sábado, 6 de noviembre de 2010

Batalla nocturna

Miro alrededor mientras estoy parado en la pista de baile. Busco alguien con quien pueda bailar. Estoy casi totalmente inmóvil y no recuerdo la música. Vivo el momento de nuevo, pero me encuentro en un lugar callado, y solo siento el impulso hondo y mudo del movimiento cardíaco. Recuerdo las luces y los colores, que van contra el nombre del lugar. Es noche de disfraces, es noche de jugar a no ser, que en el fondo significa jugar a ser más uno que de costumbre; es noche de exuberancias y aberraciones, de mostrar ocultando y de ocultar destapando.

Veo una peluca azul cobrizo que llega a la altura de los hombros y es de textura lisa. Enmarcado allí un antifaz gris brillante. No alcanzo a ver los ojos tras el antifaz. Más abajo los labios, el cuello, el pecho, el escote. Es blanco el vestido, con líneas azules y rojas en los extremos. Llega hasta la mitad de las piernas, de allí para abajo solo piel. En las manos un par de guantes blancos de tela común. La piel, de color blancuzco da apariencia de suavidad, incluso en aquel espacio donde la humedad se pega de cada milímetro y cada poro se vuelve áspero. No la invito a bailar, solo se me pasa la idea por la cabeza durante un par de segundos, pero de inmediato la descarto. Aún me pregunto por qué, pero por fortuna, pues pese a que estaba sola en la mesa, luego llegó la compañía con quien la vería el resto de la noche.

Un hombre con dos bebidas en las manos llega y se sienta. Está disfrazado de él mismo, y él mismo es aparentemente grande y fornido. Jean, camisa con mangas largas remangadas hacia los codos, un poco desbotonada.

Mi mirada no puede quedarse sobre ellos, sería demasiado evidente y agotador. Pero mientras sigo en mi propia historia me paso de cuando en cuando por esa historia ajena de la cual, sin que ellos se enteren, yo también entré a hacer parte. Solo queda fija mi mirada cuando estoy seguro de que no seré descubierto en mi ejercicio voyerista, porque qué clase de voyerista sería si me dejara descubrir ¿Uno que gusta ser observado?
La historia comienza a tomar lugar en mi cabeza con un gesto. Ella mueve su dedo índice a modo de negación después de haber señalado el antifaz. Él le acaba de pedir que le muestre el rostro, pero esa noche ella no tiene rostro más allá del brillante y de apariencia metálica que todos podemos ver. Bajo el antifaz ella se siente segura. Nadie sabe ni sabrá quién es la mujer que de manera apasionada se besa con aquel hombre, aparentemente desconocido, hasta para ella.

Mientras todos nos movemos en la pista, en aquella mesa junto al paredón izquierdo del lugar se da el baile más apasionado de todos. Alcanzo a ver la peluca tras la cabeza del hombre, las dos en direcciones contrarias, una frente a la otra. Hay una mano de él que no entra ni como reparto en esta historia, pero la otra se vuelve un personaje protagónico. Los besos no se dan con los labios. Se besa con el cuello, se besa con la respiración, se besa con las manos y algunas veces con las piernas. Se besa con todo el cuerpo si es necesario, y según la situación, si es posible. Así, el beso se convierte en una batalla cuerpo a cuerpo. La mano derecha de ella tampoco entra ni como extra, pero la izquierda se vuelve antagonista. 

En el furor del beso, la mano ancha y pesada de él, puesta en el cuello, cerca tanto a la oreja como al pecho, comienza a caer. Cuando cae dibuja la línea curva que forman el brazo delgado y fino de ella y su abdomen. De forma rápida llega a la cadera y baja a la pierna descubierta. Es allí donde compruebo -Con mis ojos para pesar mío- la suavidad de la piel descubierta bajo aquel disfraz que no sabría nombrar. La mano del hombre, aún con lo sudorosa que debe estar, se mueve libremente en ese terreno que no alcanza a abarcar, que va desde las rodillas hasta el costado de la nalga. En ese costado encuentra bastante divertimento, cuando hurga por debajo de la permisiva falda. Las formas redondas se ven reflejadas en el movimiento de la mano. Sube, gira, se desliza, vuelve a bajar, en un viaje sin destino ni retorno alrededor de la firme delgadez de aquel cuerpo que me atrevería a llamar adolescente. La mano de ella entra a escena. Cuando la mano de él ya no se basta con la pierna y comienza a buscar nuevos sitios, lugares más oscuros, quizás menos suaves, el guante blanco con la forma de la mano pequeña de ella aparece para impedir que él conozca más de lo que ella tiene para presentarle. El juego dura el resto de la noche. La mano viene, va, es detenida, insiste, es detenida con más fuerza, vuelve a la pierna, sube al abdomen de vez en cuando, al cuello con mayor rareza, vuelve a bajar. A veces el juego de manos, el recreo de pieles es interrumpido. Los dos se dan una tregua, se miran, cruzan un par de palabras. Él sigue escudriñando en los ojos de ella, que para mí han sido negados por esa noche, y ella sigue divirtiéndose con aquel juego de conocer lo desconocido sin dejar de desconocerlo.

Mi noche no puede girar alrededor de aquella mesa, de aquel lugar de donde se desprende un aura cuyo olor descarnado casi se alcanza a percibir. Me pierdo en mí, y en los que por esa noche puedo llamar “los míos”. La noche es una renuncia a nosotros mismos, es una renuncia a unos “otros” y una aceptación de esos mismos. Es cíclica, dinámica, confusa, borrosa y desenfocada. Oscura como es apenas evidente, la noche se condensa entre el frío de afuera y el calor de adentro, de bien adentro.

Las luces rompen el letargo de la música y el sonsonete del baile. Las máscaras comienzan a salir, a despedirse, a descansar, a readaptarse al mundo de afuera. Ahora parado en la puerta del lugar veo como se van yendo a través del parque las dos siluetas, tomadas de la mano con las manos que no fueron actores esa noche. No pensé que nada pudiera pasar después de cruzar el portón. O era un juego de viejos desconocidos, o había que terminar la batalla que se había comenzando en público, o las dos.

Ésta es una historia cliché. Pero esta historia es real. De cualquier manera, la vida termina siendo -y eso depende del estado de ánimo de quien escriba- el cliché más hermoso y merecedor de todos.

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