miércoles, 24 de noviembre de 2010

Tras la última muerte, cada pequeña resurrección

¿Algo más cliché que hacer una crónica sobre la Veracruz? Ante la ausencia de otros escritos, publicar trabajos sigue siendo una buena opción. 

Adentro el mundo es diferente, demasiado tranquilo para ser verdad. Mientras afuera el sol sigue en su camino a posarse en lo más alto, al interior de la Iglesia de la Veracruz hace un frío de parroquia, atenuado por la sombra y ambientado por el silencio de las pocas personas, casi todas ancianas, que están allí, un día de semana en horas de la mañana, elevando sus plegarias más allá de lo alto que el sol pueda alcanzar. Mientras en esa burbuja se entra en contacto con lo sagrado, lo profano va despertando a la dinámica de un día normal en el centro de Medellín.

La plaza de la Veracruz, ubicada sobre la carrera Carabobo con la calle Boyacá, es uno de los lugares más emblemáticos de la Medellín antigua, y hoy, de los medellinenses antiguos. La antes Ermita de la Veracruz tiene sus orígenes en el siglo XVIII, y ha sido escenario, junto con la Plaza de la Veracruz (que más parece su atrio), de muchas de las grandes transformaciones que han constituido lo que hoy es la ciudad.

Caminar en la mañana por allí es casi como hacerlo en cualquier otro lugar de la ciudad, sin embargo, con el paso de las horas comienzan a emerger varios mundos que comienzan a pintar de distintos matices la realidad del lugar. En las bancas ubicadas en el corredor de Carabobo, entre la llamada Plaza Botero y la Veracruz se mantienen los mismos hombres viejos que casi se vuelven parte del paisaje, algunos de ellos lustradores o vendedores, pero la mayoría visitantes habituales. Son ellos quienes, además de uno que otro caminante desprevenido, casi todo el tiempo hacen la fila en los baños públicos ubicados unos metros atrás. Adentro en los orinales, el sentido del olfato opone resistencia desde antes de percibir cualquier olor, pero poco después se da cuenta de que, quizás por la hora del día, el hedor de la orina acumulada aún no es penetrante, ni siquiera desagradable. 

Ese corredor es zona de tránsito y de encuentro. Está infestado de comercio ambulante, policías –entre ellos varias mujeres-, funcionarios de Espacio Público y algunos habitantes de calle. En el margen derecho de la vía peatonal, yendo hacia el sur, hay varias mujeres paradas contra los muros, con apariencia segura y tranquila. De ellas es difícil afirmar si son prostitutas o sólo están esperando algo o a alguien, pero llegando a la Veracruz, cerca de la esquina de “El Machetón, todo a 1000” y la Compañía Colombiana de Seguros, es más fácil identificar a quienes son el verdadero emblema, el mayor símbolo de aquella plaza. Ellas se ubican intermitentemente cerca de los teléfonos públicos, en la zona de sombra que da el gran árbol que hay allí. Caminan seguido, con seguridad, cautela y ojo vigilante, por si aparece un potencial cliente. De allí a la fuente, a los postes, a las chazas de dulces donde compran un cigarrillo o dos, para luego seguir caminando. El sol blanco y brillante de las once de la mañana hace que todos, pero en especial ellas que estarán ahí buena parte del día, busquen estar cerca de alguna sombra. 

En 1984, Juan José Hoyos contaba en un reportaje publicado en El Tiempo y llamado “La última muerte de Guayaquil” la forma como el tradicional centro de comercio en que se había convertido la zona del centro de Medellín circundante a la plaza Cisneros y a la estación del Ferrocarril de Antioquia, había “muerto” una vez más de cuenta del llamado desarrollo con la construcción del Centro Administrativo La Alpujarra. Dice que ese centro que sonaba a tangos y sabía a fritanga y aguardiente había sido construido por prostitutas y ladrones provenientes de toda Antioquia, especialmente del suroeste. Con estas construcciones y otras como la de la Plaza Minorista o la Avenida Oriental, los pobladores allí asentados se vieron obligados a buscar nuevos lugares. Muchos de ellos se apropiaron de la zona de la Veracruz, entre Carabobo y Cundinamarca, como nuevo sitio de trabajo y de encuentro. Parte de esta población eran campesinos que habían migrado a causa de la Violencia de mediados del siglo XX; otra parte eran migrantes extranjeros llegados durante los siglos XVIII y XIX.

