Hasta donde mis ojos alcanzaban veía las luces delirantes de los confines de la ciudad, cadenas de lucecitas recostadas sobre las laderas, irregulares y llamativas, cual efecto polilla. Parecía el más calmado de todos los incendios, pero se movían, brincaban, iban y venían, temblaban, quizás tiritaban de frío.
Las luces están más vivas que cualquiera de nosotros. Es media noche y un sonido como ronroneo, como susurro invade los oídos en medio de la ausencia de "civilización", solo con la interrupción poco abrupta de los motores y de la fricción entre el caucho y el concreto que no pasa de ser ocasional. Huele a río, huele a noche y a madrugada sin distinción.
Pensé estar algo ebrio, pero me di cuenta de que era la ciudad la que estaba caída de la borrachera.
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