miércoles, 22 de febrero de 2012

Bien guardados, como en una libreta

Llevaba en su libreta varias historias sin contar, relatos fragmentados, imprecisos, cargados de lamento, de dolor –algunos más que otros- y un par de sonrisas cotidianas, de las que se reciben sin necesidad de que sean expulsadas de la cara por una genuina alegría ni por un asomo de felicidad.

Recordaba a una niña, bien morena, bien peinada, bien inquieta, que se le había acercado cerca de la rivera de un río de algún pueblucho lejano, solo para preguntarle cómo era el Metro que había visto algunas veces por el único aparato de televisión del pueblo, que quedaba en la caseta comunal de la plazoleta, y que a pesar de la llovizna permanente de la imagen y del sonido rasgado por la mala señal de la antena, era la única forma en que las personas de ese pueblucho lejano, bien morenas, bien despeinadas, unas más inquietas que otras, podían ver lo que pasaba en las capitales e imaginarse alguna vez en ellas, atravesándolas, viviéndolas, y pocas veces, sufriéndolas. Había también una decena de radios en las no más de treinta casas, y alrededor de éstos se hacían más vecinos, aunque los vecinos casi siempre tenían alguna cercanía familiar, porque en un pueblo tan pequeño, con tan poca gente tan parecida, todos terminaban siendo, en algún grado, familiares de todos. Pero la radio, que les permitía imaginar más, se había vuelto menos atractiva, y cuando el agite de las labores del campo y del río dejaba poco tiempo y poca disposición a la imaginación, era mejor llegar a la caseta donde la televisión ya tenía la mitad del trabajo hecho.

Recordaba a aquella niña morena, despeinada e inquieta, más que por la pregunta, que aparentemente no encaraba ningún desafío para una periodista joven pero avezada, por la sonrisa que dejaba ver la falta de un par de dientes, que comulgaba con los ojos medio rasgados y que casi danzaba al son del acento rivereño. Esa sonrisa, que le recordaba los posters que había en varias de las oficinas del Instituto, en las áreas de ciencias humanas, así como en un par de documentales sobre las regiones más pobres de un país, de cualquier país, Colombia, Haití o Angola, donde se repiten historias parecidas. Esa sonrisa, al mismo tiempo, le recordaba los sueños que tenía durante sus primeros semestres de comunicación social en la facultad. En la sonrisa de aquella niña, de nueve años a lo sumo, se condensaban muchos de los motivos porque había decidido llevar una libreta y una grabadora por el resto de su vida, motivos que estaban cargados de ideales juveniles, de preocupaciones de país, de preguntas que ella pensaba que eran propias de la curiosidad de los primeros años aunque no lo fueran, de un par de compromisos con los que había decidido guardar distancia sin dejarlos de lado.

Esa periodista joven y avezada no escribió nunca la historia de la niña que no necesitaba tener la dentadura completa para atraparla con su sonrisa. No sabía cuál era esa historia, porque la pequeña solo se había acercado a preguntarle por algo que había visto algunas veces en televisión y que sabía que ella, que venía de la ciudad, debía conocer, literalmente, desde adentro. Su convicción de periodista, sin embargo, le aseguraba que ella tenía su historia, que detrás de ella había toda una realidad por contar, que esa sonrisa, la piel morena, los pies calzados pero sucios al borde del río, en un pueblucho escondido entre las selvas de su país, encarnaba una historia que despertaría más que un par de sentimientos. El dolor de la pobreza, la felicidad de la ignorancia, la mística de las tradiciones casi intactas, cualquier asunto que requiriera de solo dos sustantivos bien usados para ser titulado y parcialmente descrito. Hubiera podido empezar con una frase emotiva como “El sonido del caudal del río se vio interrumpido por una sonrisa brillante como granos de maíz…”, aun sabiendo que usaba una forma de escritura poco recomendada por sus profesores, que llevaban años en un oficio que aún entronizaban e idealizaban; o podría haber comenzado con algo más rígido como “En el último año, según cifras del Instituto Nacional de Cifras, uno de cada tres niños en el Chocó murió a causa de enfermedades tratables ligadas a problemas de malnutrición”. Pudo comenzar la historia de muchas formas, pero sabía que en ninguna de ellas la sonrisa de la niña de no más de nueve años, morena, despeinada y algo inquieta habría sido el tema central. Habría sido solo un recurso pictórico, una forma de ambientar, de ponerle carne y rostro a una de tantas desdichas humanas que había tenido que presenciar durante su vida periodística. En últimas, no habría sido la historia de la niña la que habría contado, y ningún editor le habría permitido pasar un texto, ni siquiera corto, donde describiera el encuentro casi mágico que le había recordado sus diecinueve años y sus motivaciones y preocupaciones más íntimas, porque eso a duras penas pasaría por la seguridad de un diario.

