por el lodo o por derrumbes, siempre será incómodo viajar, por lo mal diseñadas, lo angostas, lo irregulares de las carreteras.

Pese a todo logramos llegar. La misma iglesia, el mismo parque, los mismos portones de colores, y casi las mismas calles empedradas (Muchas de ellas se encuentran en arreglos de alcantarillado, entonces están temporalmente fuera de servicio). De alguna forma el municipio está atrapado en su propia historia. Pero obviamente esto no es cierto, porque la historia no siempre es la misma, no es inmóvil, no es inmutable. Es normal escuchar, de manera jocosa, el comentario de que “en Concepción no vive nadie”. Si vive gente, pero la población no llega a las 7000 personas. Los fines de semana, cuando he estado, la cabecera municipal ha sido muy sola, muy quieta. Sería importante conocerlo un día escolar, generalmente los colegios le dan más vida a los municipios. Escuchando a alguien que conoció Concepción desde antes, me di cuenta del porqué para que un municipio tan bello sea tan solitario.


Concepción queda en el Oriente antioqueño. Eso ya explica mucho. Como otros municipios de esa subregión, su territorio fue objeto de disputa entre actores armados en las últimas décadas. Concepción llegó a ser, según lo que escuché, (información susceptible de ser verificada) un pueblo fantasma. Esos mismos portones grandes, fuertes, de colores, estuvieron abiertos mucho tiempo, sin nadie al interior. Quizás por eso se mantengan ahora cerrados. Y quizás por eso mismo, la gente que ha regresado a sus casas no salga mucho. Es verdad que hoy no se vive ese mismo conflicto armado, pero el conflicto social permanece. Estuve hospedado en una casona de dos pisos, 4 o 5 habitaciones espaciosas, techos altos, dos baños, solar. La casa queda en todo el parque, y desde su balcón se tiene una vista privilegiada, no solo del parque con sus banderas, la iglesia, y la estatua de José María Córdova, sino de gran parte del pueblo. La casa está en buen estado. ¿Porqué su dueño no vive allí? Hasta donde supe, vive en Medellín. 

Al dar una vuelta por la Concepción nocturna se ve que sí hay gente que sale. No se concentran en el centro, sino en los alrededores, y tienen características particulares. Sombrero, botas, bigote, senos prominentes, aguardiente en mano, en caballo. No quiero caer en estereotipaciones ni en generalizaciones irresponsables, pero casi siempre, óigase bien, casi siempre, las personas con estas formas de vestir y actuar (paisa, bien paisa) tienen cierto nivel económico cómodo, propiedades, y con todo esto por supuesto, cultura mafiosa, pensamiento mafioso. La “pacificación” llevada por el Estado a través de presencia de fuerzas militares, más conocida con el famoso nombre de Seguridad Democrática se evidencia. Efectivamente ya no hay conflicto armado latente en el municipio, pero también se puede ver para quién es la seguridad. Y claro, ya se puede ir, pero eso sí, si las carreteras lo permiten.

Caer en cuenta de esto me hizo sentir algo intranquilo, algo responsable, por no haberlo visto ni pensado antes. No podía evitar imaginarme un pueblo vacío, quieto, más callado de lo que es. Pero no quiero ser apocalíptico. La situación ahora es mejor, gracias a muchas cosas, por ejemplo, a la música.

Me giró algo en la cabeza durante el fin de semana, aunque no como moto en círculo de circo mortuorio. ¿Es posible crear, o más bien, se está creando tejido social alrededor de la música? No estoy seguro de aventurarme a dar una respuesta, aunque es de resaltar que uno de los mayores intentos a éste respecto se esté dando desde la institucionalidad, y las diferentes manifestaciones de todas las regiones del departamento estén respondiendo. Aún falta, y falta mucho, pero algo se ha hecho. Sería importante que quienes estamos directamente involucrados hiciéramos menos comentarios de pasillo, y que no solo escucharan lo que tenemos por tocar, sino también lo que tenemos por decir. Pero hasta aquí el momento de proselitismo político.

