martes, 14 de abril de 2009

Santa Semana

“Tantos planes, tantos planes vueltos espuma. Tu por ejemplo tan bienvenida y tan inoportuna”
Inoportuna. Jorge Drexler.

Nunca es fácil ver a la muerte golpear contra la cara de nadie, menos si ese mal dicho nadie es una madre.

Cuando me informan de la muerte de alguien a quien conocí, con el cuál tuve probablemente contacto aunque la relación no fuera la más cercana, no puedo evitar sentir vació e impotencia. Mucho peor es la sensación cuando se que el dolor de esa muerte recaerá sobre alguien conocido.

Mientras la Banda tocaba desafinadamente, quizás por las emociones aglutinadas en la garganta que no dejaban salir bien el aire, adelante iba el féretro negro. Y el vaya y venga de siempre: Los ramos, el cortejo de personas que a pesar de vestir de luto parecen ser los más indiferentes ante el dolor que se esparce en el aire, el llanto, las miradas curiosas. Además la incomodidad de siempre, ¿Qué decir? ¿Qué hacer? Limitarse a acompañar resulta siempre una buena opción, porque meterse con el dolor ajeno, aún más, intentar comprenderlo es una labor, además de pretensiosa, titánica.

Uno nunca sabe que tan destrozado se encuentre un corazón detrás de una cara sudorosa y empapada por las lágrimas, incluso, por muy tranquilo que llegue a parecer el rostro los ojos siempre nos delatan, son como pequeñas puertas incómodamente abiertas por las cuáles se puede llegar al alma, eso si, sabiendo la ruta. Y si nosotros los descarados voyeuristas no sabemos como comportarnos, mucho más difícil ha de resultar para quienes están viviendo la perdida en lágrimas y sangre propia, porque es que llorar por inercia es fácil, pasa como con los estornudos y los bostezos que se vuelven contagiosos; pero llorar con el alma desmoronada, aún sin llorar físicamente es, por lo menos hasta que sea yo quien lo viva, indescriptible.

Alguna vez dije que la música es vida en medio de este mundo de muerte, y me mantengo en lo dicho. Sin embargo resulta muy paradójico ver como un féretro se bambolea sin ritmo ni gracia en su baile final al son de las marchas fúnebres, más sabiendo que los hijos de quien va en él están allí, en medio de los músicos, dejando el llanto de lado y convirtiendo el dolor en el último homenaje que le pueden hacer. Entrar al cementerio tocando, en el entierro de su propia madre, y terminando con una marcha que titula “El adiós de una madre”, definitivamente eso es para hombres, hombres grandes de trece años, en cuyo nombre el diminutivo “ito” estorba.

He de confesar que entre la rabia, la impaciencia y el desconsuelo que me producen la idolatría y la exaltación irracional de ritos y figuras, hay cosas que no puedo evitar. Sobre todo en los últimos días de la llamada Semana Santa, cuyos actos están tan cargados de simbolismo, no puedo evitar enfocar mi atención a lo que veo, comportarme como un asistente a una obra de teatro que se repite cada año, que tiene siempre los mismos personajes y que todos sabemos como va a terminar. Ver entonces la imagen de Maria con su vestido negro y el rostro triste, además con su hijo Jesús en las manos no deja de ser impactante, por donde se mire es una madre que carga el cuerpo de su hijo muerto. Todo es muy bien ambientado con la estridencia de las marchas que agolpan los balcones con confusos acordes menores. Es bonito, no lo niego, hay una grandísima carga cultural detrás de todo ello. Sin embargo un mes después nadie lo recordará, todos estaremos de nuevo sumidos en nuestra propia historia. Un mes después habrán varias personas que seguirán recordando lo sucedido, no las procesiones incesantes ni los ruegos inclementes. Estarán recordando, aún con dolor y con amargura la ausencia de quien, en esa misma semana en que se conmemora y se recuerda la historia de Jesús, tuvo que partir, pero para ella no habrá esperanza de tercer día.

Con todo lo que pueda pensar acerca de las reacciones a la muerte, egoístas todas hasta cierto punto, este es un cuadro que sin duda perdurará en mi memoria más tiempo que la gastada imagen de Jesús crucificado.

Por ahora me limito a pedir que cuando yo muera mi familia haga conmigo lo que su moral y religión les indiquen porque estando yo en esas ni ganas de exigir. Eso sí, que pongan música en mi velorio, desde sinfónica hasta salsa, todo lo que pueda llamarse Música y si es posible y vale la pena que lean algo que haya escrito en vida, ahí se los dejo a su criterio. Creo que no es mucho pedir.

2 comentarios:

Lucas Vargas Sierra dijo...

Ese epigrafe de Drexler está putamente bien puesto.

Buen escrito compañero, buena imagen.

Salud

Sebastian Villa dijo...

Como haces reflexionar, malditas tus letras, tan cargadas...