Esa historia había quedado guardada en su libreta, en unos apuntes dispersos escritos a manera epistolar, como si quisiera compartirlo con alguien, una carta que la tenía a ella misma como destinataria. Esas historias no contadas, no desgrabadas, no estructuradas, viajaban con ella en su cartera, y cuando se sentía deprimida, cuando sentía esa vocación vuelta frustración sobre la que había leído alguna vez en letras de un periodista latinoamericano de nombre más recordado, volvía a ellas, y en vez de leer historias leía sensaciones, y sonreía, o suspiraba, o alternaba suspiros con sonrisas, más sencillas y más tímidas que las de una niña que no tiene nada y que vive en la mitad de la nada, y que para la mayoría del mundo significa menos que nada.

Con esa cartera en la que llevaba la libreta en la que llevaba las historias que no eran historias porque nadie había contado, llegó al café a eso de las diez y cuarenta de la mañana. Tenía una entrevista, y aunque faltaban cerca de veinte minutos para la hora del encuentro, la experiencia y un par de profesores le habían enseñado que la puntualidad era una actitud fundamental para construir ese preciado bien que tanto creen cultivar en las facultades de comunicación: la credibilidad. Más allá de eso, llegar temprano le permitía tomar un café con paciencia, sacar la libreta y el lapicero rojo (recordaba un viejo programa de televisión donde había escuchado que escribir en colores distintos al negro ayudaba a estimular el hemisferio derecho del cerebro), preguntarse por lo que quería saber, y revisar por última vez el cuestionario propuesto como guión para la conversación. Sin embargo, los motivos para llegar ese día temprano eran distintos. No era una entrevista cualquiera, no estaba esperando a una fuente, sino a una persona, y de cualquier manera, así como toda entrevista debía constituirse en una conversación, toda conversación, no tan en el fondo, terminaba pareciéndose mucho a una amena entrevista.

Sería previsible que estuviera esperando a alguien amado, a alguien con quien hubiera soñado cinco de las últimas siete noches, despertándose ligeramente húmeda en dos de ellas. Sería muy previsible, pero un café al que se puede llegar en Metro no es el lugar clásico ni convencional para un encuentro amoroso, y menos a las once de la mañana, aunque tampoco es un lugar vetado para la conversación de dos personas que se miran con una expresión que tienen guardada exclusivamente para ellas. Durante los veinte minutos de la espera pide un café expreso; saca un libro que tiene comenzado, lo abre y ojea la página donde tiene puesto el separador, lo cierra y lee la contraportada, mira la portada, lo guarda de nuevo en la cartera; toma un sorbo suave que busca medir la temperatura con que llegó el café; mira sobre su izquierda, a la calle, pasan dos, cinco, siete personas en dos minutos; toma otro sorbo, ahora más decidido; pasa una persona, un viejo con las manos atrás, y nadie más en los siguientes dos minutos; mira el reloj, lleva ya diez minutos allí sentada; mira el televisor del café por momentos, sobre su hombro derecho. Todos son movimientos más o menos automáticos, poco conscientes, poco intencionados. Cuando son las 10:56 en el reloj del lugar, las 10:58 en su reloj de mano y en su celular (siempre sincronizados), las 10:55 en el reloj de grande y pesado de la iglesia que queda a una cuadra de allí, llega él. En el transcurso de esos cinco, seis u ocho minutos antes de que llegue no pasa nada, absolutamente nada. Son cinco, seis u ocho minutos perdidos en la historia, en lo eterno, en lo vacío. Cinco, seis u ocho minutos que no se recuperarán nunca, porque nunca se recordarán. Lo que probablemente no olvidará es la conversación que tendrá con el hombre que acaba de entrar, que acaba de poner su mano en el hombro de ella, de saludarla familiarmente con un beso en la mejilla. Él no requiere llegar con mucho tiempo de anticipación, solo busca llegar cerca de la hora acordada, de manera que la persona que llegue en primer lugar, sea él o ella, no tenga que esperar por mucho tiempo. Su criterio sobre el tiempo y la puntualidad es quizá más pragmático.