En Carabobo no son tan visibles, pese a que todos sabemos que están allí. En la carrera Cundinamarca, incluso quien no sepa que están allí terminará por notarlas, sentadas en las panaderías, apostadas en los portones de los casinos o recostadas sobre las puertas de los hoteluchos de la zona. Del otro lado de la calle los hombres se sientan en las cantinas y desde allí, con unas cuantas miradas logran el primer acuerdo necesario en el negocio de usufructo en que el cuerpo es mercancía.

A esa hora de la mañana, mientras se acerca el medio día, se vive una calma tensa en la Veracruz. Es difícil precisar si la tensión está dada por la dinámica de los actores de la zona o por los prejuicios con que inevitablemente se llega. Caminar alrededor se constituye en una bonita experiencia para los sentidos. Los colores de las cacharrerías, de las ropas de las putas, de la ciudad. Los olores, desde la comida vegetariana del Centro Cultural y Restaurante Govindas, pasando por los invasivos olores de los productos en las tiendas naturistas hasta llegar al olor cotidiano e incipiente de las panaderías y al olor metálico de la orina acumulada en los baños públicos. Suena música en algunas cafeterías, Govindas suena oriental como es de esperarse, se escucha el pregón de quien promociona productos contra el cáncer de próstata. Los sentidos en disposición vivifican la confluencia cultural de una zona central como aquella, tal como ver caminar monjas hacia la Iglesia desde un Centro Hare Krishna mientras las prostitutas van y vienen por todo el lugar.

La Plaza Botero, frente al Museo de Antioquia es un lugar turístico, pero el corredor de Carabobo hace fácil el acceso a atractivos turísticos que ninguna guía de la Alcaldía contendría. Un hombre y une mujer altos, de cabello rubio y ropas ligeras, lentes oscuros y pieles claras, atraviesan el paseo peatonal y luego la plaza, toman Boyacá y se pierden hacia Cundinamarca. Evidentemente son turistas, pero no se detuvieron a curiosear ni a tomar ninguna foto.

En 2001 se rodó un documental llamado “La Veracruz: Iglesia y prostitución” realizado por Fabián Quintero Rojo. Las trabajadoras sexuales entrevistadas, algunas hasta de 60 años con media vida allí, auguraban lo pronto que las sacarían, por estar cerca a un lugar “sagrado” y por no contribuir con la imagen de la ciudad bonita que desde entonces se estaba vendiendo. Casi 10 años después siguen ahí, igual de apropiadas de los espacios, con las mismas problemáticas de siempre y tras décadas de ejercer su milenaria profesión. El día en que las sacaran de esas calles y rincones de ciudad, y junto con ellas a los ladrones, a los vendedores de droga, a los viejos que llevan la forma de la banca en la espalda, a todos los que llegaron allí por no tener lugar en otros lugares, será en verdad la última muerte de Guayaquil, mientras tanto, cada día se convierte en una pequeña resurrección.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Batalla nocturna

Miro alrededor mientras estoy parado en la pista de baile. Busco alguien con quien pueda bailar. Estoy casi totalmente inmóvil y no recuerdo la música. Vivo el momento de nuevo, pero me encuentro en un lugar callado, y solo siento el impulso hondo y mudo del movimiento cardíaco. Recuerdo las luces y los colores, que van contra el nombre del lugar. Es noche de disfraces, es noche de jugar a no ser, que en el fondo significa jugar a ser más uno que de costumbre; es noche de exuberancias y aberraciones, de mostrar ocultando y de ocultar destapando.

Veo una peluca azul cobrizo que llega a la altura de los hombros y es de textura lisa. Enmarcado allí un antifaz gris brillante. No alcanzo a ver los ojos tras el antifaz. Más abajo los labios, el cuello, el pecho, el escote. Es blanco el vestido, con líneas azules y rojas en los extremos. Llega hasta la mitad de las piernas, de allí para abajo solo piel. En las manos un par de guantes blancos de tela común. La piel, de color blancuzco da apariencia de suavidad, incluso en aquel espacio donde la humedad se pega de cada milímetro y cada poro se vuelve áspero. No la invito a bailar, solo se me pasa la idea por la cabeza durante un par de segundos, pero de inmediato la descarto. Aún me pregunto por qué, pero por fortuna, pues pese a que estaba sola en la mesa, luego llegó la compañía con quien la vería el resto de la noche.

Un hombre con dos bebidas en las manos llega y se sienta. Está disfrazado de él mismo, y él mismo es aparentemente grande y fornido. Jean, camisa con mangas largas remangadas hacia los codos, un poco desbotonada.