En materia musical tuve muchos sentimientos encontrados. No estoy de acuerdo con que intenten disfrazar un concurso como encuentro, llamando a los jurados “maestros acompañantes”, por ejemplo. Es un encuentro con puntajes y con ganadores a pesar de todo. La sana competencia no va en eliminar el carácter de competencia. Es ilógico, además difícil. Precisamente no han podido, y por eso sigue siendo concurso, así ellos (los organizadores) lo nieguen. Quizás aquello de crear tejido social alrededor de la música pueda ser una buena opción para eliminar los vicios de la competencia. Pero insisto, hablar sobre esto es meterme en camisa de más de once varas. 

Hubo muchos grupos muy buenos, desde música andina colombiana hasta zamba pasando por música pelayera,  salsa, merengue, parrandera, indígena, etc. Cosas que me llamaron la atención: Que la representación de Chigorodó fuera de música andina colombiana, por aquello de que el Urabá es una zona con más influencia de litoral. Además, era música andina, a mí parecer, bien hecha. La vocalista más joven tenía una voz que no le cabía en el cuerpo, y tenían un trabajo de voces bien agradable. Otro grupo de Urabá fue el que logró dejarme más inquieto: Etnia Katio del municipio de Mutatá, conformado por integrantes de la etnia Embera Katio. El grupo tiene la intención de hacer un trabajo de recuperación de sus músicas. Era extraño verlos y escucharlos. No podía evitar escuchar y sentir que había mucho en ellos que no les era propio, que era adoptado, en la música, en la indumentaria, pero que al mismo tiempo eran muy ellos, muy originales.  Despertaron mucha euforia en el público, pero aún no estamos suficientemente preparados para escucharlos sin aplaudirles simplemente por ser indígenas que están haciendo música. Vale la pena seguirlos escuchando, para poder juzgar su música y su cultura (si es que eso se puede juzgar) con más respeto, conocimiento, intención de aprendizaje y preservación. También de Urabá, el grupo Juventud Alegre de San Juan de Urabá me recordó lo bello que es el bullerengue. Me gusta mucho la ritualidad que hay alrededor de éste ritmo, y letras como “Toca negro tu tambor, toca negro tu tambor, que cuando lo estás tocando más negro me siento yo”, o invocaciones a la lluvia, me hacen pensar que es una manifestación que aún se encuentra de forma muy pura, y que logra permear incluso a los más jóvenes de las comunidades, quienes con evidente orgullo comienzan a palmear y bailar descalzaos, así sea en el frío de Concepción.

Queda demostrado que la cultura tiene un papel muy importante en la manera como las comunidades asimilan las distintas formas culturales. En materia musical, haciendo la comparación desde el festival Antioquia Vive la Música, se puede ver que la música más académica, más sinfónica, representada hasta ahora en las bandas, toma mayor nivel en los municipios cercanos al centro, a la ciudad, y en aquellos que al mismo tiempo tienen una tradición cultural ligada a lo andino. No así por ejemplo las bandas del Magdalena Medio o las del Urabá. Pero estas zonas por su parte tienen un potencial y desarrollo enorme en otras manifestaciones musicales más tradicionales y populares, e igualmente valiosas. Los pitos y tambores, las músicas populares, la música andina colombiana (que son las 3 modalidades de Antioquia Vive la Música en tradicionales y populares) abarcan mayor territorialidad en potencial, y toman mayor fuerza donde aún las tradiciones populares ligadas a las distintas formas culturales como la música, persisten, pese a los embates del tiempo y de la homogeneización. En las zonas más cercanas a la centralidad, debido a la mayor convergencia de corrientes, a mayores posibilidades de comunicación, a mayor acceso a la formación, las bandas tienen un auge importante, pero sin excluir por esto a las otras manifestaciones.

De nuevo, tocar no fue tan intenso como escuchar. De nuevo puedo decir que hacer música es más bien una excusa para escuchar música, y escuchar música una excusa para recorrer caminos y tejer historias. Es una fachada para tender conversaciones, beber algo, reír, reunirse a improvisar o a escuchar improvisar, sentirse muy privilegiados, pero también tan comunes. Algo importa quienes fueron los ganadores, algo importa saber que no mencioné sino a 4 grupos de casi 20 que había, de muchísimos más que se quedaron en el camino.

