jueves, 5 de febrero de 2009

En sus Memorias (I)

Álvaro Hernán (febrero de 2002) y Diego Alexander (febrero de 2003)
Por 22 horas no nací en febrero, comienzo a pensar en que esto es una fortuna para mí. Me estoy dando cuenta de que muchos amigos mueren en febrero, y no se si yo haya sido alguna vez amigo de alguien, pero no es mi deseo morir aún, aunque a nadie le interese que yo este vivo.

Esto termina siendo como el metro a las 6 de la tarde, en la estación San Antonio, muchos salen, otros muchos entran y otros nos seguimos. Cuando voy en el metro suelo mirar a la gente a la cara, imaginarme de donde vienen, que hacen o para donde van, preguntarme por lo que tiene en la cabeza, porque en el cuerpo siempre cargan el cansancio y la resignación que este mundo nos impone.

Así como agosto es un mes fatídico para mis amores, por lo menos hasta ahora, febrero, que afortunadamente es el mes más corto del año, se ha vuelto el mes predilecto de la señora esa que viste de negro y anda con una hoz para llevarse a algunos de mis seres queridos.

Primero fue Álvaro, el hermano de mi mamá. ¿Cómo se supone que debe ser una relación con un tío? Las mías son distintas con todos, eso contando con que la haya. Con él no hubo mucha, pero con la familia hay un sentimiento –a veces incómodo- de responsabilidad afectiva, entonces su muerte la tuve que sentir.

Era el más joven de 16 hermanos, y quizás uno de los que vivió más intensamente los años que le tocó vivir. Varias veces en la cárcel, varias en el calabozo del comando de Barbosa, y la policía ya lo conocía. Entregó su vida a los vicios, pero sin duda era uno de los más maduros. Le gustaban los zapatos finos, y como mi abuela no se los daba él los compraba. Siempre fue conciente de que lo que uno quiere se lo tiene que ganar. El se ganaba lo que se fumaba, robando pero se lo ganaba, por lo menos robaba en confianza, a sus hermanas. Los recuerdos que tengo de él no son propios, son recuerdos prestados, como que ponía colillas prendidas en el suelo para que un primo se quemara, porque le parecía muy divertido verlo llorar, o cómo que se inyectaba ron en los talones para que el alcohol llegara directamente a la sangre. Su vida estuvo llena de altibajos, eso creo. Fue uno de los mejores alumnos de su generación según los profesores, pero por unos trabajos, y quien sabe porque más no quiso terminar nunca el bachillerato, cuando fácilmente iba rumbo a una graduación con honores, fue su decisión, por algo lo habrá hecho.

“Ojo con las malas compañías, no le vaya a recibir nada a nadie, vea como terminaron su tío Álvaro y Diego, todo por el maldito vicio y por las malas compañías” fueron palabras que escuche muchísimas veces de cuenta de mi papá, quizás aún las escucho, sólo que no le pongo cuidado. Ese día, a comienzos de febrero de un año que no recuerdo, yo estaba como de costumbre (era sábado) en Vallecitos, vereda en la que pase muchos momentos de mi niñez y en la que queda la casa de mis abuelos. Cuando ya nos íbamos a ir para nuestra casa el llegó, como escondiéndose, por eso nadie lo vio, solo mi tía, la menor, la que siempre fue su compañera. Él se baño y ella le hizo comida, eso cuenta ella, que se arreglo y se perfumo mucho. Iba de nuevo para la calle, pero iba lleno y bien vestido, sólo él sabia para dónde, no sabemos quien lo esperaba, o si nadie lo esperaba. El caso es que no se demoró mucho para volver a salir, pero cuando lo hizo nosotros ya no estábamos. Momentos después, en la misma carretera por la que habíamos pasado nosotros un momento antes, recibió tres tiros, si la memoria no me queda mal. Uno de ellos mortal, en la cabeza, al parecer el orificio de entrada estaba por detrás y el de salida en la frente, nada que no se pudiera cubrir con un pedazo de micropore. Todo indicaba que lo mataron a traición. Las tres papeletas que dijo haber escuchado la gente que vive cerca, fueron ordenadas, fue un trabajo mandado a hacer. No fueron paramilitares como mucha gente pensó, fueron conocidos, tres, de los que sólo queda uno vivo.

Allí donde cayo se mantuvo la mancha de sangre algunos días, sólo la lluvia y la erosión la pudieron borrar como seguramente nunca se borrará su recuerdo de la mente de mi abuela. Unos días antes habían tenido un problema con él, de esos que eran recurrentes, se había llevado de nuevo algo de la casa para venderlo. La familia ya estaba cansada. Mi abuela salió corriendo detrás de él. Se arrodilló llorando y pidiendo al cielo, pidiendo a Dios que evitara su sufrimiento, que se lo llevara pero que no lo tuviera así, que prefería verlo en un ataúd. En ese mismo lugar, por lo menos a unos escasos metros, cayó su cuerpo.