Mi mirada no puede quedarse sobre ellos, sería demasiado evidente y agotador. Pero mientras sigo en mi propia historia me paso de cuando en cuando por esa historia ajena de la cual, sin que ellos se enteren, yo también entré a hacer parte. Solo queda fija mi mirada cuando estoy seguro de que no seré descubierto en mi ejercicio voyerista, porque qué clase de voyerista sería si me dejara descubrir ¿Uno que gusta ser observado?
La historia comienza a tomar lugar en mi cabeza con un gesto. Ella mueve su dedo índice a modo de negación después de haber señalado el antifaz. Él le acaba de pedir que le muestre el rostro, pero esa noche ella no tiene rostro más allá del brillante y de apariencia metálica que todos podemos ver. Bajo el antifaz ella se siente segura. Nadie sabe ni sabrá quién es la mujer que de manera apasionada se besa con aquel hombre, aparentemente desconocido, hasta para ella.

Mientras todos nos movemos en la pista, en aquella mesa junto al paredón izquierdo del lugar se da el baile más apasionado de todos. Alcanzo a ver la peluca tras la cabeza del hombre, las dos en direcciones contrarias, una frente a la otra. Hay una mano de él que no entra ni como reparto en esta historia, pero la otra se vuelve un personaje protagónico. Los besos no se dan con los labios. Se besa con el cuello, se besa con la respiración, se besa con las manos y algunas veces con las piernas. Se besa con todo el cuerpo si es necesario, y según la situación, si es posible. Así, el beso se convierte en una batalla cuerpo a cuerpo. La mano derecha de ella tampoco entra ni como extra, pero la izquierda se vuelve antagonista. 

En el furor del beso, la mano ancha y pesada de él, puesta en el cuello, cerca tanto a la oreja como al pecho, comienza a caer. Cuando cae dibuja la línea curva que forman el brazo delgado y fino de ella y su abdomen. De forma rápida llega a la cadera y baja a la pierna descubierta. Es allí donde compruebo -Con mis ojos para pesar mío- la suavidad de la piel descubierta bajo aquel disfraz que no sabría nombrar. La mano del hombre, aún con lo sudorosa que debe estar, se mueve libremente en ese terreno que no alcanza a abarcar, que va desde las rodillas hasta el costado de la nalga. En ese costado encuentra bastante divertimento, cuando hurga por debajo de la permisiva falda. Las formas redondas se ven reflejadas en el movimiento de la mano. Sube, gira, se desliza, vuelve a bajar, en un viaje sin destino ni retorno alrededor de la firme delgadez de aquel cuerpo que me atrevería a llamar adolescente. La mano de ella entra a escena. Cuando la mano de él ya no se basta con la pierna y comienza a buscar nuevos sitios, lugares más oscuros, quizás menos suaves, el guante blanco con la forma de la mano pequeña de ella aparece para impedir que él conozca más de lo que ella tiene para presentarle. El juego dura el resto de la noche. La mano viene, va, es detenida, insiste, es detenida con más fuerza, vuelve a la pierna, sube al abdomen de vez en cuando, al cuello con mayor rareza, vuelve a bajar. A veces el juego de manos, el recreo de pieles es interrumpido. Los dos se dan una tregua, se miran, cruzan un par de palabras. Él sigue escudriñando en los ojos de ella, que para mí han sido negados por esa noche, y ella sigue divirtiéndose con aquel juego de conocer lo desconocido sin dejar de desconocerlo.

Mi noche no puede girar alrededor de aquella mesa, de aquel lugar de donde se desprende un aura cuyo olor descarnado casi se alcanza a percibir. Me pierdo en mí, y en los que por esa noche puedo llamar “los míos”. La noche es una renuncia a nosotros mismos, es una renuncia a unos “otros” y una aceptación de esos mismos. Es cíclica, dinámica, confusa, borrosa y desenfocada. Oscura como es apenas evidente, la noche se condensa entre el frío de afuera y el calor de adentro, de bien adentro.

Las luces rompen el letargo de la música y el sonsonete del baile. Las máscaras comienzan a salir, a despedirse, a descansar, a readaptarse al mundo de afuera. Ahora parado en la puerta del lugar veo como se van yendo a través del parque las dos siluetas, tomadas de la mano con las manos que no fueron actores esa noche. No pensé que nada pudiera pasar después de cruzar el portón. O era un juego de viejos desconocidos, o había que terminar la batalla que se había comenzando en público, o las dos.

Ésta es una historia cliché. Pero esta historia es real. De cualquier manera, la vida termina siendo -y eso depende del estado de ánimo de quien escriba- el cliché más hermoso y merecedor de todos.