-        -  ¿Cómo estás?
-         - Muy bien, contento de verte… ya hacía mucho…
-          -Bastante. Qué bien que llegaste a tiempo ¿Diste fácil con el café?
-          -Claro… tus indicaciones fueron suficientemente precisas. Yo sigo siendo igual de distraído, pero logré llegar.
-          -Qué bueno… ¿tomas algo?
-          -Claro-. Y se dirige al mesero: - un café doble por favor, con una de azúcar.

***

Es de noche, ella está sentada frente al computador, no se mueve, no teclea, solo mira la pantalla fijamente a través de los lentes de descanso. A veces lee, por momentos se queda en las letras, pero la mayoría de veces se queda mirando el espacio en blanco entre ellas. Cuando se da cuenta reacciona como si despertara de un mal sueño y continúa la lectura, hasta que el espacio blanco de la página sobre la cual está escribiendo su más reciente artículo la vuelve a atrapar. Escribe un artículo sobre unos viejos de la ciudad, de muchos sitios de la ciudad, que padecen un mal común. Han perdido la humanidad, porque han perdido la memoria, y ya no son lo que eran, no recuerdan lo que eran, ya no cuentan las historias del día, porque están atrapados en historias viejas que ya la familia conoce tanto que reconoce donde ha sido cambiada, donde deja de ser real y comienza a jugar la imaginación deteriorada. Escribe tratando de describir de la mejor manera las condiciones de vida de ellos y de sus familias, pero se le atraviesan por la mente las imágenes impactantes de la postración, de la reducción de la vida a la cama y la silla de ruedas, se le atraviesa por la mente el espacio en blanco, que es el mismo que se supone tienen ellos en la cabeza tras la pérdida de sus recuerdos y capacidades. Se queda mirando el espacio en blanco hasta que la mirada desenfoca las letras que lo transgreden, y como los recuerdos, se hacen imperceptibles, imposibles de clasificar, diferenciar, revivir. Y siente la íntima necesidad de romper con lo que viene haciendo, borrarlo todo, y escribir eso, que hay un espacio en blanco entre las letras, y que si uno se queda mirándolo las letras dejan de tener sentido, y se pierden, y que así mismo pasa con la memoria de las personas que, no obstante haber vivido decenas de años, décadas enteras en contra de la nacional costumbre de morir de joven, dejan paulatinamente de ser.

Ella es periodista, y en esas motivaciones íntimas y a veces secretas que la llevaron a serlo, siempre estuvo la memoria. Recordar, para lo que sea, recordar para derrotar la muerte, recordar para enaltecer la vida, recordar para que simplemente no se olvide. Recuerda (si, uno siempre recuerda) algunas líneas de la conversación de la mañana, la que tuvo con aquel hombre que es un viejo amigo del colegio:

-          -Yo no quiero olvidar, pero es que a veces me da tan duro.
-          -¿Qué?
-          -Eso, vivir siempre con eso. Hay cosas que duelen, y que uno trata de dejar atrás, pero siempre vuelven.
-          -Uno no deja atrás los recuerdos, porque deshacerse de ellos no es así de fácil. Cuando mucho los guarda en algún lugar desconocido. Es tan desconocido que uno no puede ir de vez en cuando a revisar que sigan bien guardados, y sencillamente llega el momento en que se salen, escapan del lugar donde uno los guardo sin saberlo, y vuelven.
-         - Sí, que cosa tan jodida. Nadie es dueño de sus recuerdos…
-        -Todos somos dueños de nuestros recuerdos, aunque no los únicos dueños, los recuerdos son compartidos. Pero nadie tiene poder sobre ellos, por muy dueño que sea.
-         - Olvidar me haría tanto bien.
-          -Sí, quizá tanto como cortarte una pierna. Olvidar es desmembrarse. Negarse es desmembrarse.
-          -Vos siempre con tus metáforas tan carnales. Se te sale la periodista que sos.
-          -No, ¡qué va! cuando soy periodista se me sale la mujer que soy.

El fondo del café está frío y amargo. Es momento de dejar descansar la escritura y levantarse de la silla. Va a la cocina, abre un par de cajones, calienta agua en el horno microondas que está sobre la nevera y prepara un nuevo café, el tercero de la noche. Camina en pijama por la casa vacía y medio oscura. Sale al balcón. Siempre es bueno salir al balcón para refrescar la mente. Ver la calle en la que juegan los niños, con menos dientes pero más oportunidades que aquella niña bien morena, bien despeinada y bien inquieta que habita en su libreta de periodista y que probablemente ya no sea tan niña, ni tan despeinada, ni tan inquieta; ver el alumbrado público, tan amarillo, tan brillante; tragar el aire frío a bocanadas, para enfriar los ánimos y calmar los pensamientos. Piensa que si fuera unos ocho años más joven, en ese mismo momento y en ese mismo balcón estaría fumando un cigarrillo. Lo recuerda con cierta nostalgia. Siempre le resultaron agradables las conversaciones de la universidad ambientadas con el humo del cigarrillo, con buen humo cuando había dinero, con no tan bueno cuando las monedas estaban contadas.

Andrés, que fue con quien aprendió a fumar, decía lo que dicen los fumadores: sentenciaba con tono casi filosófico que “de algo se tiene que morir uno”, y era verdad. Dos balas lo atravesaron a los veinticinco años, en su barrio, por andar preguntando cosas. Los vecinos lo conocían, incluso quien disparó lo conocía, casi desde la niñez, pero él no podía estar preguntando cosas, porque las leyes están por encima de los hombres, y en ese barrio era ley no preguntar más de lo debido. Ella dejó el hábito de fumar, pero no por completo. Esa noche, de tener un cigarrillo a la mano, seguramente habría probado de nuevo su sabor, pero era demasiado tarde como para ir a la tienda. Fumar le recordaba las conversaciones, no solo con Andrés, sino con muchos otros compañeros, un par de profesores y una profesora. Eran los tiempos de soñar, de calmar las ansias del dolor, no del físico sino del otro, del indescriptible, con el humo del cigarrillo, para después sumirse en la angustia compartida, y seguir soñando. Eran los tiempos de soñar fumando, porque los tiempos de soñar a secas aún no se habían acabado.

La niña de la sonrisa, el espacio en blanco entre las letras, las historias sin contar guardadas en la libreta, y aún las historias contadas archivadas a nombre de un periódico, seguían dando lugar a los sueños. Los mismos sueños de niñez, de adolescencia y de madurez, porque la esencia de las personas está hecha de sueños, y los sueños no se van así como así. Los sueños, como los recuerdos, se guardan en un sitio que uno no conoce y del cual no tiene llaves, porque no las necesita. De vez en cuando, cuando uno menos piensa, sin motivo aparente, los que realmente son sueños vuelven, los que no, se mueren en las fosas de los impulsos. Los otros, los que no vuelven ahora, volverán después, porque los sueños deben siempre estar bien guardados, como en una libreta, como historias sin contar que pueden, algún día, ser contadas.

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