Una muerte de éstas, la primera de este tipo en la familia cercana despierta todo tipo de sentimientos. Lágrimas en la mayoría de la gente, unión en la familia, sentimientos de venganza, de otros lados perdones que nadie ha pedido. Hoy, años después, el recuerdo sigue vivo, ya no causa dolor como antes, aunque seguramente en el corazón de su madre si lo sigue haciendo. En ese momento no lloré, ahora no lo hago, nunca me nació hacerlo, pero era hermano de mi madre, el niño de la casa y sin duda uno de los más queridos, no puedo evitar pensar en que algo se perdió, que muchos momentos nos fueron raptados.

Queda una lápida pálida que dice “Tanán”, como lo conocían todos. Y la seguridad de que en ese húmedo y frío hueco probablemente terminemos muchos de los que hoy seguimos viviendo este circo.

Diego era primo mío, del otro lado de la familia, del paterno. Era el sobrino que mi papá más quería. Creció en Graciano, una vereda menos cercana al pueblo. Allí vivía con sus hermanos, su madre y mi Abuela. Mi Abuelo murió hace muchos más años, cuando yo no tenía conciencia de ello, y su padre, no tengo idea de quién es. Vivió entre árboles y quebradas, entre naranjas y mandarinas, entre columpios improvisados y azadones. Era mayor que yo, pero llegue a sentirlo muy cercano. Recuerdo que en algún tiempo fuimos muy amigos. Él iba a mi casa el día viernes para quedarse amaneciendo, pasaba tiempo con mi papá, el cariño entre ellos era mutuo. También se quedaba viendo películas conmigo, y algunas veces conversábamos, ya no recuerdo ni que, y yo solía molestarlo mucho, como hago muchas veces con las personas hacia las que siento algún tipo de aprecio.

Esa fue una relación infantil y sana que se perdió en el tiempo como lo hacen mis recuerdos. Solo sé que unos años después se había convertido también en un problema familiar, no recuerdo si robaba, pero si sé que la marihuana se volvió su más cercana compañía. Yo entonces sólo sabía que existía, como pasa con muchas personas con las que se pierde contacto ya no me importaba mucho, solo lo que puede importar un primo que se sabe que existe. Un día cualquiera, un año después de la muerte de Álvaro, en el mismo mes, recibimos la llamada que nos avisaba que había muerto. Mi mamá y mi papá se fueron con el carro de la funeraria a recoger el cadáver, había quedado a más o menos cien metros de la casa, entre la maleza, cerca de los rieles que alguna vez fueron útiles y al río Medellín, al otro lado de esos rieles.

Era de noche y todo se complicaba, aún así alcanzaron a contarle las puñaladas, según unos 50, según otros 52 y según otros 54. A todos nos pareció una completa aberración. Una cosa es querer matar, pero otra cosa es hacerlo de esa manera. Muchas suposiciones salieron entonces, que tenían que haber sido varias personas, que les había tenido que hacer algo muy malo, que las malas compañías, que esto y que lo otro.

Se reunió la familia, incluso algunos primos que no conocía, que incluso aún no conozco pero que por lo menos ahora tengo conciencia de su existencia. No vi muchas lágrimas, al parecer ya muchos sabían que eso iba a pasar y estaban resignados. Más bien el sepelio terminó convirtiéndose en una reunión familiar. Desde entonces no tengo memoria de otra circunstancia en la que hayamos estado casi todos juntos.

Alguien dice que los amigos son la familia que uno escoge, a eso le sumo yo que la familia son los amigos que a uno le tocaron. Por muy lejana que sea la relación con alguien la muerte lo termina tocando siempre a uno. Los muertos de mi familia no recibieron nunca lágrimas de mi parte, recibieron en cambio muchas plegarias en momentos de desesperación, y también momentos –como éste- de remembranza, más no les puedo ofrecer. Uno se muere cuando lo olvidan, y yo cada día los recuerdo menos, cada día los mato un poco más. Paz en sus tumbas.

2 comentarios:

Lucas Vargas Sierra dijo...

"Ellos tenían armas. Yo tengo letras.
Ellos te mataron una vez. Yo te resucitaré las que sean necesarias"
Malparido sea febrero con sus desfiles de cofres.
Hermano este es el mejor escrito que te leo, muy bien narrado, muy sobrio en las apreciaciones, muy tuyo. Esta es la voz que te quiero seguir oyendo, obviamente eso depende de que sea con la que querés o no seguir hablando.
(Acabo de leerlo de nuevo) Brother, que claridad. Muy bueno, y difiero del último parrafo en la medida en que a diario no los matas más: con escribir esto acabas de inyectarles vida.
¡Salud compañero!

Sebastian Villa dijo...

Muy de acuerdo con el genio que antes opinó. Es lo mejor que he leido de vos.

Me parece gracioso que hablen tanto de muertos en febrero. A mi no me han tocado... solo mi venerado abuelo paterno, murió tres días antes de mi 5º cumpleaños. en febrero.

Me fascinó el tono pausado, solemne que lleva el escrito. Salud a tus virtudes. HAIL!

HAIL para tus muertos tambien.