-¿A qué horas vuelve la chiva?
- Agustín debe saber. -Pero Agustín no sabía, nadie sabía. Esperaba amanecer de nuevo en Concepción, de nuevo con bastante frío (olvidé llevar ropa para dormir), pero con el calor del aguardiente y algunas buenas risas. Después se me dañaron estos planes. La chiva apareció y después de comer nos volvió a bajar a nuestro habitual nivel sobre el nivel del mar.

De nuevo Concepción se vio irrumpida en su tranquilidad, acostumbrada si acaso a los más de 80 años del café social donde todo el día suenan tangos y música “vieja”; y a la juventud de su banda municipal. De nuevo yo me vi irrumpido en lo más profundo, removido en mis más íntimas pasiones y deseos, transformado en el armonioso conflicto que se ha convertido la música alrededor de mi vida, mi vida alrededor de la música.

domingo, 10 de octubre de 2010

El que mucho abarca...

Estos fatídicos tres meses sin música[1] a causa de la disfuncionalidad de nuestra burocracia fueron paradójicamente uno de mis mejores momentos académicos en los últimos años. Me daba menos pereza leer, de hecho tenía más tiempo para leer. Leía en mi casa, y lograba entender alguito, lo que de por sí es una gran hazaña. Me acostaba relativamente temprano, para madrugar a las gloriosas, emocionantes y orgiásticas clases de 6 de la mañana de martes a viernes (alguien me dice que tengo “espíritu de obrerito”). De todas formas tenía que hacerlo, porque en un arrebato, y a causa de la ausencia de música provocada por la disfuncionalidad de nuestro sistema burocrático, matriculé 9 materias. Yo mismo aún no entiendo como una persona puede ser tan inconsciente, tan irresponsable, tan ingenua, como para matricular 9 materias universitarias al mismo tiempo como si nada, y en dos universidades distintas. Al final del semestre les contaré que tal me fue.

El caso es que por fin se está solucionando el problema musical, y pronto comenzaré actividades musicales de nuevo, y de local. Y desde ya estoy sufriendo las consecuencias. Este fin de semana he vuelto a mis archivos, listados de personas, partituras, audios, correos masivos, cartas conspiratorias. Y no he cogido un solo documento de esos que se supone debería leer, sobre todo teniendo en cuenta que retomo después de unas medias vacaciones universitarias impuestas a mitad de semestre. La pereza ha hecho que prefiera sentarme a escribir cualquier cosa sin sentido, a ponerme a descifrar sociólogos alemanes que escriben para sí mismos. Estoy seguro de que, en caso de coger un documento, al tercer párrafo ya tendría alguna cancioncita dándome vueltas (como las que da una moto en una rueda “de la muerte” en un circo (donde todo lleva el apelativo “de la muerte”)), y hasta ahí sabrá llegar la lectura.

Este semestre se está yendo rápido, muy rápido, tanto que me quedó difícil seguirle el paso y hace rato me viene dejando. Como cosa rara, tocará terminarlo a las patadas. Música, más semestre especial, más semestre normal, más un par de viajecillos inaplazables, más un par de compromisos dizque etílico-amorosos (en realidad sólo etílicos), más celibato involuntario = Nada. No va a pasar nada, no voy a colapsar, aunque seguramente andaré ansioso, nervioso, apresurado. Y será peor sin un masaje relajante (ese sí amoroso) a la vista.

Queda claro algo, es difícil leer filosofía política, o literatura colombiana, cuando se quiere leer partitura. Es difícil leer partitura cuando se tiene que leer sociología o psicología. No terminaré haciendo bien ni lo uno ni lo otro. Porque como dice la sabiduría popular, en este caso muy sabia, “El que mucho abarca, poco aprieta”.


[1] Tres meses sin poder tocar en mi banda, la sinfónica de Barbosa por no tener director contratado, a mitad de año y con todos los festivales transcurriendo. De todas formas agradezco a la sinfónica de Girardota por haberme permitido estar eventualmente allá, descargando un poquito de todo lo que se le acumula a uno cuando lleva mucho tiempo sin tocar un instrumento.